– ¿La gente llevaba anillos?
– Cuando tenían la posibilidad sí. Los ricos morían poco de peste, protegidos sin saberlo por sus casas sólidas donde no había ratas. Era el pueblo el que sucumbía. Por ello se tendía a creer en el poder de las piedras preciosas: los pobres no llevaban rubíes y se morían. El necplus ultra era el diamante, la protección por excelencia: «El diamante llevado en la mano derecha neutraliza toda suerte de devenires». Por eso, en prueba de amor, los hombres afortunados tomaron la costumbre de regalar un diamante a sus prometidas para protegerlas de la plaga. Esa costumbre ha quedado pero nadie sabe por qué, de la misma manera que nadie recuerda el significado de los cuatros.
– El asesino se acuerda. ¿De dónde lo ha sacado?
– De los libros -dijo Marc Vandoosler con un gesto de impaciencia-. Si me expusiese el problema, comisario, quizás pudiese ayudarle.
– Primero debo preguntarle dónde estuvo el lunes por la noche, alrededor de las dos de la mañana.
– ¿Es ésa la hora del asesinato?
– Aproximadamente.
El médico forense lo había situado alrededor de la una y media pero Adamsberg prefería dejar un margen. Vandoosler se apartó su pelo lacio y lo metió detrás de sus orejas.
– ¿Por qué yo? -preguntó.
– Lo siento, Vandoosler. Poca gente conoce el significado de ese cuatro, muy poca gente.
– Es lógico, Marc -intervino Vandoosler el Viejo-. El trabajo es así.
Marc hizo ademán de sentirse molesto. Después se levantó, cogió el mango de la escoba y dio un golpe.
– Descenso de san Mateo -precisó el Viejo.
Los hombres esperaron en silencio, perturbados solamente por el ruido que hacía Lucien lavando los platos y desinteresándose de la conversación.
Un minuto más tarde, entró un tipo rubio y alto, tan ancho como la puerta, y vestido sólo con un grueso pantalón atado al talle con una cuerda.
– ¿Me habéis llamado? -preguntó con una voz de bajo.
– Mathias -dijo Marc-, ¿qué demonios hacía yo el lunes por la noche a las dos de la mañana? Es importante, que nadie le sople.
Mathias se concentró algunos instantes, frunciendo sus cejas claras.
– Llegaste tarde con las cosas para planchar, sobre las diez. Lucien te sirvió de cenar y después se fue a su habitación, con Élodie.
– Émilie -rectificó Lucien volviéndose-. Es bastante terrible que no podáis meteros su nombre en la cabeza.
– Jugamos una partida de cartas con el padrino -continuó Mathias-, que se metió en el bolsillo trescientos veinte francos y después se fue a dormir. Te pusiste a planchar la ropa de la señora Boulain y después la de la señora Druyet. A la una de la madrugada, cuando estabas guardando la plancha, recordaste que tenías que entregar dos juegos de sábanas al día siguiente. Te eché una mano y las planchamos entre los dos sobre la mesa. Cogí la plancha vieja. Terminamos de doblarlas a las dos y media e hicimos dos paquetes separados. Cuando subía a acostarme, me crucé con el padrino que bajaba a hacer pis.
Mathias alzó la cabeza.
– Es prehistoriador -comentó Lucien desde su fregadero-. Es un tipo preciso, puede confiar en él.
– ¿Puedo irme? -preguntó Mathias-. Porque estoy en medio de un remontaje.
– Sí -dijo Marc-. Gracias.
– ¿Un remontaje?
– Pega sílex paleolíticos en la bodega -explicó Marc Vandoosler.
Adamsberg asintió con la cabeza sin entender. Lo que estaba claro, en cambio, es que no captaría el funcionamiento de aquella casa ni el de sus ocupantes con sólo unas preguntas. Aquello exigiría, con seguridad, un periodo de prácticas completas y no era asunto suyo.
– Mathias podría mentir, evidentemente -dijo Marc Vandoosler-. Pero, si quiere, pregúntenos separadamente sobre el color de las sábanas. No ha podido cambiar las fechas. Me llevé la ropa esa misma mañana de casa de la señora Toussaint, en el 22 de la Avenue de Choisy, puede ir y confirmarlo. La lavé y la puse a secar durante el día y la planchamos por la noche. Se la llevé al día siguiente. Dos sábanas azul claro con conchitas y otras dos marrón rosado con reverso gris.
Adamsberg asintió con la cabeza. Una coartada doméstica impecable. Aquel tipo era un experto en ropa de cama.
– Bien -dijo-. Le resumo las cosas.
Como Adamsberg hablaba lentamente, le llevó casi veinticinco minutos exponer el asunto de los cuatros, del pregonero y del asesinato de la víspera. Los dos Vandoosler escuchaban, atentos. Marc asentía a menudo con la cabeza, como si confirmase el relato a medida que se desarrollaba.
– Un sembrador de peste -concluyó-, eso es lo que tiene entre manos. Además de un protector. Un tipo que se cree el amo, pues. Ya se han visto, pero sobre todo los inventaron a millares.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Adamsberg abriendo su cuaderno.
– A cada brote de peste -explicó Marc- el terror era tal que la gente buscaba responsables terrestres a los que sancionar, aparte de Dios, de los cometas y de la infección del aire, que no podían ser castigados. Buscaban a los sembradores de peste. Esos tipos eran acusados de propagar la peste con ayuda de ungüentos, de grasas y de preparaciones diversas que embadurnaban sobre los timbres, las cerraduras, las barandillas, las fachadas. Un pobre tipo, que pusiese imprudentemente la mano sobre una construcción, podía provocar mil muertos. Ahorcaron a montones de personas. Los llamaban los sembradores, los engrasadores, sin preguntarse nunca, ni una sola vez en toda la historia del hombre, qué interés podía tener un tipo en ejecutar esa clase de trabajo. Aquí estamos ante un sembrador, no cabe duda. Pero no propaga a discreción, ¿eh? Ataca a uno y protege a los otros. Es Dios y manipula la plaga de Dios. Como Dios que es, escoge a aquellos que han de ser llamados a su presencia.
– Hemos buscado alguna relación entre todos aquellos que están amenazados. Nada, por el momento.
– Si hay un sembrador, existe un vector. ¿De qué se sirve? ¿Han encontrado huellas de ungüento sobre las puertas vírgenes? ¿Sobre las cerraduras?
– No lo hemos buscado. ¿Para qué serviría un vector, puesto que estrangula?
– Supongo que, en su lógica, no se siente un asesino. Si quisiese matar directamente, lo haría sin necesidad de hacer intervenir toda esta historia de la peste. Se sirve de una plaga intermedia que se interpone entre él y aquellos que abate. Es la peste la que mata, no él.
– De ahí los anuncios.
– Sí. Pone en escena la peste de manera ostensible y la designa como única responsable de lo que va a producirse. Y le hace falta un vector, necesariamente.
– Las pulgas -propuso Adamsberg-. A mi adjunto le han picado pulgas en casa de la víctima, ayer.
– Dios santo, ¿pulgas? ¿Había pulgas en casa de ese muerto?
Marc se levantó bruscamente con los puños hundidos en los bolsillos de su pantalón.
– ¿Qué pulgas? -preguntó nerviosamente-. ¿Pulgas de gato?
– No sé nada. He mandado llevar la ropa al laboratorio.
– Si se trata de pulgas de gato o de perro, no hay nada que temer -dijo Marc yendo y viniendo a lo largo de la mesa-. Son incompetentes. Pero si se trata de pulgas de rata, si el tipo ha infectado verdaderamente pulgas de rata y las ha soltado por ahí, Dios santo, es la catástrofe.
– ¿Son verdaderamente peligrosas?
Marc contempló a Adamsberg como si éste le hubiese preguntado su opinión sobre los osos polares.
– Llamo al laboratorio -dijo Adamsberg.
Se separó para telefonear y Marc hizo un signo a Lucien para que hiciese menos ruido al recoger los platos.
– Sí, eso es -decía Adamsberg-. ¿Han terminado? ¿Qué nombre dice? Deletréelo, por Dios.
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