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Fred Vargas: Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas Bajo los vientos de Neptuno

Bajo los vientos de Neptuno: краткое содержание, описание и аннотация

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec. El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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Adamsberg consultó su reloj: las cinco y veinte de la madrugada. Se levantó rápidamente, se arregló la arrugada chaqueta y salió. Siete minutos más tarde, desconectaba la alarma del portal y entraba en los locales de la Brigada. El vestíbulo estaba helado, el especialista que debía acudir a las siete no había ido.

Saludó al centinela de guardia y entró sin ruido en el despacho de su adjunto, tratando de que el equipo de guardia no advirtiera su presencia. Se limitó a encender la lámpara de la mesa y buscó el periódico. Danglard no era de los que lo dejaban abandonado en la mesa y Adamsberg lo encontró guardado en el archivador. Sin tomarse el tiempo de sentarse, volvió las páginas buscando alguna señal neptuniana. Fue algo peor. En la página 7, y bajo el titular «Joven asesinada de tres cuchilladas en Schiltigheim», una mala foto mostraba un cuerpo en una camilla. Pese a la ancha trama del cliché, se distinguía el jersey azul pálido de la muchacha y, en lo alto del vientre, tres agujeros rojos alineados.

Adamsberg rodeó la mesa y se sentó en el sillón de Danglard. Tenía entre sus dedos el último fragmento del claroscuro, las tres heridas entrevistas. Aquella marca sanguinolenta vista tantas veces en el pasado, que señalaba el paso del asesino que yacía en su memoria, inerte desde hacía dieciséis años, y que aquella foto había despertado con un sobresalto, provocando la terrible alarma y el regreso del Tridente.

Ahora estaba tranquilo. Sacó la hoja del periódico, la dobló y la metió en su bolsillo interior. Todo estaba en su lugar y las ráfagas no regresarían. Tampoco el Tridente, exhumado por un simple cruce de imágenes. Y que, tras aquel breve malentendido, regresaría de nuevo a su caverna de olvido.

VI

La reunión de los ocho miembros de la misión de Quebec tuvo lugar a una temperatura de ocho grados en un ambiente huraño que languidecía por el frío. Tal vez la partida se hubiera perdido sin la capital presencia de la teniente Violette Retancourt. Sin guantes ni gorro, no mostraba el menor signo de desagrado. Al contrario de sus colegas, que, con los maxilares crispados, se expresaban con voz tensa, ella mantenía su timbre fuerte y bien templado, amplificado por el interés que sentía por la misión de Quebec. Estaba flanqueada por Voisenet, con la nariz metida en su bufanda, y el joven Estalère, que rendía a la polivalente Retancourt un verdadero culto, como a una diosa omnipotente, una corpulenta Juno mezclada con una Diana cazadora y una Shiva de doce brazos. Retancourt alentaba, demostraba, concluía. Visiblemente, hoy había convertido su energía en fuerza de convicción y Adamsberg, sonriente, la dejaba dirigir el juego. A pesar de su noche caótica, se sentía relajado y de vuelta a su estado normal. La ginebra ni siquiera le había dejado una barrena en la frente.

Danglard observaba al comisario que se balanceaba en su asiento, recuperada toda su indolencia, como si hubiera olvidado su resentimiento de la víspera e, incluso, su conversación nocturna sobre el dios del mar. Retancourt seguía hablando, contrarrestando los argumentos negativos, y Danglard sentía que estaba perdiendo rápidamente terreno, que una fuerza ineluctable le empujaba hacia las puertas de aquel boeing con los reactores atiborrados de estorninos.

Retancourt ganó la partida. A las doce y diez se votó, con siete votos contra uno, la salida hacia la GRC de Gatineau. Adamsberg levantó la sesión y fue a anunciar su decisión al prefecto. Retuvo a Danglard en el pasillo.

– No se preocupe -dijo-, sujetaré el hilo. Lo hago muy bien.

– ¿Qué hilo?

– El hilo del que cuelga el avión -explicó Adamsberg apretando el pulgar y el índice.

Adamsberg inclinó la cabeza para avalar su promesa y se alejó. Danglard se preguntó si el comisario acababa de tomarle el pelo. Pero parecía serio, como si pensara realmente que podía sujetar los hilos de los aviones, impidiendo que cayeran. Danglard se pasó la mano por el pompón, convertido desde aquella noche en un asidero apaciguador. Y, curiosamente, la idea del hilo y de Adamsberg sujetándolo le tranquilizó un poco.

En la esquina de la calle se levantaba una gran cervecería donde se vivía bien y se comía mal, mientras que enfrente se abría un pequeño café donde se vivía mal y se comía bien. Esa elección vital, bastante crucial, se presentaba prácticamente a diario a los miembros de la brigada, que vacilaban entre saciar el apetito en un lugar sombrío y mal caldeado y la comodidad de la vieja cervecería, que había conservado sus bancos de los años treinta, pero había reclutado un calamitoso cocinero. Ese día prevaleció la cuestión del caldeado sobre cualquier otra consideración y una veintena de agentes confluyó en el restaurante. Se llamaba Cervecería de los Filósofos, lo que tenía algo de incongruente puesto que unos sesenta policías desfilaban diariamente por allí, poco inclinados en conjunto al manejo de los conceptos. Adamsberg observó la dirección del flujo de sus hombres y se volvió hacia el mal caldeado tugurio, El Matorral. Apenas había comido desde hacía veinticuatro horas, puesto que había tenido que abandonar su plato irlandés ante los embates de la ráfaga.

Al terminar el plato del día, sacó la página del periódico que se arrugaba en su bolsillo interior y la desplegó sobre el mantel, atraído por aquel crimen de Schiltigheim que le había extraviado en la tormenta. La víctima, Elisabeth Wind, de veintidós años, había sido asesinada, probablemente hacia medianoche, cuando regresaba en bici desde Schiltigheim hasta su aldea, a tres kilómetros de allí, un recorrido que hacía todos los sábados por la noche. Su cuerpo había sido encontrado en la maleza, a unos diez metros de la carretera local. Las primeras conclusiones mencionaban una contusión en el cráneo y tres puñaladas en el vientre, que le habían producido la muerte. La joven no había sido violada ni desnudada. Un sospechoso había sido detenido rápidamente, Bernard Vétilleux, de treinta y ocho años, soltero y sin domicilio, descubierto a quinientos metros del lugar del crimen. Estaba totalmente borracho y dormía en la cuneta de la carretera. Los gendarmes aseguraban tener contra Vétilleux una prueba abrumadora mientras que el hombre, según decía, no guardaba recuerdo alguno de la noche del crimen.

Adamsberg leyó dos veces la noticia. Sacudió lentamente la cabeza, mirando aquel jersey claro perforado por tres agujeros. Imposible, evidentemente. Nadie mejor que él podía saberlo. Pasó la mano por el papel de periódico, vaciló, luego tomó su móvil.

– ¿Danglard?

Su adjunto le respondió desde Los Filósofos, con la boca llena.

– ¿Podría usted encontrarme al comandante de la gendarmería de Schiltigheim, en el Bajo Rin?

Danglard se sabía al dedillo los nombres de los comisarios de todas las ciudades de Francia, pero conocía peor la gendarmería.

– ¿Es tan urgente como la identificación de Neptuno?

– No del todo pero digamos que del mismo orden.

– Le llamaré dentro de un cuarto de hora. Ya puestos, no olvide darle un toque al de la calefacción.

Adamsberg terminaba su café doble -mucho menos conseguido que el de la vaca nutricia de la Brigada- cuando su adjunto volvió a llamarle.

– El comandante Thierry Trabelmann. ¿Tiene algo para apuntar el número?

Adamsberg lo anotó en el mantel de papel. Esperó a que hubieran dado las dos en el viejo reloj del Matorral para llamar a la gendarmería de Schiltigheim. El comandante Trabelmann se mostró relativamente distante. Había oído hablar del comisario Adamsberg, bien y mal, y vacilaba sobre la conducta que debía seguir.

– No tengo la intención de arrebatarle el caso, comandante Trabelmann -le aseguró de entrada Adamsberg.

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