Fred Vargas - Huye rápido, vete lejos

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Alguien ha pintado un cuatro negro, invertido, con la base ancha, sobre cada una de las trece puertas de un edificio del distrito 18 de París. Debajo aparecen tres letras: CLT. El comisario Adamsberg las fotografía y titubea: ¿es una simple pintada o una amenaza?
En el otro extremo de la ciudad, Joss, el viejo marino bretón que se ha convertido en pregonero de noticias, está perplejo. Desde hace tres semanas, en cuanto cae la noche, una mano desliza incomprensibles misivas en su buzón. ¿Se trata de un bromista? ¿Es un loco? Su bisabuelo le murmura al oído: «Ten cuidado Joss, no sólo hay cosas bonitas en la cabeza del hombre».

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– Ese tipo es Samuel Pepys.

– Bueno, no lo conozco.

– Se lo presento: es un inglés, un gentilhombre inglés que vivió en el siglo XVII en Londres. Trabajaba además, dicho sea de paso, en la comandancia de marina.

– ¿Un culo gordo de la capitanía?

– No exactamente, pero ¿qué más da? Lo que importa es que Pepys redactó un diario íntimo durante nueve años desde 1660 a 1669. El año que nuestro pirado ha metido en su urna es el de la gran peste en Londres, 1665, setenta mil cadáveres. ¿Comprende? Día tras día, los especiales se aproximan a la fecha de la explosión. Ahora estamos muy cerca. Es a lo que yo llamo avanzar.

Por primera vez, Joss se sintió confuso. Lo que contaba el letrado parecía encajar. De ahí a llamar a la policía había un paso.

– Se va a tronchar la policía, cuando les digamos que un pirado se divierte leyéndonos un diario de tres siglos de antigüedad. Nos van a encerrar a nosotros, seguro.

– No les vamos a decir eso. Vamos a avisar simplemente de que un pirado se divierte anunciando la muerte en la plaza pública. Después que se las arreglen. Tendré la conciencia limpia.

– Se van a tronchar de todas formas.

– Evidentemente. Por eso no iremos a ver a cualquier policía. Conozco a uno que no se troncha de la misma manera que los otros ni por las mismas cosas. Iremos a verlo a él.

– Irá usted a verlo si se le antoja. Porque mi testimonio dudo mucho que lo acojan como pan bendito. Porque yo, Decambrais, no estoy limpio.

– Yo tampoco.

Joss contempló a Decambrais sin decir nada. Ahí, chapeau. Chapeau con el aristócrata. No sólo era bretón de la costa norte el viejo letrado, como si nada, sino que además tenía antecedentes, como si nada. De ahí, probablemente, el nombre falso.

– ¿Cuántos meses? -preguntó sobriamente Joss sin inquietarse por el motivo, como un verdadero caballero de la mar.

– Seis -dijo Decambrais.

– Nueve -respondió Joss.

– ¿Purgados?

– Purgados.

– Ídem.

Estaban empatados. Tras este intercambio, los dos hombres guardaron un silencio algo grave.

– Muy bien -dijo Decambrais-. ¿Me acompaña?

Joss gesticuló, poco convencido.

– No son más que palabras. Palabras. Eso nunca ha matado a nadie. Se sabría.

– Se sabe, Le Guern. Es todo lo contrario. Las palabras siempre han matado.

– ¿Desde cuándo?

– Desde que alguien grita «¡A muerte!» y la muchedumbre lo cuelga. Desde siempre.

– Muy bien -dijo Joss derrotado-. ¿Y si me quitan mi trabajo?

– Venga, Le Guern, ¿tiene miedo de la policía?

Azotado, Joss se enderezó.

– No, ¿pero qué dice, Decambrais? Los Le Guern puede que seamos unos brutos pero nunca hemos tenido miedo de la policía.

– Ah, pues ya está.

XII

– ¿A qué policía vamos a ver? -preguntó Joss subiendo por el Boulevard Arago, sobre las diez de la mañana.

– A un hombre que me he cruzado un par de veces con ocasión de esta…, de mi…

– Deuda -completó Joss.

– Eso es.

– Un par de veces no es tiempo suficiente para conocer a un hombre.

– Nos permite sobrevolarlo y la imagen aérea era buena. En un principio lo tomé por un detenido, lo cual es bastante buena señal. Nos dedicará cinco minutos. Lo peor que puede ocurrir es que anote la visita y que la olvide. Lo mejor es que esto le interese lo suficiente como para decidirse a pedir información sobre ciertos detalles.

– Aferentes.

– Aferentes.

– ¿Por qué podría interesarle?

– Le gustan las historias confusas o sin interés. Es al menos lo que un superior estaba reprochándole cuando me lo crucé la primera vez.

– ¿Vamos a ver a un currito subordinado?

– ¿Le molestaría, capitán?

– Ya se lo he dicho, Decambrais. Esta historia me trae sin cuidado.

– No es un currito. Ahora es comisario principal, dirige un grupo en la criminal. Un grupo de homicidios.

– ¿De homicidios? Pues bien, va a estar contento con nuestros papeles.

– ¿Qué sabemos?

– ¿A qué se debe que un tipo confuso haya sido ascendido a principal?

– El tipo confuso tiene genio, según me han dicho. He dicho confuso pero podría haber dicho inefable.

– No vamos a detenernos en cada palabra.

– Me gusta detenerme.

– Lo había notado.

Decambrais se detuvo frente a un portal.

– Ya hemos llegado -dijo.

Joss recorrió la fachada con una mirada.

– Necesitaría un arreglo serio su chabola.

Decambrais se apoyó en la fachada con los brazos cruzados.

– ¿Y bien? -dijo Joss-. ¿Se rinde?

– Tenemos cita dentro de seis minutos. La hora es la hora. Debe de ser un tipo ocupado.

Joss se apoyó en la fachada a su lado y esperó.

Un hombre pasó ante ellos, con la mirada clavada en el suelo y las manos hundidas en los bolsillos, y entró sin apurarse en el portal, sin contemplar a los dos hombres apoyados en la pared.

– Creo que es él -murmuró Decambrais.

– ¿El moreno bajo? Está de broma. Un viejo jersey gris, una chaqueta toda arrugada, ni siquiera tiene el pelo corto. No digo que sea vendedor de flores en los muelles de Narbona, pero comisario, perdóneme.

– Le digo que es él -insistió Decambrais. Reconozco su paso. Se balancea.

Decambrais consultó su reloj hasta que pasaron seis minutos y arrastró a Joss hasta el edificio en obras.

– Me acuerdo de usted, Ducouëdic -dijo Adamsberg haciendo entrar a los dos visitantes hasta su despacho-. Es decir, he revisado su dossier después de su llamada y después me acordé de usted. Habíamos hablado un poco los dos, las cosas no marchaban muy bien en aquella época. Creo que le aconsejé que dejase la profesión.

– Es lo que he hecho -dijo Decambrais alzando la voz a causa del estruendo de las taladradoras, que Adamsberg parecía no notar.

– ¿Encontró algo al salir de la cárcel?

– Me establecí como consejero -dijo Decambrais evitando mencionar las habitaciones subalquiladas, al igual que el encaje.

– ¿Fiscal?

– En cosas de la vida.

– Ah, sí -dijo Adamsberg, pensativo-. ¿Por qué no? ¿Tiene clientela?

– No me quejo.

– ¿Qué le cuenta la gente?

Joss empezaba a preguntarse si Decambrais no se había equivocado de dirección y si alguna vez este policía cumplía con su trabajo. No tenía ordenador sobre la mesa, sólo un montón de papeles esparcidos, tanto sobre las sillas como sobre el suelo, cubiertos de notas y de dibujos. El comisario se había quedado de pie, apoyado contra el muro, con los brazos apretados sobre su cintura, y contemplaba a Decambrais desde arriba con la cabeza inclinada. A Joss le pareció que sus ojos tenían el color y la consistencia de esas algas marrones y escurridizas que se enrollan en las hélices, los fucos, tan suaves y tan vagas, tan brillantes pero sin fuerza, sin precisión. Las vesículas redondas de esas algas se denominan flotadores y Joss estimó que aquello convenía perfectamente a los ojos de aquel comisario. Aquellos flotadores estaban hundidos bajo unas cejas pobladas y revueltas que le servían como de refugios rocosos. La nariz curva y los rasgos angulosos ponían un poco de firmeza en todo aquello.

– Pero la gente viene sobre todo por asuntos de amor -continuaba Decambrais-, o tienen demasiado o demasiado poco o bien nada en absoluto, o no como ellos quieren, o no consiguen ponerle la mano encima por culpa de toda esa especie d…

– Cosas -interrumpió Adamsberg.

– Cosas -confirmó Decambrais.

– Verá, Ducouëdic -dijo Adamsberg despegándose de la pared y atravesando la habitación con pasos contenidos-, ésta es una brigada especializada en homicidios. Y si su antigua historia ha tenido alguna continuación, si lo han molestado de una manera o de otra, yo no…

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