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Fred Vargas: Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas Bajo los vientos de Neptuno

Bajo los vientos de Neptuno: краткое содержание, описание и аннотация

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec. El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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– El cuadro, carajo. Le pregunto de qué se trata. Qué representa.

– Pero ¿y la víctima? -dijo Danglard volviendo la cabeza-. ¿Dónde está la víctima?

– Aquí -dijo Adamsberg señalando su torso-. Respóndame. ¿Qué es esto?

Danglard agitó la cabeza, entre desconcertado y escandalizado. Luego, el absurdo onírico de la situación le pareció de pronto tan agradable que un puro sentimiento de alegría barrió su cólera. Se sintió lleno de gratitud hacia Adamsberg, que no sólo no había tomado en cuenta sus insultos sino que le ofrecía esta noche, de una forma completamente involuntaria, un instante de excepcional extravagancia. Y sólo Adamsberg era capaz de descoyuntar la vida ordinaria para extraer de ella estos despropósitos, estos cortos fulgores de descabellada belleza. ¿Qué le importaba, pues, que le arrancara del sueño para arrastrarle con un frío cortante ante Neptuno, pasada la medianoche?

– ¿Quién es ese tipo? -repetía Adamsberg sin soltarle el brazo.

– Neptuno saliendo de las olas -respondió Danglard sonriendo.

– ¿Está usted seguro?

– Neptuno o Poseidón, como prefiera.

– ¿Es el dios del mar o el de los infiernos?

– Son hermanos -explicó Danglard, contento de estar dando un curso de mitología en plena noche-. Tres hermanos: Hades, Zeus y Poseidón. Poseidón reina sobre el mar, sobre sus azures y sus tormentas, pero también sobre sus profundidades y sus amenazas abisales.

Adamsberg había soltado ahora su brazo y, con las manos a la espalda, le escuchaba.

– Aquí -prosiguió Danglard paseando su dedo por el cartel- podemos verlo rodeado de su corte y de sus demonios. He aquí los beneficios de Neptuno, he aquí su poder para castigar, representado por su tridente y la serpiente maléfica que arrastra hacia los abismos. La representación es académica, la factura blanda y sentimental. No puedo identificar al pintor. Algún desconocido oficiante para los salones burgueses y probablemente…

– Neptuno -interrumpió Adamsberg en tono pensativo-. Bien, Danglard, infinitas gracias. Regrese ahora, vuelva a dormirse, y perdón por haberle despertado.

Antes de que Danglard hubiera podido pedir explicaciones, Adamsberg había parado un taxi y había metido en él a su adjunto. Por el cristal, vio al comisario alejándose con paso lento, una delgada silueta negra y encorvada, bamboleándose levemente en la noche. Sonrió, se frotó maquinalmente la cabeza y encontró el pompón cortado de su gorro. Presa de la inquietud, bruscamente, tocó por tres veces el embrión de aquel pompón para que le diera suerte.

V

Una vez en casa, Adamsberg recorrió su heterogénea biblioteca en busca de un libro cualquiera que pudiese hablarle de Neptuno Poseidón. Sólo encontró un viejo manual de Historia donde, en la página sesenta y siete, el dios del mar se le apareció en todo su esplendor, llevando en la mano su arma divina. Lo examinó un momento, leyó el pequeño comentario al pie del bajorrelieve, luego, con el libro en la mano aún, se tiró en la cama vestido, empapado de fatiga y pesadumbre.

El aullido de un gato que se peleaba en los tejados le despertó hacia las cuatro de la madrugada. Abrió los ojos en la oscuridad, miró el marco más claro de la ventana, ante su cama. La chaqueta colgada de la manija formaba una ancha silueta inmóvil, la de un intruso que se hubiera colado en su habitación y le observara dormir. El polizón que se le había metido dentro y no se iba. Adamsberg cerró brevemente los ojos y los abrió de nuevo. Neptuno y su tridente.

Esta vez, sus brazos comenzaron a temblar, su corazón se aceleró. Nada que ver con los cuatro tornados que había sufrido, sólo estupefacción y terror.

Bebió un largo trago del grifo de la cocina y se roció el rostro y el pelo con agua fría. Luego abrió todos los armarios en busca de algún licor, una bebida fuerte, picante, con especias, no importaba. Seguro que había algo así en alguna parte, un resto abandonado al menos, cierta noche, por Danglard. Encontró por fin una botella de terracota que no le resultaba familiar, cuyo tapón sacó rápidamente. Pegó su nariz al gollete, examinó la etiqueta. Ginebra, 44°. Sus manos hacían temblar la gruesa botella. Llenó un vaso y lo vació de golpe. Dos veces seguidas. Adamsberg sintió que su cuerpo se desmembraba y fue a derrumbarse en un viejo sillón, dejando sólo encendida una lamparilla.

Ahora que el alcohol había entumecido sus músculos, podía reflexionar, comenzar, intentarlo. Intentar mirar al monstruo que la evocación de Neptuno había hecho emerger, por fin, de sus propias cavernas. El polizón, el terrible intruso. El asesino invencible y altivo al que llamaba el Tridente. El inasible criminal que había hecho que su vida se tambaleara, treinta años antes. Durante catorce años le había perseguido, acosado, esperando atraparlo cada vez y perdiendo, sin cesar, su móvil presa. Corriendo, cayendo, echando de nuevo a correr.

Y cayendo había perdido las esperanzas y, sobre todo, había perdido a su hermano. El Tridente había escapado, siempre. Un titán, un diablo, un Poseidón infernal. Que levantaba su arma de tres puntas y mataba de un solo golpe en el vientre. Dejando tras de sí a sus víctimas empaladas, marcadas con tres trazos rojos alineados.

Adamsberg se incorporó en su sillón. Las tres chinchetas rojas alineadas en la pared de su despacho, los tres agujeros sanguinolentos. El largo tenedor de tres púas que manejaba Enid, el reflejo de las puntas del Tridente. Y Neptuno, levantando su cetro. Las imágenes que tanto daño le habían hecho, provocando los tornados, haciendo que afluyera la pesadumbre, liberando como un chorro de lodo su renacida angustia.

Debería haberlo sabido, pensaba ahora. Relacionado la violencia de esos golpes con la magnitud dolorosa de su larga historia con el Tridente. Puesto que nadie le había causado más dolor y espanto, angustia y rabia que aquel hombre. Fue necesario, dieciséis años atrás, rellenar, emparedar y, luego, olvidar la abertura que el asesino había excavado en su vida. Y ahora se abría, brutalmente, ante sus pasos, sin razón.

Adamsberg se levantó y recorrió la estancia, con los brazos cruzados sobre el vientre. Por un lado, se sentía liberado y casi descansado al haber identificado el ojo del ciclón. Los tornados no regresarían. Pero la brutal reaparición del Tridente le asustaba. Aquel lunes 6 de octubre reaparecía como un espectro, atravesando súbitamente las murallas. Inquietante despertar, inexplicable retorno. Guardó la botella de ginebra y lavó cuidadosamente su vaso. Debía entender por qué ese viejo fantasma había regresado. Entre su apacible llegada a la Brigada y la aparición del Tridente le faltaba, de nuevo, un vínculo.

Se sentó en el suelo con la espalda contra el radiador, apretándose las rodillas con las manos, pensando en el tío abuelo así aovillado en un hueco de la roca. Tenía que concentrarse, fijar la mirada en un punto, zambullir sus ojos en lo más profundo sin soltar la presa. Regresar a la primera aparición del Tridente, a la ráfaga inicial. Cuando hablaba de Rembrandt pues, cuando explicaba a Danglard el fallo en el caso de Hernoncourt. Repasó en su memoria la escena. Memorizar las palabras le exigía un laborioso esfuerzo, porque las imágenes se incrustaban fácilmente en él, como guijarros en la tierra blanda. Volvió a verse sentado en la esquina de la mesa de Danglard, volvió a ver el rostro descontento de su adjunto bajo un gorro con pompón segado, el vaso de vino blanco, la luz que venía de la izquierda. Y él, hablando del claroscuro. ¿Con qué actitud? ¿Con los brazos cruzados? ¿Sobre las rodillas? ¿Con la mano en la mesa? ¿En el bolsillo? ¿Qué hacía con sus manos?

Tenía un periódico. Lo había tomado de la mesa, donde lo había desplegado y hojeado sin verlo durante la conversación. ¿Sin verlo? ¿O, por el contrario, mirándolo? ¿Con tanta fuerza que el mar de fondo había brotado de su memoria?

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