Fred Vargas - Huye rápido, vete lejos

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Alguien ha pintado un cuatro negro, invertido, con la base ancha, sobre cada una de las trece puertas de un edificio del distrito 18 de París. Debajo aparecen tres letras: CLT. El comisario Adamsberg las fotografía y titubea: ¿es una simple pintada o una amenaza?
En el otro extremo de la ciudad, Joss, el viejo marino bretón que se ha convertido en pregonero de noticias, está perplejo. Desde hace tres semanas, en cuanto cae la noche, una mano desliza incomprensibles misivas en su buzón. ¿Se trata de un bromista? ¿Es un loco? Su bisabuelo le murmura al oído: «Ten cuidado Joss, no sólo hay cosas bonitas en la cabeza del hombre».

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Dio vueltas por la habitación con las manos cruzadas a la espalda. El sembrador seguía pues un protocolo bastante complicado deslizando primero su sobre desgarrado bajo las puertas de sus futuras víctimas, volviendo un tiempo después, forzando esta vez la cerradura y estrangulando a su presa, con carbón de leña en el bolsillo. Trabajaba en dos tiempos. Uno las pulgas, dos el asesinato. Sin hablar del infernal ajuste de los cuatros y de los anuncios preparatorios. Adamsberg sintió crecer en él una especie de impotencia. Las pistas se mezclaban, ignoraba qué senda tendría que tomar, ese asesino ceremonioso se le antojaba extraño, incomprensible. Marcó, llevado por un impulso, el número de Camille y, una media hora después, se estiraba sobre su cama, desnudo bajo la ropa, y después desnudo sin la ropa. Camille se puso sobre él y él cerró los ojos. En sólo un minuto había olvidado que veintisiete hombres de su brigada patrullaban por las calles o sobre los teclados.

Dos horas y media más tarde, se dirigía a la Place Edgar-Quinet, reconciliado consigo mismo, envuelto y casi protegido por ese ligero arqueamiento de los muslos.

– Iba a llamarlo, comisario -dijo Decambrais viniendo hacia él desde el umbral de su casa-. Ayer no hubo pero hoy ha habido uno.

– No hemos visto a nadie depositarlo en la urna -dijo Adamsberg.

– Llegó por correo. Ha cambiado de método. Ya no corre el riesgo de venir él mismo. Lo envía por carta.

– ¿A qué dirección?

– A Joss Le Guern, aquí mismo.

– ¿Conocía el nombre del pregonero?

– Mucha gente lo conoce.

Adamsberg siguió a Decambrais a su antro y abrió el gran sobre.

El rumor corrió repentino, rápidamente confirmado, de que la peste acababa de estallar en la ciudad en dos calles al mismo tiempo. Decían que los dos (…) habían sido hallados con todos los signos más evidentes del mal.

– ¿Le Guern lo ha pregonado?

– Sí, a mediodía. Usted le dijo que continuase.

– Los textos son más explícitos ahora que el tipo ha entrado en acción. ¿Qué efecto surte sobre el público?

– Remolinos, preguntas y muchas discusiones en El Vikingo. Creo que había un periodista. Hizo una gran cantidad de preguntas a Joss y a los otros. Ignoro de dónde salió.

– De los rumores, Decambrais. Era inevitable. Con los especiales de los últimos días, con el comunicado del martes por la noche y el asesinato del día siguiente, era obligado que se atasen cabos. Tenía que ocurrir. La prensa quizás haya recibido una declaración del propio sembrador, a fin de propulsar el tornado.

– Es muy posible.

– Puesta en el correo ayer -dijo Adamsberg volviendo el sobre-, en el distrito 1.

– Dos muertes anunciadas -dijo Decambrais.

– Ya está hecho -dijo Adamsberg mirándolo-. Lo oirá esta noche en la televisión. Dos hombres tirados sobre la acera como bolsas, desnudos y tiznados de negro.

– Dos de una vez -dijo Decambrais con una voz sorda.

Su boca se había contraído, dispersando una lluvia de arrugas sobre su piel blanca.

– En su opinión, Decambrais, ¿los cuerpos de los apestados son negros?

El letrado frunció las cejas.

– No soy un especialista en el asunto, comisario, y menos de la historia de la medicina. Por eso he tardado tanto en identificar estos «especiales». Pero puedo asegurarle que los médicos de la época no mencionan jamás ese aspecto, ese color. Carbuncos, manchas, bubones, bultos, sí, pero no ese color negro. Se ancló en la imaginación colectiva más tarde, por deslizamiento semántico, ¿sabe?

– Ah.

– Carece de importancia porque el error permaneció y llamamos a la peste la Muerte negra. Y esas palabras son, sin duda alguna, capitales para el asesino, porque son términos que siembran el horror. Quiere impresionar, golpear los espíritus con ideas fuertes, sean verdaderas o sean falsas. Y la Muerte negra golpea como un cañón.

Adamsberg se instaló en El Vikingo, bastante calmado en aquel atardecer, y pidió un café al gran Bertin. Por la ventana tenía una amplia vista de toda la plaza. Danglard lo llamó un cuarto de hora más tarde.

– Estoy en El Vikingo -dijo Adamsberg.

– Cuidado con el calvados -dijo Danglard-. Es muy singular. Te deja sin ideas en un abrir y cerrar de ojos.

– Ya no tengo ideas, Danglard. Estoy perdido. Creo que me ha emborrachado, que me ha extraviado. Creo que me ha vencido.

– ¿El calvados?

– El sembrador de peste. CLT. Por cierto, Danglard, olvídese de esas iniciales.

– ¿De mi Christian Laurent Taveniot?

– Déjelo en paz -dijo Adamsberg, que había abierto su cuaderno por la página escrita por Vandoosler-. Es el electuario de los tres adverbios.

Adamsberg esperó una reacción de su adjunto que no llegó. También Danglard estaba desbordado. Su espíritu clarividente se ahogaba.

Cito , longe , tarde -leyó Adamsberg-. Lárgate a toda velocidad y por una buena temporada.

– Mierda -dijo Danglard después de un momento-. Cito , longe fugeas et tarde redeas. Tenía que haberlo pensado.

– Ya nadie piensa, ni siquiera usted. Nos abruma.

– ¿Quién le informó?

– Marc Vandoosler.

– Tengo la información que nos pidió sobre Vandoosler.

– Olvídelo también. Está fuera de sospecha.

– ¿Sabía que su tío ha sido policía y fue expulsado justo al final de su carrera?

– Sí. He comido pulpo con ese tipo.

– Ah, bueno. ¿Sabía que el sobrino, Marc, ha participado en varios casos?

– ¿Criminales?

– Sí, pero del lado de la investigación. Nada tonto el tipo.

– Lo había notado.

– Lo llamaba por las coartadas de los cuatro pestólogos. Todo en orden, cumplidores, con vidas de familia inatacables.

– No tenemos suerte.

– No. Ya no nos queda nadie.

– Y yo ya no veo nada. Ya no siento nada, amigo mío.

Danglard tenía que haberse alegrado de la agonía de las intuiciones de Adamsberg. Se sorprendió sin embargo deplorando aquel desastre y animándolo a que prosiguiese por aquella vía que él reprobaba entre todas.

– Sí -dijo firmemente-, tiene que sentir forzosamente algo, una cosa al menos.

– Sólo una cosa -convino Adamsberg lentamente tras un corto silencio-. Siempre la misma.

– Diga.

Adamsberg barrió la plaza con la mirada. Pequeños grupos comenzaban a formarse, otros salían del bar, preparándose para el pregón de Le Guern. Allá, cerca del gran plátano, se recogían las apuestas sobre la tripulación perdida o salvada en la mar.

– Sé que está ahí -dijo.

– ¿Ahí dónde?

– En esta plaza. Está ahí.

Adamsberg ya no tenía televisión y había cogido la costumbre, en caso de necesidad, de bajar a cien metros de su casa a un pub irlandés saturado de música y de olor a Guinness, donde Enid, una camarera que conocía desde hacía mucho tiempo, le dejaba mirar el pequeño aparato metido bajo la barra. Empujó pues la puerta del Negras aguas de Dublín a las ocho menos cinco y se deslizó tras el mostrador. Negras aguas, ésa era exactamente la impresión que sentía, al menos desde aquella mañana. Mientras que Enid le preparaba una enorme patata con tropezones de beicon -dónde se procuran los irlandeses esas patatas tan gigantescas, es una pregunta que uno podría hacerse si tuviese tiempo, es decir, si un sembrador de peste no le bloquease a uno toda la cabeza-, Adamsberg siguió el boletín informativo en sordina. Era más o menos tan catastrófico como se había temido.

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