– A veces sí -dijo Lizbeth-. Este hombre es un tipo relajado, que no presume. ¿Verdad, comisario?
– ¿Presumir delante de quién?
– Delante de las mujeres -propuso Damas sonriendo-. Hay que poder presumir con las mujeres, ¿no?
– No eres muy espabilado, Damas -dijo Lizbeth volviéndose hacia él y el joven enrojeció hasta la frente-. A las mujeres les trae sin cuidado que los tipos presuman.
– Ah, bueno -dijo Damas frunciendo las cejas-. ¿Qué es lo que no les trae sin cuidado, Lizbeth?
– Nada -dijo Lizbeth abatiendo su gorda mano negra sobre la mesa-. Todo les trae sin cuidado. ¿No es verdad, Éva? El amor, la ternura y hasta una caja de judías verdes. Entonces, ya ves. Calcula.
Éva no respondió nada y Damas se apesadumbró, girando su vaso entre las manos.
– No eres justa -dijo Marie-Belle con una voz que temblaba-. El amor a nadie le trae sin cuidado, así automáticamente. ¿Qué otra cosa nos queda?
– Las judías verdes, ya te he dicho.
– No dices más que tonterías, Lizbeth -dijo Marie-Belle cruzando los brazos al borde de las lágrimas-. Sólo porque tengas experiencia, no tienes derecho a desanimar a los otros.
– Experimenta, corderito -dijo Lizbeth-. No te lo impido.
De repente, Lizbeth estalló en carcajadas, besó la frente de Damas y frotó la cabeza de Marie-Belle.
– Sonríe, corderito -dijo-. Y no creas todo lo que dice la gorda Lizbeth. Está amargada la gorda Lizbeth. Fastidia a todo el mundo la gorda Lizbeth con su experiencia de regimiento. Tienes razón defendiéndote. Está bien. Pero no experimentes demasiado, si quieres un consejo profesional.
Adamsberg se llevó aparte a Decambrais.
– Perdóneme -dijo Decambrais-, pero tengo que seguir las conversaciones. Al día siguiente tengo que repartir consejos, compréndame. Tengo que estar al corriente.
– ¿Está enamorado, no? -preguntó Adamsberg con el tono vagamente interesado del tipo que juega a la lotería y apuesta poco.
– ¿Damas?
– Sí. ¿De la cantante?
– Correcto. ¿Qué quiere de mí, comisario?
– Ha ocurrido, Decambrais -dijo Adamsberg bajando la voz-. Un cuerpo completamente negro, en la Rue Jean-Jacques-Rousseau. Lo hemos descubierto esta mañana.
– ¿Negro?
– Estrangulado, desnudo, tiznado de carbón.
Decambrais apretó la mandíbula.
– Lo sabía -dijo.
– Sí.
– ¿Era una puerta no marcada?
– Sí.
– ¿Ha hecho que vigilen las otras?
– Las otras veintiocho.
– Perdón. No dudo de que sabe hacer su trabajo.
– Necesito esos «especiales», Decambrais, todos los que estén en su posesión, con sus sobres, si aún los tiene.
– Sígame.
Los dos hombres atravesaron la plaza y Decambrais condujo a Adamsberg hasta su despacho sobrecargado. Apartó una pila de libros para que se sentase.
– Eso es -dijo Decambrais tendiéndole un fajo de hojas y de sobres-. Para las huellas dactilares, ya se imaginará que no sirve. Le Guern los ha manipulado varias veces y yo después. No merece la pena que le dé las mías, tiene mis diez dedos en el fichero central.
– Necesitaría las de Le Guern.
– También están en el fichero. Le Guern estuvo en chirona hace catorce años, una fuerte pelea en Guilvinec, por lo que sé. Ya ve, somos hombres complacientes, le damos el trabajo masticado. Antes de que pregunte ya estamos en su ordenador.
– Dígame, Decambrais, ¿todo el mundo ha estado en chirona en esta plazuela?
– Hay sitios como éste, donde sopla el espíritu. Voy a leerle el especial del domingo. No ha habido más que uno: Esta noche, volviendo para cenar, descubro que la peste va a hacer su aparición en la Ciudad. Puntos suspensivos. En el despacho para terminar mis cartas, preocupado por poner mis asuntos y mi fortuna en orden, por si acaso pluguiese a Dios llamarme junto a Él. ¡Que su voluntad se cumpla!
– La continuación del Diario del inglés -propuso Adamsberg.
– Exactamente.
– Sepys.
– Pepys.
– ¿Y ayer?
– Ayer, nada.
– Vaya -dijo Adamsberg-. Ralentiza.
– No lo creo. Mire el de esta mañana: Esta plaga está siempre dispuesta a las órdenes de Dios que la envía y la hace partir cuando le place. Este texto parece indicar más bien que no abandona las armas. Fíjese en este «siempre lista» y este «cuando le place». Vocea. Provoca.
– Sufre de exceso de poder.
– Es decir de infantilismo.
– No sacaremos nada en limpio -dijo Adamsberg sacudiendo la cabeza-. No es idiota. Con tantos policías siguiéndole la pista, no nos dará ninguna indicación de lugar. Le hace falta tener libertad de movimiento. Ha nombrado el barrio Rousseau para estar seguro de que se establecería una relación entre el primer crimen y su peste anunciada. Es probable que, a partir de ahora, se haga más evasivo. Manténgame al corriente, Decambrais, anuncio por anuncio.
Adamsberg se fue con el montón de mensajes bajo el brazo.
Al día siguiente, hacia las dos, el ordenador escupió un nombre.
– Tengo a uno -dijo Danglard bastante alto extendiendo un brazo hacia sus colegas.
Una decena de agentes se agrupó a sus espaldas, con los ojos clavados en la pantalla de su ordenador. Desde aquella mañana, Danglard buscaba un CLT en el fichero, mientras los otros seguían desgranando las informaciones sobre los veintiocho pisos amenazados, buscando en vano un punto de intersección. Los primeros resultados del laboratorio acababan de llegar: la cerradura había sido forzada, de manera profesional. No había más huellas en el apartamento que las de la víctima y las de la señora de la limpieza. El carbón de leña utilizado para oscurecer la piel del cadáver provenía de las ramas de un manzano, y no de las bolsas que se vendían en las tiendas, que contenían una mezcla de esencias forestales diversas. En cuanto al sobre color marfil, uno podía procurárselo en cualquier papelería un poco grande al precio de tres francos veinte la unidad. Lo habían abierto con una hoja lisa. No contenía más que polvo de papel y el cadáver de un insecto pequeño. ¿Le pasaban el bicho al entomólogo? Adamsberg había fruncido las cejas y después había asentido.
– Christian Laurent Taveniot -leyó Danglard inclinado sobre la pantalla-. Treinta y cuatro años, nacido en Villeneuve-les-Ormes. Encarcelado hace doce años por golpes y lesiones en la casa central de Périgueux. Dieciocho meses de cárcel y dos meses más por agresión al guardián.
Danglard hizo desfilar el dossier por la pantalla y todos estiraron el cuello para percibir el rostro de CLT, su cara larga con una frente baja, su gruesa nariz, sus ojos juntos. Danglard leyó rápidamente lo que quedaba del dossier.
– Parado durante un año después de salir de la cárcel, después guardián de noche en un cementerio de coches. Domiciliado en Levallois, casado, dos hijos.
Danglard lanzó una mirada interrogativa hacia Adamsberg.
– ¿Estudios? -preguntó Adamsberg dudoso.
Danglard hizo chasquear su teclado.
– Formación profesional desde la edad de trece años. Suspende el diploma de fontanero. Abandona, vive de las apuestas y hace chapuzas en motos que revende de extranjis. Hasta una pelea en que casi mata a uno de sus clientes arrojándole una moto encima, como quien dice a quemarropa. Y después, chirona.
Читать дальше