Fred Vargas - Huye rápido, vete lejos

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Huye rápido, vete lejos: краткое содержание, описание и аннотация

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Alguien ha pintado un cuatro negro, invertido, con la base ancha, sobre cada una de las trece puertas de un edificio del distrito 18 de París. Debajo aparecen tres letras: CLT. El comisario Adamsberg las fotografía y titubea: ¿es una simple pintada o una amenaza?
En el otro extremo de la ciudad, Joss, el viejo marino bretón que se ha convertido en pregonero de noticias, está perplejo. Desde hace tres semanas, en cuanto cae la noche, una mano desliza incomprensibles misivas en su buzón. ¿Se trata de un bromista? ¿Es un loco? Su bisabuelo le murmura al oído: «Ten cuidado Joss, no sólo hay cosas bonitas en la cabeza del hombre».

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La luz se hizo a la mañana siguiente, en el primer instante de consciencia. El nombre se propulsó hacia sus labios antes incluso de que hubiese abierto los ojos, como si aquella palabra hubiese esperado toda la noche a que el durmiente despertase, ardiendo en deseos de manifestarse. Decambrais se oyó enunciarla en voz baja: Avicena.

Se levantó repitiéndola varias veces, temeroso de que se desvaneciese con la disipación de las brumas del sueño. Para tener mayor seguridad, anotó sobre una hoja: Avicena. Y después escribió al lado: Liber canonis. El Canon de la medicina.

Avicena. El gran Avicena, médico y filósofo persa, principios del siglo XI, mil veces recopiado de Oriente a Occidente. Redacción latina sembrada de locuciones árabes. Ahora estaba sobre la pista.

Sonriente, Decambrais esperó a cruzarse con el bretón en la escalera. Lo agarró cuando pasaba.

– ¿Ha dormido bien, Le Guern?

Joss vio claramente que algo se había producido. El rostro blanco y delgado de Decambrais, normalmente algo cadavérico, se había reanimado como bajo el efecto de un rayo de sol. En vez de aquella sonrisa un poco cínica, un poco artificial, que lucía por lo general, Decambrais estaba pura y simplemente jubiloso.

– Lo tengo, Le Guern, lo tengo.

– ¿Qué?

– ¡A nuestro sabihondo! Lo tengo, Dios santo. Guárdeme los «especiales» del día, me voy a la biblioteca.

– Abajo, ¿a su despacho?

– No, Le Guern. No tengo todos los libros.

– Ah, ya -dijo Joss, sorprendido.

Decambrais, con el abrigo echado a la espalda y la cartera metida entre sus pies, anotó el «especial» de la mañana:

Y así en los desarreglos de las cualidades de las estaciones , como cuando el invierno es cálido en vez de frío; el verano fresco en vez de cálido , y así la primavera , y el otoño , porque esta gran desigualdad muestra una mala constitución , tanto de los astros como del aire (…).

Deslizó la hoja en su cartera y después esperó unos minutos para escuchar el naufragio del día. A las nueve menos cinco, se sumergió en el metro.

X

Aquel jueves Adamsberg llegó a la brigada después que Danglard, un acontecimiento lo suficientemente raro como para que su adjunto le dedicase una mirada prolongada. El comisario tenía los rasgos marchitos de quien no ha dormido más que un par de horas entre las cinco y las ocho. Volvió a salir enseguida para tomar café en el bar de aquella calle.

Camille, dedujo Danglard. Camille había vuelto anoche. Danglard encendió blandamente su ordenador. Él había dormido solo como de costumbre. Siendo tan feo, con el rostro desestructurado y el cuerpo cayéndosele hacia abajo como un cirio derretido, era casi un milagro si tocaba a una mujer una vez cada dos años. Como siempre, Danglard consiguió salir de aquella morosidad que le conducía directamente al paquete de cervezas pasando revista, como en un breve diaporama de luz, a los rostros de sus cinco hijos. La verdad es que el quinto no era suyo, con aquellos ojos azul pálido, pero su mujer le había dejado todo el lote por un precio módico cuando se fue. Había pasado ya mucho tiempo, ocho años y treinta y siete días, y la imagen de Marie, de espaldas, atravesando lentamente el pasillo con un traje sastre verde, abriendo la puerta y cerrándola de golpe, había permanecido aferrada a su cráneo durante dos largos años y seis mil quinientas cervezas. El diaporama de los niños, dos gemelos, dos gemelas y el pequeño de ojos azules, se había convertido ahora en su idea fija, su refugio, su salvación. Había pasado miles de horas rallando zanahorias cada vez más finas, lavando cada vez más blanco, preparando carteras irreprochables, planchando, limpiando los lavabos hasta la desinfección integral. Después este absolutismo se había calmado lentamente para volver a un estado, si no normal, al menos aceptable, y su consumo de cerveza había caído del millar a las cuatrocientas anuales, bien es cierto que doblado por el vino blanco en años difíciles. Quedaba su vínculo luminoso con los cinco niños y eso, se decía en algunas mañanas negras, nadie podría quitárselo. Y nadie por otro lado tenía intención de hacerlo.

Había esperado, intentado incluso, que una mujer se quedase en su casa llevando a cabo la maniobra inversa a Marie, es decir abrir la puerta, de frente, y atravesar lentamente el pasillo en traje sastre amarillo, hacia él, pero todo había sido inútil. Las estancias de las mujeres habían sido todas cortas y las relaciones volátiles. No pretendía encontrar una mujer como Camille, no, cuyo perfil era tan tenso y tierno que uno se preguntaba si había que pintarla o besarla urgentemente. No, no pedía la luna. Una mujer, sólo una mujer, incluso si se había desparramado hacia la base, como él, no le importaba.

Danglard vio pasar a Adamsberg en sentido contrario y después encerrarse en su despacho empujando la puerta sin ruido. Él tampoco era guapo pero sí que había conseguido la luna. Bueno, sí que era guapo, aunque ninguno de sus rasgos tomado aisladamente hubiese podido contribuir lógicamente a aquel resultado. Ninguna regularidad, ninguna armonía y nada imponente. El efecto de desorden era total, pero aquel desorden generaba un caos seductor, suntuoso, a veces, cuando se animaba. Danglard había encontrado siempre injusto ese golpe de suerte. Su propio rostro era una mezcla tan azarosa como el de Adamsberg, pero el balance final tenía un flaco interés. En cambio Adamsberg, sin bazas en un principio, había obtenido un trío de dieces.

Puesto que, desde la edad de dos años y medio, se había instruido mucho leyendo y meditando, Danglard no era celoso. Otra de las razones es que tenía el diaporama. Y también que, pese a un desconcierto casi crónico, le gustaba aquel tipo e incluso la pinta de aquel tipo, su gran nariz y su insólita sonrisa. Cuando le propuso que se viniese con él aquí a la brigada, no lo había dudado ni un segundo. La dejadez de Adamsberg se había convertido en algo casi necesario, como el relajante paquete de cervezas, sin duda porque compensaba la hiperactividad ansiosa y a veces rígida de su propio espíritu.

Danglard contempló la puerta cerrada. Adamsberg iba a ocuparse de los cuatros, de una manera o de otra, y trataba de no indisponer a su adjunto. Dejó su teclado y se apoyó sobre la mesa, un poco preocupado. Se preguntaba desde la noche anterior si no había tomado un camino erróneo. Porque aquel cuatro al revés, ya lo había visto en alguna otra parte. Se había acordado en su cama, al quedarse dormido, solo. Había sido hacía mucho tiempo, cuando era un joven quizás, antes de ser policía y fuera de París. Como Danglard había viajado muy poco a lo largo de su vida, podría tratar de rastrear la huella en su memoria, si acaso quedaba algo que no fuese una impresión casi borrada.

Adamsberg había cerrado su puerta para poder telefonear a una cuarentena de comisarías de París sin sentir el peso del enfado legítimo de su adjunto. Danglard había optado por un artista intervencionista pero él no era de su opinión. De ahí a investigar en todos los distritos de París, no había más que un paso, un paso inútil e ilógico que Adamsberg había preferido dar él solo. Aquella mañana todavía no estaba decidido. En el desayuno, había hojeado de nuevo su cuaderno y mirado aquel cuatro, como quien se juega el todo por el todo, excusándose con Camille. Le había preguntado incluso qué le parecía. «Es bonito», había dicho ella, pero al despertarse Camille no veía nada y no diferenciaba el calendario de Correos de una imagen devota. La prueba es que ella no tenía que haber dicho «Es bonito» sino «Es atroz». Él había respondido suavemente: «No, Camille, no es muy bonito». Fue en aquel instante, con aquella frase, con aquella negativa, cuando tomó la decisión.

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