Fred Vargas - Huye rápido, vete lejos

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Alguien ha pintado un cuatro negro, invertido, con la base ancha, sobre cada una de las trece puertas de un edificio del distrito 18 de París. Debajo aparecen tres letras: CLT. El comisario Adamsberg las fotografía y titubea: ¿es una simple pintada o una amenaza?
En el otro extremo de la ciudad, Joss, el viejo marino bretón que se ha convertido en pregonero de noticias, está perplejo. Desde hace tres semanas, en cuanto cae la noche, una mano desliza incomprensibles misivas en su buzón. ¿Se trata de un bromista? ¿Es un loco? Su bisabuelo le murmura al oído: «Ten cuidado Joss, no sólo hay cosas bonitas en la cabeza del hombre».

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Eran las siete y media y los cuarenta y tres teléfonos de la brigada comenzaban a sonar, llamaban de todas partes. Adamsberg había hecho que desviasen su línea y no conservaba más que su móvil. Acercó la pila de los periódicos y la portada del primero no le dijo nada nuevo. Había prevenido al comisario de división Brézillon, la víspera por la noche, después de que el anuncio de la nueva «muerte negra» apareciese en el telediario de las veinte horas. Si el sembrador decidía dirigir sus buenos consejos «preservativos y curativos» a la prensa, ya no podrían proteger a las víctimas potenciales.

– ¿Y los sobres? -había respondido Brézillon-. No hemos prestado atención a ese punto.

– Puede cambiar de sobre. Por no hablar de los bromistas o de los revanchistas que los deslizarán bajo un montón de puertas.

– ¿Y las pulgas? -había sugerido el comisario de división-. ¿Que toda persona picada se ponga bajo la protección de la policía?

– No pican siempre -había respondido Adamsberg. A Clerc y a Bardou no les habían picado-. También nos arriesgamos a ver cómo desembarcan millares de personas angustiadas, atacadas simplemente por pulgas humanas, de gato o de perro, y a pasar por alto los verdaderos blancos.

– Y a desencadenar el pánico general -había añadido Brézillon apesadumbrado.

– La prensa está en ello -había dicho Adamsberg-. No podremos cortarlo.

– Córtelo -había respondido Brézillon.

Adamsberg había colgado, consciente de que su reciente nombramiento en la criminal se hallaba en equilibrio inestable, entre las manos expertas del sembrador de peste. Perder su puesto, irse a otro sitio, le traía más o menos sin cuidado. Pero perder el hilo, ahora que había vuelto a encontrar el punto de embrollo, le preocupaba sobremanera.

Extendió los periódicos y tuvo que cerrar su puerta para aislarse de las estridencias entrecruzadas de los teléfonos que sonaban uno tras otro en la gran sala, movilizando a todos los agentes de la brigada.

El Pequeño tratado del sembrador se desplegaba en portada, acompañado de fotos de la última víctima, cuadros sobre la peste negra, títulos subrayados propicios a avivar los miedos: ¿Peste negra o serial killer? ¿Asesinatos o contagios? Cuarto asesinato sospechoso en París.

Todos igual.

Menos prudentes que la víspera, algunos artículos comenzaban a quebrantar «la tesis oficial del estrangulamiento». En casi todas las ediciones se citaban las pruebas que habían sido exhibidas la víspera en la rueda de prensa, para inmediatamente ponerlas en duda y rebatirlas. Aquel color negro de los cadáveres decididamente hacía descarrilar a las plumas más prudentes y despertaba las antiguas alarmas, como si fuesen bellas durmientes tras un sueño de casi tres siglos. Aquel negro que no era más que una enorme metedura de pata. Una enorme metedura de pata que podía precipitar a la ciudad en los abismos de la locura.

Adamsberg encontró las tijeras y empezó a recortar un artículo que le preocupaba aún más que el resto. Un agente, probablemente Justin, llamó y abrió la puerta.

– Comisario -dijo como jadeante-, se multiplican las cantidades de cuatros en el perímetro de la Place Edgar-Quinet. Se extienden desde Montparnasse hasta la Avenue du Maine y suben a lo largo de todo el Boulevard Raspail. Parece que se cuentan ya entre doscientos y trescientos edificios afectados, alrededor de mil puertas. Fravre y Estalère están de reconocimiento. Estalère no quiere formar equipo con Favre, dice que le toca los cojones, ¿qué hacemos?

– Cámbiese por él. Forme equipo con Favre.

– Me toca los cojones.

– Cabo… -empezó Adamsberg.

– Teniente Voisenet -rectificó el oficial.

– Voisenet, no tenemos tiempo ahora de ocuparnos de los cojones de Favre ni de los de Estalère ni de los suyos.

– Soy consciente de ello, comisario. Veremos eso más tarde.

– Exactamente.

– ¿Seguimos patrullando?

– Es como vaciar el mar con una cuchara. La ola llega. Mire -dijo tendiéndole los periódicos-. Los consejos del sembrador son publicados en todas las portadas: haga usted mismo sus cuatros para evitar la infección.

– Lo he visto, comisario. Es una catástrofe. No podremos arreglárnoslas. Aparte de los veintinueve del principio, ya no vamos a saber a quién hay que proteger.

– Ya no quedan más que veinticinco, Voisenet. ¿Tenemos llamadas acerca de los sobres?

– Más de un centenar, sólo aquí. No conseguimos seguirlos.

Adamsberg suspiró.

– Diga a la gente que los traiga a la brigada. Y haga verificar esos malditos sobres. Quizás haya alguno auténtico entre el montón.

– ¿Seguimos con las patrullas?

– Sí. Trate de estimar la amplitud del fenómeno. Proceda por muestras.

– Al menos, no ha habido asesinato esta noche, comisario. Los veinticinco estaban todos sanos y salvos esta mañana.

– Lo sé, Voisenet.

Adamsberg terminó de recortar a toda prisa aquel artículo que, entre todos, se distinguía por su contenido tranquilo y documentado. Era el último elemento que faltaba para que ardiese la pólvora, el chorro de gasolina arrojado al fuego incipiente. Se titulaba enigmáticamente: La enfermedad n.° 9.

La enfermedad n. 0 9

La jefatura de policía , por boca del comisario de división Pierre Brézillon , nos ha asegurado que las cuatro misteriosas muertes ocurridas esta semana en París eran la obra de un asesino en serie. Las víctimas habrían encontrado la muerte por estrangulamiento y el comisario principal Jean-Baptiste Adamsberg, encargado de la investigación, ha mostrado a la prensa las fotos más convincentes de esas marcas de asfixia. Pero nadie ignora hoy en día que esas muertes son paralelamente atribuidas, por un informador anónimo, a una epidemia incipiente de peste negra, esa terrible plaga que asoló antaño el mundo.

Frente a tal alternativa, permítannos arrojar la duda sobre la impecable demostración de nuestros servicios de policía retrocediendo ochenta años en el tiempo. París ha borrado de su memoria la historia de la última peste. Sin embargo, la última epidemia que golpeó la capital no se remonta más que a 1920. La tercera pandemia de la peste salió de China en 1894, causando la muerte de doce millones de personas, y afectó a Europa occidental a través de todos sus puertos, Lisboa, Oporto, Hamburgo, Barcelona… y París, por medio de una chalana proveniente de El Havre que vació sus bodegas sobre los muelles de Levallois. Como en el resto de Europa, la enfermedad duró afortunadamente poco tiempo y se extinguió en pocos años. Afectó sin embargo a noventa y seis personas, principalmente en los barrios norte y este, de entre los traperos que vivían en barracas insalubres. El contagio se deslizó incluso intramuros, causando una veintena de víctimas en el corazón de la ciudad.

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