Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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– ¿No podía haberlo dicho antes? -preguntó Danglard-. ¿Antes de que pasara a máquina todo el informe?

– Se me ha ocurrido esta noche -dijo Adamsberg cerrando bruscamente el periódico-. Mientras pensaba en Rembrandt.

Doblaba a toda prisa el diario, desconcertado por un brutal malestar que acababa de asaltarle con violencia, como un gato te salta encima sacando todas las garras. Una sensación de choque, de opresión, un sudor en la nuca a pesar del frío del despacho. Pasaría, sin duda, estaba pasando ya.

– En este caso -prosiguió Danglard recogiendo su informe-, tendremos que quedarnos aquí para ocuparnos de ello. ¿Cómo hacerlo si no?

– Mordent seguirá con el caso cuando nos hayamos marchado, lo hará muy bien. ¿Cómo va lo de Quebec?

– El prefecto espera nuestra respuesta mañana a las dos -respondió Danglard con el ceño fruncido por la inquietud.

– Muy bien. Convoque una reunión de los ocho miembros del cursillo, a las diez y media en la Sala del Capítulo. Danglard -prosiguió tras una pausa-, no está obligado a acompañarnos.

– ¿Ah, no? El prefecto ha establecido personalmente la lista de participantes. Y estoy el primero.

En aquel mismo instante, Danglard no tenía precisamente el aspecto de uno de los miembros más eminentes de la brigada. El miedo y el frío le habían arrebatado su habitual dignidad. Feo y nada favorecido por la naturaleza -según sus palabras-, Danglard apostaba por una elegancia sin tacha para compensar sus rasgos sin definición y sus hombros caídos, y para conferir un cierto encanto inglés a su largo cuerpo blando. Pero hoy, con el rostro enflaquecido, el torso embutido en una chaqueta forrada y el cráneo cubierto con un gorro de marinero, cualquier intento por parecer elegante estaba condenado al fracaso. Tanto más cuanto el gorro, que debía de pertenecer a uno de sus cinco hijos, estaba coronado por un pompón que Danglard había cortado al ras, lo mejor que había podido, pero cuya raíz roja era todavía ridículamente visible.

– Siempre podemos alegar una gripe provocada por la caldera averiada -propuso Adamsberg.

Danglard sopló en sus manos enguantadas.

– Debo ascender a comandante en menos de dos meses -murmuró- y no puedo arriesgarme a perder este ascenso. Tengo cinco mocosos a los que alimentar.

– Enséñeme ese mapa de Quebec. Enséñeme adónde vamos.

– Se lo he dicho ya -respondió Danglard desplegando un mapa-. Aquí -dijo poniendo su dedo a dos leguas de Ottawa-. Al culo del mundo, un lugar llamado Hull-Gatineau, donde la GRC ha instalado uno de los cuarteles del Banco Nacional de Datos Genéticos.

– ¿La GRC?

– Ya se lo dije -repitió Danglard-. La Gendarmería Real de Canadá. La policía montada con botas y guerrera roja, como en los viejos tiempos, cuando los iraqueses dictaban aún la ley a orillas del San Lorenzo.

– ¿Con guerrera roja? ¿Siguen yendo así?

– Sólo para los turistas. Si tan impaciente está por partir, tal vez convendría que supiera dónde va a poner los pies.

Adamsberg sonrió ampliamente y Danglard agachó la cabeza. No le gustaba que Adamsberg sonriera de esa manera cuando él había decidido refunfuñar. Pues, según decían en la Sala de los Chismes, es decir, en el habitáculo donde se amontonaban las máquinas de comida y de bebidas, la sonrisa de Adamsberg doblegaba la resistencia y licuaba los hielos árticos. Y Danglard reaccionaba de ese modo, como una muchacha, lo que, a sus más de cincuenta años, le contrariaba mucho.

– Sé de todos modos que esa GRC está a orillas del río Outaouais -observó Adamsberg-. Y que hay bandadas de aves silvestres.

Danglard bebió un trago de vino blanco y sonrió con cierta sequedad.

– Ocas marinas -precisó-. Y el Outaouais no es un río, es un afluente. Es como doce veces el Sena, pero es un afluente. Que desemboca en el San Lorenzo.

– Bueno, un afluente si quiere. Sabe usted demasiado para dar marcha atrás, Danglard. Está ya en el engranaje y partirá. Tranquilícese y dígame que no ha sido usted quien, con nocturnidad, ha acabado con la caldera, y que tampoco ha matado por el camino al técnico que debe venir y que no llega.

Danglard levantó un rostro ofendido.

– ¿Con qué objeto?

– Petrificar las energías, congelar las veleidades de aventura.

– ¿Sabotaje? No piensa usted lo que está diciendo.

– Sabotaje menor, benigno. Más vale una caldera averiada que un boeing que estalla. Porque éste es el verdadero motivo de su negativa. ¿No es cierto, capitán?

Danglard dio un brusco puñetazo en la mesa y unas gotas de vino cayeron sobre los informes. Adamsberg dio un respingo. Danglard podía mascullar, gruñir o poner mala cara en silencio, modos mesurados todos ellos de expresar su desaprobación si venía al caso, pero era ante todo un hombre educado, cortés, y de una bondad tan vasta como discreta. Salvo en un solo tema, y Adamsberg se puso rígido.

– ¿Mi «verdadero motivo»? -dijo secamente Danglard, con el puño cerrado aún en la mesa-. ¿Qué coño puede importarle a usted mi «verdadero motivo»? Yo no dirijo esta brigada y no he sido yo quien ha decidido hacernos embarcar para ir a hacer el idiota en la nieve. Mierda.

Adamsberg agachó la cabeza. Era la primera vez, en años, que Danglard le decía mierda a la cara. Y eso no le afectó, dada su capacidad de indolencia y de placidez poco usuales, que algunos llamaban indiferencia y desprendimiento, y que destrozaba los nervios de quienes intentaban evitar un enfrentamiento con él.

– Le recuerdo, Danglard, que se trata de una proposición excepcional de colaboración y de uno de los sistemas más efectivos que existe. Los canadienses nos llevan ventaja en este terreno. Negándonos pareceríamos cretinos.

– ¡Tonterías! No me diga que es su ética profesional la que le impulsa a hacernos trotar por el hielo.

– Eso es, sí.

Danglard vació su vaso de un solo trago y miró el rostro de Adamsberg, adelantando el mentón.

– ¿Algo más, Danglard? -preguntó suavemente Adamsberg.

– Su motivo -gruñó-. Su verdadero motivo. ¿Y si hablara de ello en vez de acusarme de sabotaje? ¿Y si me hablara de su propio sabotaje?

«Bueno», pensó Adamsberg. «Ya estamos.»

Danglard se levantó de pronto, abrió su cajón, sacó la botella de vino blanco y llenó generosamente su vaso. Luego dio una vuelta por la estancia. Adamsberg se cruzó de brazos, esperando el chaparrón. De nada servía argumentar en ese estadio de cólera y vino. Una cólera que estalló por fin, con un año de retraso.

– Vamos a ello, Danglard, si lo desea.

– Camille. Camille está en Montreal y usted lo sabe. Por eso y sólo por eso nos amontona usted en ese jodido boeing de mierda.

– Ya estamos.

– Eso es.

– Y eso no es cosa suya, capitán.

– ¿No? -gritó Danglard-. Hace un año, Camille se esfumó, salió de su vida en uno de esos diabólicos barrenazos cuyo secreto posee. ¿Y quién deseaba volver a verla? ¿Quién? ¿Usted o yo?

– Yo.

– ¿Y quién le siguió la pista? ¿Quién la encontró, la localizó? ¿Quién le proporcionó su dirección en Lisboa? ¿Usted o yo?

Adamsberg se levantó y fue a cerrar la puerta del despacho. Danglard siempre había venerado a Camille, a la que ayudaba y protegía como a una obra de arte. No había nada que hacer. Y ese fervor protector concordaba muy mal con la tumultuosa vida de Adamsberg.

– Usted -respondió con tranquilidad.

– Exacto. De modo que es cosa mía.

– Más bajo, Danglard. Le escucho y es inútil que grite.

Esta vez, el particular timbre de voz de Adamsberg pareció hacer efecto. Como un producto activo, las inflexiones de la voz del comisario envolvían al adversario, provocando una relajación o una sensación de serenidad, de placer o de anestesia completa. El teniente Voisenet, que tenía estudios de química, había hablado a menudo de este enigma en la Sala de los Chismes, pero nadie había podido identificar qué lenitivo había sido introducido, a fin de cuentas, en la voz de Adamsberg. ¿Tomillo? Jalea real? ¿Cera? ¿Una mezcla? Danglard se calmó un poco.

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