Fred Vargas - Huye rápido, vete lejos

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Huye rápido, vete lejos: краткое содержание, описание и аннотация

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Alguien ha pintado un cuatro negro, invertido, con la base ancha, sobre cada una de las trece puertas de un edificio del distrito 18 de París. Debajo aparecen tres letras: CLT. El comisario Adamsberg las fotografía y titubea: ¿es una simple pintada o una amenaza?
En el otro extremo de la ciudad, Joss, el viejo marino bretón que se ha convertido en pregonero de noticias, está perplejo. Desde hace tres semanas, en cuanto cae la noche, una mano desliza incomprensibles misivas en su buzón. ¿Se trata de un bromista? ¿Es un loco? Su bisabuelo le murmura al oído: «Ten cuidado Joss, no sólo hay cosas bonitas en la cabeza del hombre».

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Esta plaga está siempre dispuesta y a las órdenes de Dios que la envía y la hace partir cuando le place.

El rumor corre , muy pronto confirmado , de que la peste acababa de estallar en la ciudad en dos calles a la vez. Decían que los dos (…) habían sido hallados con los signos más claros de la peste.

Había allí, en aquellas pocas líneas, materia para hacer vacilar a los más crédulos, alrededor de un dieciocho por ciento de la población, puesto que un dieciocho por ciento había temido el cambio de siglo. Adamsberg estaba sorprendido de la amplitud con que la prensa había decidido tratar el caso, sorprendido también por la rapidez de aquel incendio inminente, que él había temido, no obstante, desde el anuncio de la primera muerte. La peste, esa plaga superada, polvorienta, tragada por la historia, renacía bajo las plumas con una vitalidad casi intacta.

Adamsberg echó una ojeada al reloj, preparándose para dar una rueda de prensa a las nueve, por orden de la dirección general. A Adamsberg no le gustaban las órdenes ni las ruedas de prensa, pero era consciente de que la situación exigía aquélla. Calmar los espíritus, mostrar las fotos de los cuellos estrangulados, desmontar los rumores, ésas eran las consignas. El médico forense había venido como refuerzo y, a menos que hubiese un nuevo asesinato o un «especial» particularmente pavoroso, estimaba que la situación todavía era controlable. Tras la puerta, escuchó cómo engordaba el grupo de los periodistas y se hinchaba el ruido de las conversaciones.

A la misma hora, Joss daba cuenta de su estado de la mar, ante una pequeña muchedumbre claramente más nutrida, y abordaba su especial del día que había llegado por correo aquella mañana. El comisario había sido contundente: hay que seguir leyendo, no hay que cortar el único cordón que nos une con el sembrador. En medio de un silencio algo pesado, Joss anunció el número veinte:

– Pequeño tratado familiar de la peste. Conteniendo la descripción, los síntomas y efectos de ella, con el método y los remedios requeridos , tanto preventivos como curativos , puntos suspensivos. Y reconocerá que está enfermo de la dicha peste aquel que presente bultos en el ano , llamados comúnmente bubones, aquel que sufra fiebres y atontamiento, males de espíritu y toda suerte de locura y quien vea manchas que aparecen en la piel llamadas comúnmente trac o púrpura y que son la mayor parte de color azulado, lívido y negro y van, no obstante, agrandándose. Aquel que desee preservarse del ataque de la infección que tome la precaución de hacer fijar sobre su puerta el talismán de la cruz de cuatro puntas que alejará con seguridad el contagio de su casa.

En el instante mismo en que Joss concluía trabajosamente aquella larga descripción, Decambrais descolgaba su teléfono para transmitirla sin tardanza a Adamsberg.

– Estamos metidos hasta el cuello -resumió Decambrais-. El tipo ha terminado las primicias. Describe el mal como si estuviese realmente instalado en la ciudad. Pienso en un texto de principios del siglo XVII.

– Reléame el final, por favor -pidió Adamsberg-. Lentamente.

– ¿Hay gente con usted? Oigo ruido.

– Unos sesenta periodistas que se impacientan. ¿Y con usted?

– Un grupo más denso que de costumbre. Casi una pequeña muchedumbre, montones de rostros nuevos.

– Anote los antiguos. Trate de establecer una lista de habituales, tantos como recuerde, tan preciso como pueda.

– Cambia según las horas del pregón.

– Haga lo que pueda. Pida a los permanentes de la plaza que lo ayuden. El del café, el de las planchas, su hermana, la cantante, el pregonero, todos aquellos que saben.

– ¿Piensa que está aquí?

– Creo que sí. Es de ahí de donde ha salido, y ahí se queda. Cada hombre en su agujero, Decambrais. Reléame ese final.

– Aquel que desee preservarse del ataque de la infección que tome la precaución de hacer fijar sobre su puerta el talismán de la cruz de cuatro puntas que alejará con seguridad el contagio de su casa.

– Llamada a la población para que pinte por sí misma el cuatro en las puertas. Va a borrar las pistas.

– Justamente. Dije siglo XVII pero tengo la impresión de que, por primera vez y por necesidades de la causa, tenemos aquí fragmentos inventados. Engañan, pero yo los creo falsos. Algo no funciona en el estilo, al final.

– ¿Por ejemplo?

– Esa «cruz de cuatro puntas». Nunca he encontrado esa expresión. El autor quiere designar expresamente un cuatro, quiere que nadie se equivoque, pero pienso que ha forjado ese pasaje con todos sus elementos.

– Si el extracto ha sido dirigido a la prensa, al mismo tiempo que a Le Guern, corremos el riesgo de que nos desborden, Decambrais.

– Un instante, Adamsberg, escucho el naufragio.

Se hizo un silencio de dos minutos, después Decambrais reapareció al otro lado de la línea.

– ¿Y bien?

– Todos salvados -dijo Decambrais-. ¿Qué había apostado?

– Todos salvados.

– Al menos hoy hemos sacado eso en limpio.

En el momento en que Joss descendía de su caja para ir a tomar el café con Damas, Adamsberg penetraba en la gran sala y se encaramaba sobre el pequeño estrado que le había preparado Danglard, con el forense a su lado, y el proyector dispuesto a funcionar. Se enfrentó a la tropa de periodistas y a los micrófonos tendidos y dijo:

– Espero sus preguntas.

Una hora y treinta minutos más tarde, la rueda de prensa había terminado y había resultado bastante bien. Adamsberg consiguió, respondiendo suavemente y punto por punto, neutralizar las dudas que planeaban sobre los tres muertos negros. En medio de la sesión, había cruzado la mirada con Danglard y había deducido de su gesto tenso que algo acababa de descarrilar. Las filas de sus oficiales se habían aclarado discretamente. En cuanto la reunión hubo concluido, Danglard cerró la puerta del despacho detrás de ellos.

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