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Fred Vargas: Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas Bajo los vientos de Neptuno

Bajo los vientos de Neptuno: краткое содержание, описание и аннотация

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec. El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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Su amigo Ferez, el psiquiatra, sin duda habría intentado identificar el mecanismo por el que se desencadenaba la irrupción. Descubrir la turbación oculta, el tormento no confesado que, como un prisionero, sacudía súbitamente los grilletes de sus cadenas. El estruendo que provocaba los sudores, las contracciones, el rugido que le hacía encorvar la espalda. He aquí lo que Ferez habría dicho, con esa preocupada gula que él le conocía ante los casos insólitos. Habría preguntado de qué estaba hablando cuando el primero de los gatos de afiladas zarpas le cayó encima. ¿De Camille tal vez? ¿O quizás de Quebec?

Hizo una pausa en la acera, hurgando en su memoria, buscando qué le estaba diciendo a Danglard cuando aquel primer sudor le había apretado el gaznate. Sí, Rembrandt.

Estaba hablando de Rembrandt, de la ausencia de claroscuro en el caso de Hernoncourt. Fue en aquel momento. Y, por lo tanto, mucho antes de cualquier discusión sobre Camille o Canadá. Sobre todo, hubiera tenido que explicar a Ferez que ninguna preocupación había logrado nunca que un gato ávido cayera sobre sus hombros. Que se trataba de un hecho nuevo, nunca visto, inédito. Que aquellos golpes se habían producido en posturas y lugares distintos, sin el menor elemento de unión. ¿Qué relación había entre la buena Enid y su adjunto Danglard, entre la mesa de Las aguas negras y el panel de los avisos? ¿Entre la multitud de aquel bar y la soledad del despacho? Ninguna. Ni siquiera un tipo tan listo como Ferez podría sacarle ningún partido a eso. Y se negaría a escuchar que un polizón había subido a bordo. Se frotó el pelo, los brazos y los muslos, reactivó su cuerpo. Luego reanudó la marcha procurando recurrir a sus fuerzas ordinarias, deambulación tranquila, observación lejana de los viandantes, con el espíritu navegando como madera en las aguas.

La cuarta ráfaga cayó sobre él casi una hora más tarde, cuando estaba subiendo por el bulevar Saint-Paul, a pocos pasos de su casa. Se dobló ante el ataque, se apoyó en el farol, petrificándose bajo el viento del peligro. Cerró los ojos, aguardó. Menos de un minuto después, levantaba lentamente el rostro, relajaba sus hombros, movía sus dedos en los bolsillos, presa de aquella angustia que el tornado dejaba en su estela, por cuarta vez. Un desasosiego que hacía afluir las lágrimas a los párpados, una pesadumbre sin nombre.

Y necesitaba aquel nombre. El nombre de aquella prueba, de aquella alarma. Pues aquel día que había comenzado tan banalmente, con su cotidiana entrada en los locales de la Criminal, le estaba dejando modificado, alterado, incapaz de reanudar la rutina de la mañana. Hombre ordinario por la mañana, trastornado al anochecer, bloqueado por un volcán que había surgido ante sus pasos, fauces de fuego abiertas a un indescifrable enigma.

Se apartó del farol y examinó el lugar, como habría hecho en la escena de un crimen del que él fuera la víctima, en busca de una señal que pudiera revelarle la identidad del asesino que le había herido por la espalda. Se separó un metro y volvió a colocarse en la posición exacta donde estaba en el momento del impacto. Su mirada recorrió la acera vacía, el cristal oscuro de la tienda de la derecha, el cartel publicitario de la izquierda. Nada más. Sólo aquel cartel podía verse con claridad en mitad de la noche, iluminado en su marco de cristal. He aquí pues la última cosa que había percibido antes de la ráfaga. Lo examinó. Era la reproducción de un cuadro de factura clásica, cruzado por un anuncio: «Los pintores pompiers del siglo XIX. Exposición temporal. Grand Palais. 18 de octubre-17 de diciembre».

El cuadro representaba a un tío musculoso de piel clara y barba negra, confortablemente instalado en el océano, rodeado de náyades y entronizado en una ancha concha. Adamsberg se concentró un momento en aquella tela, sin comprender en qué había podido contribuir a provocar el ataque, ni tampoco su conversación con Danglard, su sillón del despacho o la humosa sala de los Dublineses. Y, sin embargo, un hombre no pasa de la normalidad al caos con sólo un chasquido de dedos. Es precisa una transición, un paso. Allí como en cualquier otra parte y en el caso de Hernoncourt, le faltaba el claroscuro, el puente entre las riberas de la sombra y de la luz. Suspiró de impotencia y se mordió los labios, escrutando la noche por la que merodeaban los taxis vacíos. Levantó un brazo, subió al coche y dio al chófer la dirección de Adrien Danglard.

IV

Tuvo que llamar tres veces antes de que Danglard, atontado por el sueño, fuera a abrirle la puerta. El capitán se contrajo al ver a Adamsberg, cuyos rasgos parecían más pronunciados, la nariz más aguileña y un brillo sordo bajo los altos pómulos. Por lo tanto, el comisario no se había relajado tan rápido -como de costumbre- como se había tensado. Danglard se había pasado de la raya, lo sabía. Desde entonces, le daba vueltas a la eventualidad de un enfrentamiento, de una bronca incluso. ¿O de una sanción? ¿O de algo peor aún? Incapaz de frenar el mar de fondo de su pesimismo, había rumiado sus crecientes temores durante toda la cena, procurando no mostrar nada a los niños, ni eso ni el problema del reactor izquierdo tampoco. La mejor defensa seguía siendo contarles una nueva anécdota de la teniente Retancourt, algo que sin duda les divertía, empezando por el hecho de que aquella mujer gorda -que parecía pintada por Miguel Ángel, que, fuera cual fuese su genio, no era el más hábil para plasmar la flexible sinuosidad del cuerpo femenino- llevase el nombre de una delicada flor silvestre, Violette. Aquel día, Violette hablaba en voz baja con Hélène Froissy, que pasaba una mala racha. Violette había soltado una de sus frases golpeando con la palma de la mano la fotocopiadora, lo que provocó una inmediata puesta en marcha de la máquina, cuyo carro se había bloqueado, firmemente, hacía cinco días.

Uno de los gemelos de Danglard había preguntado qué hubiera sucedido si Retancourt hubiese golpeado la cabeza de Hélène Froissy y no la fotocopiadora. ¿Habría sido posible poner de nuevo en marcha los buenos pensamientos de la triste teniente? ¿Podía Violette hacer que funcionaran los seres y las cosas tocándolos con fuerza? Todos habían apretado, luego, el televisor estropeado para probar su propio poder -Danglard había autorizado una sola presión por niño-, pero la imagen no había regresado a la pantalla y el benjamín se había hecho daño en un dedo. Una vez acostados los niños, la inquietud le había llevado, de nuevo, a negros presagios.

Ante su superior, Danglard se rascó el torso en un gesto de ilusoria autodefensa.

– Deprisa, Danglard -susurró Adamsberg-, le necesito. El taxi espera abajo.

Serenado por esa rápida vuelta a la normalidad, el capitán se puso a toda prisa la chaqueta y el pantalón. Adamsberg no le guardaba rencor alguno por su rabia, olvidada ya, enterrada en los limbos de su indulgencia o de su habitual despreocupación. Si el comisario iba a buscarle en plena noche, es que un asesinato acababa de caerle a la brigada.

– ¿Dónde ha sido? -preguntó reuniéndose con Adamsberg.

– En Saint-Paul.

Ambos bajaban la escalera, Danglard intentando anudarse la corbata al tiempo que se ponía una gruesa bufanda.

– ¿Alguna víctima?

– Dese prisa, amigo mío, es urgente.

El taxi les dejó a la altura del cartel publicitario. Adamsberg pagó la carrera mientras Danglard, sorprendido, contemplaba la calle vacía. Ni luces giratorias ni equipo técnico, una acera desierta y los edificios dormidos. Adamsberg le tomó del brazo y tiró de él, presuroso, hacia el cartel. Allí, sin soltar a su adjunto, le señaló el cuadro.

– ¿Qué es esto, Danglard?

– ¿Cómo? -dijo Danglard, desconcertado.

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