Fred Vargas - Huye rápido, vete lejos

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Alguien ha pintado un cuatro negro, invertido, con la base ancha, sobre cada una de las trece puertas de un edificio del distrito 18 de París. Debajo aparecen tres letras: CLT. El comisario Adamsberg las fotografía y titubea: ¿es una simple pintada o una amenaza?
En el otro extremo de la ciudad, Joss, el viejo marino bretón que se ha convertido en pregonero de noticias, está perplejo. Desde hace tres semanas, en cuanto cae la noche, una mano desliza incomprensibles misivas en su buzón. ¿Se trata de un bromista? ¿Es un loco? Su bisabuelo le murmura al oído: «Ten cuidado Joss, no sólo hay cosas bonitas en la cabeza del hombre».

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En mitad de la noche, Adamsberg abrió los ojos tras un débil movimiento de Camille. Se había quedado dormida con la cabeza posada sobre su estómago y él tenía a la joven sujeta por los brazos y las piernas. Se sintió intrigado, vagamente. Se soltó suavemente para dejarle sitio.

XIV

En cuanto cayó la noche, el hombre penetró en la corta avenida que conducía a la casa ruinosa. Conocía de memoria los relieves de los adoquines desguarnecidos y la pátina de la vieja puerta de madera que golpeó varias veces.

– ¿Eres tú?

– Soy yo, Mané. Abre.

Una vieja, alta y gorda, lo guió con una lámpara eléctrica hasta una cocina que hacía las veces de cuarto de estar. No había electricidad en el pequeño recibidor. Le había propuesto muchas veces a la vieja Mané que hiciese restaurar la casa y que la hiciese más cómoda pero ella rechazaba sus proyectos con cabezonería constante.

– Más adelante, Arnaud -decía ella-. Cuando el dinero sea tuyo. Me traen sin cuidado tus famosas comodidades.

Después ella le enseñaba sus pies, calzados con pesados mocasines negros.

– ¿Sabes a qué edad me pagaron mi primer par? A los cuatro años. Hasta los cuatro años anduve descalza.

– Lo sé, Mané -decía el hombre-. Pero el techo tiene goteras y el piso del granero está podrido. No quiero que te caigas y lo atravieses un día.

– Preocúpate mejor de tus asuntos.

El hombre se sentó en el sofá floreado y Mané trajo vino y un plato de galletas.

– Antes -dijo Mané dejando el plato ante él-, podía hacer galletas con nata de leche. Pero ya no se encuentra leche que dé nata. Se acabó, se acabó. Puedes dejarla diez días al aire libre que se enmohecerá allí mismo sin hacer un gramo de nata. Ya no es leche lo que hay, es agua. Tengo que sustituirla por crema. No me queda más remedio, Arnaud.

– Lo sé, Mané -dijo Arnaud rellenando los vasos, que la anciana había escogido más bien grandes.

– ¿Cambia mucho el sabor?

– No, son igual de buenas, te lo aseguro. No tienes que preocuparte por tus galletas.

– Tienes razón, dejémonos de sandeces. ¿Cómo vas?

– Está listo.

Una dura sonrisa ensanchó el rostro de Mané.

– ¿Cuántas puertas?

– Doscientas cincuenta y tres. Lo hago cada vez más rápido. Son muy hermosos, ¿sabes?, muy finos.

La sonrisa de la anciana se ensanchó de nuevo, más suavemente.

– Tienes todos los dones, querido Arnaud, y esos dones vas a recuperarlos, te lo juro por el evangelio.

Arnaud sonrió también y posó su cabeza contra los grandes pechos ajados de la vieja señora. Olía a perfume y a aceite de oliva.

– Todos, mi pequeño Arnaud -repitió ella acariciándole los cabellos-. Van a palmarla todos, hasta el último, solos como hombres.

– Todos -dijo Arnaud estrechándole la mano muy fuerte.

La anciana se sobresaltó.

– ¿Tienes tu anillo, Arnaud? ¿Y tu anillo?

– No te preocupes -dijo enderezándose-, sólo me lo he cambiado de mano.

– Enséñamelo.

Arnaud le confió su mano derecha, ornada con un anillo en el dedo corazón. Ella rozó con un dedo el pequeño diamante que brillaba en su palma. Después se lo sacó y se lo puso en la mano izquierda.

– Déjalo en la izquierda -ordenó ella-, y no te lo quites nunca.

– Bueno, no te preocupes.

– En la izquierda, Arnaud. En el anular.

– Sí.

– Hemos esperado, hemos esperado años. Y esta noche, ya estamos. Doy gracias al Señor que me ha hecho vivir para ver esta noche. Y si Él lo ha hecho, Arnaud, es que Él lo ha querido. Quería que yo estuviese allí para que pudieses llevarlo a cabo.

– Es verdad, Mané.

– Bebamos, Arnaud, a tu salud.

La anciana alzó su vaso y lo entrechocó contra el de Arnaud. Dieron varios tragos en silencio, con las manos todavía entrelazadas.

– Dejémonos de sandeces -dijo Mané-. ¿Todo está bien preparado? ¿Tienes el código, el piso? ¿Cuántos son allí dentro?

– Vive solo.

– Ven, te voy a dar el material, no te rezagues mucho. Llevan cuarenta y ocho horas sin comer y se echarán sobre él como la viruela sobre el bajo clero. Ponte los guantes.

Arnaud la siguió hasta la escalera de molinero que subía al desván.

– No te rompas la crisma, Mané.

– Ocúpate de tus asuntos. Hago esta maniobra dos veces al día.

Mané se alzó sin dificultad hasta el granero, que resonaba lleno de chillidos muy agudos.

– Calma, pequeñas -ordenó-. Alúmbrame, Arnaud, la de la izquierda.

Arnaud orientó la lámpara hacia una gran jaula donde se agitaban una veintena de ratas.

– Mira aquella que agoniza en un rincón. Tendré nuevas mañana como muy tarde.

– ¿Estás segura de que están infectadas?

– Cargadas hasta arriba. ¿No estarás poniendo en duda mi competencia? ¿En el instante mismo de la gran noche?

– Claro que no. Pero preferiría que me pusieses diez en vez de cinco. Estaríamos más seguros.

– Te pondré quince si quieres. Así, podrás estar tranquilo.

La anciana se inclinó para coger una pequeña bolsa de tela que yacía en el suelo, al lado de la jaula.

– Muerta de peste, anteayer -dijo ella sacudiendo la bolsa bajo la nariz de Arnaud-. Vamos a sacarle las pulgas y todo irá sobre ruedas. Ilumíname.

Arnaud contempló cómo Mané ajetreaba en la cocina sobre el cadáver de la rata.

– Ten cuidado. ¿Y si te pican?

– No temas nada -gruñó Mané-. Además, estoy cubierta de aceite de la cabeza a los pies. ¿Tranquilo?

Diez minutos más tarde, ella tiraba el bicho a la basura y tendía un grueso sobre a Arnaud.

– Veintidós pulgas -dijo-, como ves, tienes margen.

Deslizó con precaución el sobre en el bolsillo interior de su chaqueta.

– Voy, Mané.

– Ábrelo de golpe, rápidamente, y deslízalo bajo la puerta. Y ábrelo sin miedo. Eres el amo.

La anciana lo estrechó entre sus manos brevemente.

– Dejémonos de sandeces -dijo-. Ha llegado el momento de que actúes, que el Señor te guarde y desconfía de los policías.

XV

Adamsberg se incorporó a la brigada hacia las nueve de la mañana. El sábado era un día de poca actividad, con efectivos reducidos, y el ruido de las taladradoras se había acallado. Danglard no estaba, con seguridad estaría pagando el precio de la cura de rejuvenecimiento recibida en El Vikingo. Él no guardaba de la víspera más que la sensación particular de las noches pasadas con Camille, cierta languidez en los músculos de los muslos y de la espalda que lo acompañaría hasta las dos aproximadamente, como un eco alfombrado que buscase refugio en su cuerpo. Y después se iría.

Pasó la mañana dando la vuelta por teléfono a todas las comisarías del barrio. Nada que señalar, ningún fallecimiento sospechoso en los edificios marcados con el cuatro. En cambio, se habían recibido tres reclamaciones suplementarias por vandalismo, en los distritos 1,16 y 17. Siempre cuatros, siempre esa firma con tres letras, CLT. Terminó su ronda llamando a Breuil, en el Quai des Orfèvres.

Breuil era un tipo amable y complejo, un esteta irónico y un cocinero de talento, cualidades que no le llevaban a juzgar apresuradamente a su prójimo. En el Quai, donde el nombramiento de Adamsberg a la cabeza de uno de los grupos de homicidios había causado un revuelo notable debido a su indolencia, su estilo de vestir y sus éxitos profesionales enigmáticos, Breuil era uno de los pocos que aceptaba a Adamsberg tal y como era, sin intentar nunca normalizarlo. Y su tolerancia era aún más preciosa puesto que ocupaba un puesto influyente en la jefatura.

– En el caso de que ocurriese algún incidente en alguno de esos edificios -resumió Adamsberg-, sé tan amable de hacerme llegar la noticia. Estoy pendiente de ello desde hace varios días.

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