Fred Vargas - Huye rápido, vete lejos

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Alguien ha pintado un cuatro negro, invertido, con la base ancha, sobre cada una de las trece puertas de un edificio del distrito 18 de París. Debajo aparecen tres letras: CLT. El comisario Adamsberg las fotografía y titubea: ¿es una simple pintada o una amenaza?
En el otro extremo de la ciudad, Joss, el viejo marino bretón que se ha convertido en pregonero de noticias, está perplejo. Desde hace tres semanas, en cuanto cae la noche, una mano desliza incomprensibles misivas en su buzón. ¿Se trata de un bromista? ¿Es un loco? Su bisabuelo le murmura al oído: «Ten cuidado Joss, no sólo hay cosas bonitas en la cabeza del hombre».

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– René Laurion, soltero -dijo Devillard consultando sus primeras notas, treinta y dos años-, empleado de un garaje. En regla, no está fichado. Ha sido la señora de la limpieza la que ha encontrado el cuerpo, viene una vez a la semana, el martes por la mañana.

– Mala suerte -dijo Adamsberg.

– No. Ha tenido una crisis nerviosa, su hija vino a buscarla.

Devillard le pasó su montón de notas hechas a mano y Adamsberg se lo agradeció con un gesto. Se acercó al cuerpo y el grupo de técnicos se hizo a un lado para dejarle que lo viera. El hombre estaba desnudo, caído de espaldas, con los brazos en cruz, y su piel estaba negra de hollín distribuido en una decena de grandes manchas, sobre los muslos, el torso, un brazo, el rostro. Su lengua se asomaba fuera de la boca, igualmente negra. Adamsberg se arrodilló.

– Es todo una comedia, ¿verdad? -le preguntó al médico forense.

– Déjese de bromas, comisario -respondió secamente el médico-. No he examinado aún el cuerpo pero el tipo está muerto y bien muerto desde hace horas. Estrangulado según lo que se ve en su cuello, bajo la capa negra.

– Sí -dijo suavemente Adamsberg-, no es eso lo que quería decir.

Recogió un poco de polvo negro que se había extendido por el suelo, lo frotó entre sus dedos y se limpió en su pantalón.

– Carbón -murmuró-. A este tipo lo han tiznado con carbón.

– Tiene todo el aspecto -dijo uno de los técnicos.

Adamsberg echó una mirada en torno a él.

– ¿Dónde está su ropa? -preguntó.

– Cuidadosamente doblada en la habitación -respondió Devillard-. Los zapatos están recogidos bajo la silla.

– ¿No ha habido daños? ¿No ha habido violencia?

– No. O bien Laurion ha abierto al asesino, o bien el tipo ha forzado la cerradura suavemente. Creo que hemos de inclinamos por la segunda solución. Si es así, nos va a facilitar las cosas.

– Un especialista, ¿no?

– Exactamente. A abrir las cerraduras como un artista no se aprende en el colegio. El tipo ha estado, sin duda, en chirona, un periodo más bien largo que deja tiempo para instruirse. En ese caso, está fichado. Si ha dejado la más mínima huella, lo tendrá en menos que canta un gallo. Es lo mejor que le deseo, Adamsberg.

Tres técnicos trabajaban en silencio, el primero sobre el muerto, el otro sobre la cerradura, el tercero sobre todos los elementos del mobiliario. Adamsberg dio lentamente la vuelta a la habitación, después visitó el cuarto de baño, la cocina, la habitación, pequeña y ordenada. Se había puesto unos guantes y abrió mecánicamente la puerta del armario, la mesilla de noche, los cajones de la cómoda, de la mesa, del aparador. Sobre la mesa de la cocina, único sector en el cual reinaba un cierto desorden, se detuvo sobre un grueso sobre amarillo puesto transversalmente sobre una pila de cartas y de periódicos. Lo habían rasgado con un golpe seco. Lo contempló mucho tiempo, sin tocarlo, esperando que la imagen saliese a flote, siguiendo sus órdenes, desde el fondo de su memoria. No estaba lejos, era cuestión de un minuto o dos. Puede que la memoria de Adamsberg fuese inepta para registrar correctamente los nombres propios así como los títulos, las marcas, la ortografía, la sintaxis y todo aquello que tenía que ver con la escritura, pero resultaba insuperable en todo lo que concernía a la imagen. Adamsberg era un superdotado visual que captaba íntegramente el espectáculo de la vida, desde la luz de las nubes hasta el botón que faltaba en la parte inferior de la manga de Devillard. La imagen se reconstituía, muy nítida. Decambrais en la brigada, sentado frente a él, sacando el fajo de los «especiales» de un espeso sobre color marfil con un formato superior a la media, forrado de papel de seda gris pálido. Era el mismo sobre que tenía bajo sus ojos, sobre la pila de periódicos. Hizo un signo al fotógrafo, que tomó algunas fotos mientras que Adamsberg ojeaba su cuaderno en busca de su nombre.

– Gracias, Barteneau -dijo.

Tomó el sobre y lo abrió. Estaba vacío. Pasó revista al montón de cartas que esperaban y verificó uno a uno todos los sobres restantes, todos abiertos con el dedo y todos provistos todavía de su contenido. En la papelera, entre los desechos que databan al menos de tres días, había dos sobres desgarrados y varias hojas arrugadas, pero ninguna cuyo formato pudiese corresponder al sobre color marfil. Se levantó y puso sus guantes bajo el agua, pensativo. ¿Por qué había conservado el hombre aquel sobre vacío? ¿Y por qué no lo había abierto con el dedo, rápidamente, como todos los otros?

Volvió a la habitación principal donde los técnicos habían terminado su trabajo.

– ¿Puedo irme, comisario? -preguntó el forense, titubeando entre Devillard y Adamsberg.

– Váyase -respondió Devillard.

Adamsberg deslizó el sobre en una bolsa de plástico y se lo confió a uno de los tenientes.

– Llévenlo con el resto al laboratorio -dijo-. Mención especial, urgente.

Abandonó el edificio una hora más tarde con el cuerpo, dejando a dos oficiales en el lugar para interrogar a los residentes.

XVII

A las cinco de la tarde, veintitrés agentes de la brigada estaban reunidos en torno a Adamsberg, instalados en sillas alineadas entre los cascotes. Sólo faltaban Noël y Froissy, que vigilaban la Place Edgar-Quinet, y los dos oficiales de servicio en la calle Jean-Jacques-Rousseau.

Adamsberg, de pie, clavaba con chinchetas un gran plano de París sobre la pared recién pintada. En silencio, consultando la lista que tenía en la mano, señaló con gruesos alfileres de cabeza roja los catorce edificios de la lista, los que ya habían sido marcados con el cuatro, y en verde el quincuagésimo, en el cual había tenido lugar el asesinato.

– El 17 de agosto -dijo Adamsberg- un tipo apareció sobre la tierra con la intención de destruir el mundo. Llamémosle CLT. CLT no se lanza desenfrenado a la garganta del primero que pasa. Atraviesa primero por una fase preparatoria que le lleva casi un mes, sin duda ella misma preparada con antelación durante largo tiempo. Se lanza simultáneamente sobre dos frentes. Frente 1: selecciona edificios en París en cuyas puertas de los descansillos va a pintar cifras negras por la noche.

Adamsberg encendió un proyector y la imagen del gran cuatro invertido apareció sobre la pared blanca.

– Es un cuatro muy particular, invertido por reflejo lateral, con una base ancha y tachado con dos barras en la vuelta. Todas estas particularidades se encuentran en cada uno de los dibujos. Abajo a la derecha, añade tres letras mayúsculas: CLT. Contrariamente a los cuatros, estas letras son simples, sin fiorituras. Representa este motivo sobre todas las puertas del edificio, excepto una. La elección de esta puerta que deja en blanco es aleatoria. Los criterios de selección de los edificios parecen igualmente azarosos. Están situados en once distritos diferentes, en grandes avenidas o en calles discretas. Los números de los edificios varían, pares o impares, los edificios mismos son de todos los estilos y de todas las épocas, coquetos o miserables. Uno podría creer que CLT ha introducido a propósito una diversidad máxima en su muestrario. Como si quisiera indicar con eso que puede tocar a todo el mundo, que nadie se le escapa.

– ¿Y los ocupantes? -preguntó un teniente.

– Más tarde -dijo Adamsberg-. El significado de ese cuatro invertido ha sido descodificado de manera segura: se trata de una cifra utilizada en el pasado como talismán para protegerse del alcance de la peste.

– ¿Qué peste? -preguntó una voz.

Adamsberg reconoció fácilmente las cejas del cabo.

– La peste, Favre, no hay treinta y seis distintas. Danglard, por favor, un recordatorio en tres palabras.

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