Fred Vargas - Huye rápido, vete lejos

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Huye rápido, vete lejos: краткое содержание, описание и аннотация

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Alguien ha pintado un cuatro negro, invertido, con la base ancha, sobre cada una de las trece puertas de un edificio del distrito 18 de París. Debajo aparecen tres letras: CLT. El comisario Adamsberg las fotografía y titubea: ¿es una simple pintada o una amenaza?
En el otro extremo de la ciudad, Joss, el viejo marino bretón que se ha convertido en pregonero de noticias, está perplejo. Desde hace tres semanas, en cuanto cae la noche, una mano desliza incomprensibles misivas en su buzón. ¿Se trata de un bromista? ¿Es un loco? Su bisabuelo le murmura al oído: «Ten cuidado Joss, no sólo hay cosas bonitas en la cabeza del hombre».

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– Hubo un tipo en mi pueblo, en Nanteuil -continuó Barteneau-, que a lo largo de una semana pintó un centenar de papeleras públicas de rojo con puntos negros. Parecía como si una bandada de mariquitas gigantes se hubiese abatido sobre la ciudad, cada una colgada de un poste como si fuese una ramita gigantesca. Pues bien, un mes más tarde, el tipo consiguió un trabajo en la mayor radio local. Hoy en día es el factotum de la cultura municipal.

Adamsberg condujo silenciosamente, colándose sin ponerse nervioso entre los atascos de las seis. Llegaba lentamente a las inmediaciones de la brigada.

– Hay un detalle que no encaja -dijo deteniéndose ante un semáforo en rojo.

– Lo he visto -cortó Danglard.

– ¿Qué? -preguntó Barteneau.

– El tipo no ha pintado todas las puertas de los apartamentos -respondió Adamsberg-. Las ha pintado todas, excepto una. Y esto en los tres edificios. El emplazamiento de la puerta evitada nunca es el mismo. En el sexto izquierda del inmueble de Maryse, en el tercero derecha de la Rue Poulet, en el cuarto derecha de la Rue Caulaincourt. Esto no le pega mucho a una «intervención».

Danglard se mordisqueó los labios, de un lado y de otro.

– Es el toque de desequilibrio lo que hace que la obra sea obra y no un decorado -propuso él-. Que el artista proponga una reflexión y no un papel pintado. Es la parte que falta, el agujero de la cerradura, lo inconcluso, la introducción del azar.

– Azar falsificado -rectificó Adamsberg.

– El artista debe fabricar él mismo el azar.

– No es un artista -dijo Adamsberg en voz baja.

Aparcó delante de la brigada, metió el freno de mano.

– Muy bien -admitió Danglard-. ¿Qué es?

Adamsberg se concentró, con los brazos descansando sobre el volante y la mirada fija en lontananza.

– Si pudiese evitar responderme «No lo sé»… -sugirió Danglard.

Adamsberg sonrió.

– En estas condiciones más vale que me calle -dijo.

Adamsberg volvió a su casa con paso rápido, para estar seguro de no perderse la llegada de Camille. Se dio una ducha y se derrumbó sobre una butaca para soñar una breve media hora puesto que Camille era generalmente puntual. El único pensamiento que le asaltó fue que se sentía desnudo bajo la ropa, como le ocurría muy a menudo cuando llevaba mucho tiempo sin verla. Desnudo bajo la ropa, condición natural de cada uno. Esta suerte de constatación lógica no perturbaba a Adamsberg. El hecho persistía cuando esperaba a Camille, estaba desnudo bajo la ropa, pero eso no le ocurría en el trabajo. La diferencia era muy clara, fuese lógica o no.

IX

El jueves, entre los tres pregones, Joss hizo varios viajes para trasladar sus pertenencias, con una especie de impaciencia ansiosa, en la pequeña furgoneta prestada por Damas. Damas le echó una mano sólida en el último viaje, a la hora de descender a través de seis estrechos pisos lo más pesado del mobiliario. Se reducía a poca cosa: un baúl mundo tapizado de negro y claveteado de bronce, un biombo donde figuraba un navío con tres mástiles en el puente, una pesada butaca con tallas artesanales que el bisabuelo había realizado con sus grandes manos en una de sus breves estancias en familia.

Había pasado la noche construyendo nuevos temores. Decambrais -es decir Hervé Ducouëdic- había hablado demasiado el día anterior, cargado como estaba con seis jarras de vino tinto. Joss tuvo miedo de que se despertase lleno de pánico y que su primer reflejo fuese mandarlo al otro extremo del mundo. Pero nada así había sucedido y Decambrais había asumido dignamente la situación, con el libro en la mano y apoyado contra el marco de su casa desde las ocho y media. Si lamentaba algo, y probablemente era así, o si se estremecía por haber puesto su secreto entre las manos rugosas de un desconocido, que era además un bruto, no lo había dejado ver. Y si le pesaba la cabeza, y seguro que le pesaba tanto como a Joss, no había dejado que se notase tampoco, tenía el rostro tan concentrado como siempre cuando se leyeron los dos anuncios del día, aquellos que nombraban últimamente como «los especiales».

Joss le había entregado los dos últimos aquella noche después de su mudanza. Una vez que estuvo solo en su nueva habitación, su primer gesto fue el de quitarse los zapatos y los calcetines y campar descalzo sobre la alfombra, con las piernas separadas, los brazos colgantes, los ojos cerrados. Fue el momento que escogió Nicolas Le Guern nacido en Locmaria en 1832, para sentarse sobre la ancha cama con barrotes de madera y decirle hola. Hola, dijo Joss.

– Bien hecho, hijo mío -dijo el viejo acodándose en el edredón.

– ¿Verdad? -dijo Joss abriendo a medias los ojos.

– Estás mejor aquí que allá. Ya te dije que trabajando de pregonero se puede llegar muy alto.

– Llevas siete años diciéndomelo. ¿Para eso has venido?

– Esos mensajes -dijo lentamente el abuelo rascándose una mejilla mal afeitada-, esos «especiales» como los llamas, los que le pasas al «aristócrata», pues bien, si fuese tú, iría con pies de plomo. Es mala cosa.

– Me los pagan bien, antepasado, muy bien incluso -dijo Joss volviéndose a calzar.

El viejo se encogió de hombros.

– Si fuese tú, iría con pies de plomo.

– ¿Qué quiere decir eso?

– Quiere decir lo que quiere decir, Joss.

Ignorando la visita de Nicolas Le Guern al primer piso de su propia casa, Decambrais trabajaba en su estrecho despacho del piso bajo. Esta vez le parecía que uno de los «especiales» del día había desencadenado una iluminación, muy frágil pero quizás decisiva.

El texto del pregón de la mañana presentaba la continuación anecdótica de lo que Joss había nombrado «la historia del tipo sin pies ni cabeza». Precisamente -pensaba Decambrais-, eran extractos de un libro cogido por la mitad, sin tener en cuenta su inicio. ¿Por qué? Decambrais releía regularmente estos pasajes con la esperanza de que las frases familiares e impenetrables anunciasen al fin el nombre de su creador.

En la iglesia con mi mujer, que no había ido desde hace un mes o dos (…) Me preguntó si es gracias a la pata de liebre destinada a preservarme contra los vientos , pero no he tenido cólicos desde que la llevo.

Decambrais dejó la hoja con un suspiro y retomó la otra, la de la iluminación:

Et de eis quae significant illud, est ut videas mures et animalia quae habitant sub terra fugere ad superficiem terrae et pati sedar, id est, commoveri hinc inde sicut animalia ebria.

Había anotado una traducción rápida por encima, con un punto de interrogación en el medio: Y entre las cosas que son su signo , está que ves ratas y animales que habitan bajo la tierra escapar hacia la superficie y sufrir (?), es decir , que salen de aquel lugar como animales ebrios.

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