Sobre su cuaderno, Adamsberg había formado una «n», después una «o» y tenía dificultades para continuar. Marc le tomó el lápiz de las manos y completó la palabra comenzada: Nosopsyllus fasciatus. Después añadió un punto de interrogación, Adamsberg asintió.
– Ya está. Tengo el nombre -dijo al entomólogo.
Marc había escrito a continuación: ¿portadoras del bacilo?
– Llévelas a bacteriología -añadió Adamsberg-. Búsqueda del bacilo de la peste. Pídales que se pongan a toda máquina, ya tengo un hombre con picaduras. Y que no se les pierdan en el laboratorio, por piedad. Sí, en el mismo número. Toda la noche.
Adamsberg se guardó el móvil en el bolsillo interior.
– Había dos pulgas en la ropa de mi adjunto. No eran pulgas de hombre. Eran unas…
– Nosopsyllus fasciatus, pulgas de rata -dijo Marc.
– En el sobre que encontré en casa del muerto había otra, muerta. De la misma especie.
– Es así como las introduce.
– Sí -dijo Adamsberg caminando también él-. Abre el sobre y libera las pulgas en el piso. Pero yo no creo que esas malditas pulgas estén infectadas. Creo que permanece siempre en una dimensión simbólica.
– Sin embargo lleva el símbolo hasta conseguir pulgas de rata. No es tan fácil procurárselas.
– Yo creo que está presumiendo, por eso mata él mismo. Sabe que las pulgas no podrán matarlo.
– Eso no es seguro. Debería recuperar todas las pulgas que se pasean por la casa de Laurion.
– Y ¿cómo hago?
– Lo más simple es entrar en el piso con una o dos cobayas y soltarlas durante cinco minutos por allí. Recogerán todo lo que haya. Las introduce rápidamente en una bolsa y se las lleva a su laboratorio. Inmediatamente después, desinfección del lugar. No deje suelta a la cobaya demasiado tiempo. Una vez que han picado, esas pulgas tienen tendencia a irse de nuevo de paseo. Hay que atraparlas mientras almuerzan.
– Bueno -dijo Adamsberg anotando la estrategia-. Gracias por su ayuda, Vandoosler.
– Dos cosas más todavía -dijo Marc acompañándolo a la puerta-. Sepa que su sembrador de peste no es tan buen pestólogo como cree. Su erudición tiene límites.
– ¿Se equivoca?
– Sí.
– ¿En qué?
– El carbón, la Muerte negra. Es una imagen, una confusión de palabras. Pestis atra significa «muerte horrible» y no «muerte negra». Los cuerpos de los apestados nunca han sido negros. Algunas manchas azuladas por aquí y por allá y basta. Es un mito tardío, un error popular y generalizado. Todo el mundo lo cree pero es falso. Cuando su hombre tizna con carbón el cuerpo, se equivoca. Comete incluso una tremenda metedura de pata.
– Ah -dijo Adamsberg.
– Conserve la cabeza fría, comisario -dijo Lucien saliendo de la habitación-. Marc es un puntilloso, como todos los medievalistas. Se pierde en los detalles y pasa junto a lo esencial.
– Que es…
– Pues la violencia, comisario. La violencia del hombre.
Marc sonrió y se hizo a un lado para dejar salir a Lucien.
– ¿Qué hace su amigo? -preguntó Adamsberg.
– Su profesión principal es irritar a la gente pero no le pagan por ello. Ejerce esta actividad benévolamente. En segundo lugar es un especialista en historia contemporánea, en la Gran Guerra. Tenemos graves conflictos de periodos.
– Ah, bien. ¿Y la segunda cosa que quería decirme?
– ¿Está buscando a un tipo cuyas iniciales sean CLT?
– Es una pista seria.
– Déjela. CLT es la abreviación del famoso electuario de los tres adverbios, simplemente.
– ¿Perdón?
– Prácticamente todos los tratados de peste lo citan como el mejor de los consejos: Cito, longe fugeas et tarde redeas. Es decir: «Huye rápido, largo tiempo y tarda en volver». En otros términos, lárgate a toda velocidad y por una larga temporada. Es el célebre «remedio de los tres adverbios»: «Rápido, lejos, largo tiempo». En latín: Cito, longe, tarde. CLT.
– ¿Puede anotármelo? -preguntó Adamsberg tendiéndole su cuaderno.
Marc garabateó unas líneas.
– «CLT» es un consejo que su asesino da a la gente al mismo tiempo que los protege con un cuatro -dijo Marc devolviéndole su cuaderno.
– Hubiese preferido unas iniciales -dijo Adamsberg.
– Lo entiendo. ¿Puede tenerme al corriente sobre las pulgas?
– ¿La investigación le interesa tanto como para eso?
– No es ésa la cuestión -dijo Marc sonriendo-. Pero quizás usted transporte Nosopsyllus. En cuyo caso, quizás yo también tenga. Y también los otros.
– Ya veo.
– Ése es otro remedio contra la peste. Bloquéalas pronto y lávate bien. BLB.
Al salir, Adamsberg se cruzó con el gigante rubio y lo detuvo para hacerle una única pregunta.
– Un par era beis -respondió Mathias-, con el reverso gris, y el otro par era azul, con vieiras pequeñitas.
Adamsberg dejó la casa de la Rue Chasle por el jardín abandonado, con algo de pesadumbre. Existía gente sobre la tierra que sabía multitud de cosas espantosas. Habían prestado atención en el colegio, por un lado, y después habían seguido acumulando vagones cisterna de conocimientos. Conocimientos de otro mundo. Gente que pasaba su vida ocupada en asuntos de sembradores, ungüentos, pulgas latinas y electuarios. Y estaba bien claro que esto no era más que un débil fragmento de los vagones cisterna apretados en la cabeza de este Marc Vandoosler. Vagones cisterna que no parecían ayudarlo a arreglárselas en la existencia mejor que cualquier otro. Pero esta vez, sin embargo, aquello iba a servir para algo vital.
Nuevos fax habían caído en la brigada provenientes del laboratorio y Adamsberg los examinó rápidamente: los «especiales» no portaban ninguna huella, excepto las del pregonero y las de Decambrais, identificadas en todos los anuncios.
– Me habría sorprendido que el sembrador se abandonase a poner los dedos sobre sus mensajes -dijo Adamsberg.
– ¿Por qué se permite semejantes sobres? -preguntó Danglard.
– Cuestión de ceremonia. A sus ojos, cada uno de sus actos es precioso. No va a presentarlos en un sobre proletario. Quiere insertarlos en estuches de precio porque es un acto altamente refinado. No un acto miserable del primer tipo que pasa, usted o yo mismo, Danglard. Tampoco se imagina usted a un gran cocinero sirviéndole un volován en un tazón de plástico. Pues bien, es lo mismo. El sobre está a la altura del gesto: es rebuscado.
– Huellas de Le Guern y de Ducouëdic -dijo Danglard volviendo a dejar el fax-. Dos presidiarios.
– Sí. Pero con estancias de corta duración. Nueve y seis meses.
– Que dejan todo el tiempo del mundo para hacerse relaciones útiles -dijo Danglard rascándose violentamente bajo el brazo-. Las prácticas de cerrajería pueden hacerse después de la cárcel. ¿Inculpados por qué delitos?
– En el caso de Le Guern, golpes y lesiones con intención de causar la muerte.
– Bueno -dijo Danglard silbando-, ya es honorable. ¿Por qué no terminó disparándole?
– Circunstancias atenuantes: el armador a quien dio una paliza había dejado que su bou se pudriese y el barco acabó hundiéndose. Dos marineros murieron ahogados. Le Guern desembarcó del helicóptero de salvamento loco de dolor y se echó sobre él.
– ¿El armador pagó por ello?
– No. Ni él ni los tipos de la capitanía que lo encubrieron, bajo soborno, según la deposición de Joss Le Guern en aquella época. Se pasaron la bola de armador en armador y lo tacharon de todos los puertos de Bretaña. Le Guern no ha vuelto a encontrar un solo encargo. Hace trece años, sin un duro, desembarcó sobre el gran atrio de Montparnasse.
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