Fred Vargas - Huye rápido, vete lejos

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Huye rápido, vete lejos: краткое содержание, описание и аннотация

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Alguien ha pintado un cuatro negro, invertido, con la base ancha, sobre cada una de las trece puertas de un edificio del distrito 18 de París. Debajo aparecen tres letras: CLT. El comisario Adamsberg las fotografía y titubea: ¿es una simple pintada o una amenaza?
En el otro extremo de la ciudad, Joss, el viejo marino bretón que se ha convertido en pregonero de noticias, está perplejo. Desde hace tres semanas, en cuanto cae la noche, una mano desliza incomprensibles misivas en su buzón. ¿Se trata de un bromista? ¿Es un loco? Su bisabuelo le murmura al oído: «Ten cuidado Joss, no sólo hay cosas bonitas en la cabeza del hombre».

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Adamsberg comenzaba a dejarse mecer por la letanía del pregonero, observando el pequeño grupo, a los que anotaban algo sobre un trozo de papel, a aquellos que miraban al pregonero sin moverse, con la bolsa colgando del brazo, con aspecto de descansar de su jornada de oficina. Le Guern encadenó con el tiempo del día siguiente después de una rápida ojeada al cielo y con el estado de la mar, viento del oeste intensificándose de tres a cinco a la caída de la tarde, que pareció contentar a todo el mundo. Después retomó la maquinaria de los anuncios, práctica y metafísica, y Adamsberg se despertó cuando vio que Ducouëdic se enderezaba para escuchar el anuncio dieciséis.

Diecisiete -encadenó el pregonero-: Esta plaga está pues presente y existe en alguna parte , y su existencia es un efecto de la creación, puesto que nada nuevo se hace y nada existe que no haya sido creado.

El pregonero echó una rápida ojeada en su dirección, significando con aquello que acababan de pasar el «especial», y continuó con el dieciocho: Es arriesgado hacer crecer la hiedra sobre los muros medianeros . Adamsberg escuchó hasta el final, incluido el inesperado relato del periplo del Louise Jenny, vapor francés de 564 toneladas, cargado de vino, de licores, de frutos secos y de conservas, que había volcado en Basse aux Herbes y fue a encallar a Pen Bras, tripulación perdida excepto el perro. Este último anuncio fue seguido de murmullos de satisfacción o de disgusto y de un movimiento parcial en dirección a El Vikingo. El pregonero saltaba ya a tierra y recogía su estrado con un brazo, la edición de la noche había concluido. Adamsberg, bastante aturdido, se volvió hacia Danglard para preguntarle su opinión pero Danglard, probablemente, se había ido a terminar la copa que había dejado a medias. Adamsberg lo encontró acodado en la barra de El Vikingo, con aspecto sereno.

– Un calvados excepcional -comentó Danglard señalando su vasito con el dedo-. Uno de los mejores que he probado.

Una mano se apoyó sobre el hombro de Adamsberg. Ducouëdic le indicó que le acompañara hasta la mesa del fondo.

– Ya que está por las inmediaciones -dijo-, más vale que sepa que aquí nadie conoce mi verdadero nombre excepto el pregonero. ¿Me entiende? Aquí soy Decambrais.

– Un segundo -dijo Adamsberg escribiendo su nombre en un cuaderno.

Peste, Ducouëdic, pelo blanco, igual a Decambrais.

– Le he visto anotar algo durante el pregón -dijo Adamsberg volviendo a meterse en el bolsillo el cuaderno.

– Anuncio diez. Soy comprador de judías verdes. Uno encuentra buenos productos aquí, y baratos. En cuanto al «especial»…

– ¿El «especial»?

– El anuncio del pirado. Por primera vez, el nombre de la peste ha surgido, disfrazado aún: «la plaga». Es una de sus apelaciones, tiene muchas otras. La mortandad, la infección, el contagio, la enfermedad de los bubones, el mal… Se esforzaban por evitar su nombre verdadero de tanto miedo que tenían. El tipo continúa aproximándose. Casi acaba de designarla, llega al final.

Una mujer joven y rubia, menuda, de cabellos recogidos en bucles sobre la nuca, se acercó a Decambrais y le tocó tímidamente el brazo.

– ¿Marie-Belle? -dijo él.

La joven se puso de puntillas y lo besó en la mejilla.

– Gracias -dijo ella sonriendo-. Sabía que lo conseguiría.

– No ha sido nada, Marie-Belle -dijo Decambrais sonriendo a su vez.

La joven se escabulló haciendo un pequeño gesto y regresó a los brazos de un tipo alto, moreno, con el cabello largo hasta los hombros.

– Muy bonita -dijo Adamsberg-. ¿Qué le ha hecho?

– He conseguido que su hermano se pusiese un jersey y, créame, no ha sido fácil. Próxima etapa para noviembre, la cazadora. Estoy en ello.

Adamsberg renunció a entender, sintiendo que estaban abordando los meandros de una vida de barrio que no le interesaba en absoluto.

– Otra cosa -dijo Decambrais-. Lo han identificado. Ya había gente en la plaza que sabía que era policía. No me explico cómo lo han hecho -añadió recorriéndolo de arriba abajo con una rápida ojeada.

– ¿El pregonero?

– Quizás.

– No es grave. Puede que incluso esté bien.

– ¿Es ése su adjunto? ¿Allí? -preguntó Decambrais señalando a Danglard con la barbilla.

– El capitán Danglard.

– Bertin, el normando alto que lleva el bar, está explicándole las virtudes rejuvenecedoras de su calvados especial de la casa. Al ritmo en que su capitán le obedece, habrá rejuvenecido quince años dentro de un cuarto de hora. Se lo señalo sólo para prevenirlo. Según mi experiencia, es un calvados fuera de lo común pero que te vuelve inoperante durante toda la mañana del día siguiente, por lo menos.

– Danglard está a menudo inoperante toda la mañana.

– Ah, muy bien. Que sepa de todas formas que se trata de alcohol muy especial. No sólo se vuelve uno inoperante sino que uno se queda casi tonto, anonadado, un poco como un caracol en su baba. Una mutación asombrosa.

– ¿Es doloroso?

– No, es como tomarse vacaciones.

Decambrais saludó y salió, prefiriendo no estrechar la mano de un policía delante de todos. Adamsberg continuó observando a Danglard, que retrocedía en el tiempo y, hacia las ocho, lo sentó a la fuerza en la mesa para hacerle tragar algo sólido.

– ¿Para qué? -indagó Danglard, digno y vidrioso.

– Para tener algo que vomitar esta noche. Si no, a uno le duele el estómago.

– Muy buena idea -dijo Danglard-. Comamos.

XIII

Adamsberg tomó un taxi a la salida de El Vikingo para conducir a Danglard hasta su puerta, después hizo que lo dejase bajo las ventanas de Camille. Desde la acera, se veía iluminada la vidriera del taller que ocupaba bajo el tejado. Se quedó varios minutos mirando fijamente aquella luz, apoyado en el capó de un coche, con los párpados fatigados. Aquella jornada absurda y laboriosa se diluiría en el cuerpo de Camille y de aquel fantasma de peste no quedarían más que unos jirones, y después velos y transparencias.

Ascendió los siete pisos y entró sin hacer ruido. Cuando Camille componía, dejaba la puerta entreabierta para no tener que interrumpirse en mitad de una medida. Camille, que estaba sentada ante su sintetizador, con los cascos en las orejas y las manos sobre el teclado, le sonrió y con un signo de cabeza le hizo entender que no había terminado. Adamsberg se quedó de pie, escuchando las notas que se filtraban a través de los auriculares y esperó. La joven trabajó todavía unos minutos y después se quitó los cascos y apagó el teclado.

– ¿Película de aventuras?

– Ciencia ficción -respondió Camille levantándose-. Una serie. Me han encargado seis episodios.

Camille se aproximó a Adamsberg y puso un brazo sobre su hombro.

– Un tipo que aparece sobre la tierra sin avisar -explicó-, provisto de poderes paranormales, con la intención de destruir el mundo, sin que sepamos la razón. Esta pregunta no parece preocuparle a nadie. Querer destruir no exige mayor explicación que querer beber. Quiere destruir, eso es todo, es algo que se asume desde el principio. Signo distintivo del tipo, no transpira.

– Yo también -dijo Adamsberg-. Ciencia ficción. Sólo estoy en el principio del primer episodio y no entiendo nada. Ha aparecido un tipo sobre la tierra con la intención de destruir a todo el mundo. Signo paranormal: habla latín.

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