Fred Vargas - Huye rápido, vete lejos

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Alguien ha pintado un cuatro negro, invertido, con la base ancha, sobre cada una de las trece puertas de un edificio del distrito 18 de París. Debajo aparecen tres letras: CLT. El comisario Adamsberg las fotografía y titubea: ¿es una simple pintada o una amenaza?
En el otro extremo de la ciudad, Joss, el viejo marino bretón que se ha convertido en pregonero de noticias, está perplejo. Desde hace tres semanas, en cuanto cae la noche, una mano desliza incomprensibles misivas en su buzón. ¿Se trata de un bromista? ¿Es un loco? Su bisabuelo le murmura al oído: «Ten cuidado Joss, no sólo hay cosas bonitas en la cabeza del hombre».

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– ¿Lo ve todo negro, comisario? -preguntó Joss.

– No veo más que la nada, Le Guern, ¿se nota tanto?

– Sí. ¿Perdido en la mar?

– No sabría expresarlo mejor.

– Eso me ocurrió tres veces y dimos vueltas como desgraciados en la bruma, saliendo de una catástrofe para rozar otra. Dos veces fueron los aparatos los que se averiaron solos. Pero la tercera vez fui yo el que cometió un error de sextante, después de una noche en vela. Un golpe de fatiga y es el desastre, la metedura de pata. Algo imperdonable.

Adamsberg se volvió a enderezar y Joss vio encenderse en sus ojos de alga la misma luz que había visto brillar en su despacho la primera vez.

– Vuelva a decirme eso, Le Guern. Vuelva a decirme eso exactamente.

– ¿El tema del sextante?

– Sí.

– Bueno, pues es lo que pasa con el sextante. Cuando uno se equivoca, tremenda metedura de pata, un error imperdonable.

Adamsberg miró fijamente un punto sobre la mesa, concentrado, inmóvil, con una mano extendida como para hacer callar al pregonero. Joss no se atrevió a hablar más y observó cómo el bocadillo se doblaba entre los dedos del comisario.

– Lo sé, Le Guern -dijo Adamsberg volviendo a levantar la cabeza-. Sé cuándo dejé de comprender, cuándo cesé de verlo.

– ¿A quién?

– Al sembrador de peste. He cesado de verlo, he perdido el norte. Pero ahora sé cuándo se produjo eso.

– ¿Es importante?

– Tan importante como si usted pudiera rectificar su error de sextante y volver al punto preciso en el que se había extraviado.

– Entonces sí lo es -confirmó Joss-, es importante.

– Tengo que irme -dijo Adamsberg dejando un billete sobre la mesa.

– Cuidado con el barco pirata -previno Joss-. Uno se traspasa el cráneo.

– Soy bajo. ¿Hubo un especial esta mañana?

– Lo hubiésemos llamado. ¿Va a buscar su punto? -dijo Joss en el momento en que Adamsberg abría la puerta.

– Exactamente, capitán.

– ¿Sabe verdaderamente dónde está?

Adamsberg señaló su frente con un dedo y salió.

Era el momento de la metedura de pata. Cuando Marc Vandoosler le había hablado de la metedura de pata. Fue en aquel momento cuando perdió la razón. Adamsberg, al caminar, trataba de rememorar la frase de Vandoosler. Dejaba que las imágenes saliesen, recientes, con su sonido. Vandoosler de pie contra la puerta, con su cinturón brillante y su mano que se agitaba en el aire, delgada, cuajada de anillos, tres anillos de plata. Sí, era la historia del carbón, estaban en eso. Cuando su hombre tizna de carbón el cuerpo , se equivoca. Comete incluso una tremenda metedura de pata.

Adamsberg respiró, aliviado. Se sentó sobre el primer banco que encontró, anotó el comentario de Marc Vandoosler en su cuaderno y terminó su bocadillo. Ya no sabía hacia dónde dirigirse, pero al menos había encontrado el punto. El punto donde el sextante había enloquecido. Y sabía que, a partir de ahí, existía la oportunidad de que las brumas se levantasen. Sintió un vivo sentimiento de gratitud hacia el marino Joss Le Guern.

Volvió tranquilamente a la brigada, mientras su mirada escrutaba la primera página de los periódicos cada vez que pasaba ante un quiosco. Esta noche, mañana, si el sembrador dirigía su nuevo mensaje a la agencia France-Presse, su pernicioso Pequeño tratado de la peste, y en cuanto se supiese la muerte de la cuarta víctima, ninguna rueda de prensa podría contener el contagio del rumor. El sembrador sembraba y ganaba, ampliamente.

Esta noche, mañana.

XXIII

– ¿Eres tú?

– Soy yo, Mané. Abre -dijo el hombre con impaciencia.

Apenas hubo entrado, se echó en los brazos de la anciana y la estrechó contra él mientras giraba suavemente de un lado a otro.

– ¡Funciona, Mané, funciona! -dijo.

– Como moscas, caen como moscas.

– Se retuercen y caen, Mané. ¿Recuerdas que antaño los infectados se arrancaban las ropas, como si estuviesen locos, y corrían hasta el río para ahogarse en él? ¿O contra un muro para estrellarse?

– Ven, Arnaud -dijo la anciana arrastrándolo de la mano-. No vamos a quedarnos en la oscuridad.

Mané se ayudó con el rayo de su linterna para llegar al salón.

– Instálate, te he hecho galletas. Ya sabes que ya no se encuentra leche que dé nata, no me queda más remedio que echarle crema, no me queda más remedio. Sírvete vino.

– Antaño, había tantos infectados que la gente se desembarazaba de ellos tirándolos por las ventanas y uno se los encontraba por la calle tirados como colchones viejos. Es triste, ¿no, Mané? Padres, hermanos, hermanas.

– No son tus hermanos ni tus hermanas. Son bestias salvajes que no merecen caminar sobre la tierra. Después, sólo después, recuperarás tus fuerzas. Son ellos o tú. Y ahora eres tú.

Arnaud sonrió.

– ¿Sabes que dan vueltas y que se derrumban en unos días?

– La plaga de Dios los fulmina en su carrera. Por mucho que corran. Creo que ahora lo saben.

– Claro que lo saben, y tiemblan, Mané. Ahora les toca a ellos -dijo Arnaud vaciando su vaso.

– Dejémonos de sandeces, ¿vienes a por el material?

– Necesito mucho esta vez. Es el momento del viaje, Mané, ya sabes, me extiendo.

– El material no era ninguna mierda, ¿eh?

En el granero, la anciana se dirigió a las jaulas, en medio de chillidos y ruido de arañazos.

– Venga, venga -murmuró-. Enseguida dejaréis de gritar así. ¿Acaso no os alimenta bien Mané?

Alzó una pequeña bolsa bien cerrada que tendió a Arnaud.

– Toma -dijo-, ya me contarás las novedades.

Bajando por la escalera antes que Mané y cuidándose de proteger a la anciana, Arnaud balanceaba en el extremo de su brazo el peso de la rata muerta, impresionado. Mané era una verdadera especialista, la mejor. Sin ella, no se hubiese salido con la suya. Indudablemente era el amo -pensó haciendo girar su anillo- y lo había demostrado, pero sin ella hubiese perdido todavía otros diez años de su vida. Y necesitaba su vida ahora mismo.

Arnaud dejó la vieja casa en medio de la noche, con los bolsillos hinchados por cinco sobres donde se agitaban Nosopsyllus fasciatus con los proventrículos cargados como torpedos. Hablaba en voz baja subiendo la avenida pavimentada en la oscuridad. Proventrículo. Estilete mediano del aparato bucal. Probóscide, trompa, inyección. A Arnaud le gustaban las pulgas y no había nadie, excepto Mané, con quien comentar toda la inmensidad de su anatomía interna, grande como el cielo. Pero no las pulgas de gato, claro que no. Ésas eran unas incompetentes y él las despreciaba absolutamente, y Mané también.

XXIV

Aquel sábado, se pidió a todos los agentes de la brigada capaces de hacer horas extra que trabajasen. A excepción de tres hombres con responsabilidades familiares, el equipo de Adamsberg estaba al completo, engordado por doce oficiales de refuerzo. Adamsberg había llegado a las siete y tras escuchar, sin ilusión alguna, los resultados del laboratorio, había atacado la pila de periódicos depositada sobre la mesa. En la medida de lo posible, trataba de reemplazar la palabra «despacho» por «mesa» que, sin encantarle, le pesaba menos sobre la espalda. La palabra «despacho» no le sonaba más que a barrotes, a cuadrados, a garrotes. En «mesa» oía murmurar la arena, las curvas y las fábulas. Mesa flotaba, despacho se hundía.

En aquella mesa, apiló los últimos avances técnicos que no indicaban nada. Marianne Bardou no había sido violada, su jefe aseguró que se había cambiado en la trastienda para salir pero que no había precisado adónde iba, el jefe tenía una buena coartada, igual que los dos amantes de Marianne. Había muerto estrangulada alrededor de las diez de la noche y la habían rociado de gas lacrimógeno como a Viard y a Clerc. Búsqueda del bacilo negativa. No había ninguna picadura de pulga sobre su cuerpo, como tampoco sobre el cuerpo de François Clerc. Pero habían encontrado en ella nueve Nosopsyllus fasciatus , búsqueda del bacilo negativa. Carbón de leña empleado: manzano. Ninguna traza de ungüento, de grasa o de otra sustancia sobre ninguna de las puertas.

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