– Usted no sabe tampoco que, cuando recibí el golpe, eran las once de la noche, no más tarde. Me encontraba casi a la mitad del recorrido, probablemente no muy lejos de la obra. Donde están replantando los pequeños arces.
– De acuerdo -dijo Danglard, que nunca había deseado meterse por aquel camino silvestre y que ensuciaba.
– Cuando desperté, había llegado a la salida. Me arrastré hasta el edificio, le dije al guarda que había habido una pelea entre los puercos y una pandilla.
– ¿Qué le molesta? ¿La purga?
Adamsberg movió lentamente la cabeza.
– Lo que usted no sabe es que entre la rama y mi despertar transcurrieron dos horas y media. Lo supe por el guarda. Dos horas y media para un camino que, en tiempo normal, yo habría recorrido en media hora.
– Bien -resumió Danglard, con la misma voz neutra-. Digamos, por lo menos, que fue un recorrido difícil.
Adamsberg se inclinó levemente hacia él.
– Del que no guardo el menor recuerdo -martilleó-. Nada. Ni una imagen, ni un ruido. Dos horas y media en el sendero sin que yo sepa nada de nada. Un blanco absoluto. Y estábamos a doce grados bajo cero. No permanecí sin sentido dos horas. Me habría congelado.
– El golpe -propuso Danglard-, la rama.
– No hay traumatismo craneal. Ginette lo comprobó.
– ¿El alcohol? -sugirió tranquilamente el capitán.
– Evidentemente. Por eso le consulto.
Danglard se irguió, sintiéndose en su terreno, y aliviado por evitar el combate.
– ¿Qué había bebido usted? ¿Lo recuerda?
– Lo recuerdo todo hasta la rama. Tres whiskies, cuatro copas de vino y un buen trago de coñac.
– Buena mezcla y generosas dosis, pero he visto cosas peores. Sin embargo, su cuerpo no está acostumbrado y hay que tenerlo en cuenta. ¿Cuáles eran sus síntomas, por la noche y al día siguiente?
– Como si no tuviera piernas. A partir de la rama, también. Casco de acero, vómitos, vientre slac, la cabeza dando vueltas, vértigos de toda clase.
El capitán hizo una pequeña mueca.
– ¿Qué es lo que le mosquea, Danglard?
– Hay que tener en cuenta el hematoma. Nunca había estado, a la vez, borracho y sin sentido. Pero, con el golpe en la frente y el desvanecimiento que debió de seguirle, la amnesia alcohólica es muy probable. Nada nos dice que no caminara usted, arriba y abajo por aquel sendero, durante dos horas.
– Y media -completó Adamsberg-. Está claro que caminé. Sin embargo, cuando desperté estaba de nuevo en el suelo.
– Caminar, caer, deambular. Hemos recogido muchos tipos como una cuba que, de pronto, se derrumbaban entre nuestros brazos.
– Lo sé, Danglard. Y, sin embargo, esta historia me confunde.
– Es comprensible. Ni siquiera a mí, y sabe dios que estaba acostumbrado, me resultaron nunca agradables esas horas que faltan. Siempre preguntaba a los que habían estado bebiendo conmigo para saber lo que había dicho y hecho. Pero cuando estaba solo, como usted aquella noche, sin nadie que pudiera informarme, el disgusto por aquella pérdida duraba entonces mucho tiempo.
– ¿Es cierto?
– Es cierto. La impresión de haber perdido algunos peldaños de tu vida. Te sientes atrapado, desposeído.
– Gracias, Danglard, gracias por echarme una mano.
Los montones de expedientes disminuían poco a poco. Consagrándoles el fin de semana, Adamsberg esperaba estar listo el lunes para retomar terreno y tridente. El incidente del sendero había despertado en él una necesidad irracional, la de deshacerse urgentemente de su antiguo enemigo, que acababa siempre arrojando su sombra sobre el menor de sus actos, sobre los zarpazos de un oso, sobre un lago inofensivo, sobre un pez, sobre una banal borrachera. El Tridente metía sus puntas por todas las fisuras del casco.
Se incorporó de pronto y volvió a entrar en el despacho de su adjunto.
– Danglard, ¿y si yo no hubiera empinado el codo como un bruto para olvidar al juez o al nuevo padre? -dijo omitiendo a propósito a Noëlla de la lista de sus tormentos-. ¿Y si todo hubiera surgido desde que el Tridente emergió de la tumba? ¿Y si hubiera empinado el codo para vivir lo que vivió mi hermano, la bebida, el camino del bosque, la amnesia? ¿Por mimetismo? ¿Para encontrar un camino y reunirme con él?
Adamsberg hablaba con voz entrecortada.
– ¿Por qué no? -respondió Danglard, evasivo-. Un deseo de fundirse con él, el encuentro, una necesidad de seguir sus pasos. Pero eso en nada cambia los acontecimientos de aquella noche. Colóquelo en el cajón «trompa y vómitos» y olvídelo.
– No, Danglard, creo que esto lo cambia todo. El río ha roto su dique y la embarcación hace aguas. Tengo que seguir la corriente, empezar por ahí, dominarla antes de que me arrastre. Y luego colmar, achicar.
Adamsberg permaneció dos largos minutos de pie, reflexionando silenciosamente ante la preocupada mirada de Danglard. Luego se marchó arrastrando los pies hasta su despacho. A falta de Fulgence en persona, ya sabía por dónde comenzar.
Una llamada de Brézillon despertó a Adamsberg a la una de la madrugada.
– Comisario, ¿es corriente entre los quebequeses no preocuparse de la diferencia horaria cuando nos llaman?
– ¿Qué ocurre? ¿Favre? -preguntó Adamsberg, que despertaba tan rápidamente como se dormía, como si, en él, el límite entre el sueño y lo real no estuviera muy marcado.
– ¡No se trata de Favre! -gritó Brézillon-. Ocurre que mañana tomará usted el avión de las dieciséis cincuenta. ¡De modo que haga la maleta y en marcha!
– ¿El avión hacia dónde, señor jefe de división? -preguntó Adamsberg con calma.
– ¿Hacia dónde quiere usted que sea? Hacia Montreal, ¡hostia! Acabo de hablar por teléfono con el superintendente Légalité.
– Laliberté -rectificó Adamsberg.
– Me importa un bledo. Tienen allí un crimen entre manos y le necesitan. Punto final, y no tenemos elección.
– Lo siento, no lo comprendo. No nos ocupamos de los homicidios de la GRC, sino de las huellas genéticas. No es la primera vez en la vida que Laliberté tiene un crimen entre manos.
– Pero es la primera vez que le necesita a usted, cojones.
– ¿Desde cuándo la Brigada de París se encarga de los asesinatos quebequeses?
– Desde que han recibido una carta, anónima, claro está, indicándoles que era usted el hombre adecuado. Su víctima es francesa y está vinculada a no sé qué caso que, al parecer, instruyó usted en el territorio nacional. En resumen, hay vínculo y reclaman su competencia.
– Pero, carajo -se enojó a su vez Adamsberg-, que me envíen su informe y les proporcionaré los datos desde París. No voy a pasarme la vida yendo y viniendo.
– Se lo he dicho ya a Légalité, puede figurárselo. Pero ni por ésas, necesitan sus ojos. Y no suelta prenda. Quiere que vea usted a la víctima.
– Ni hablar. Hay un montón de curro por aquí. Que el superintendente me envíe su expediente.
– Escúcheme bien, Adamsberg, le repito que no tenemos elección, ni usted ni yo. El Ministerio tuvo que insistir mucho para que ellos cooperasen en lo del sistema ADN. Al principio no estaban por la labor. Estamos en deuda. Es decir, atrapados. ¿Comprende? Obedeceremos pues, cortésmente, y despegará usted mañana. Pero se lo he avisado a Légalité, no irá solo. Llévese a Retancourt como acompañante.
– No hace falta, soy capaz de viajar sin guía.
– Ya lo imagino. Va usted acompañado, eso es todo.
– ¿Es decir, escoltado?
– ¿Por qué no? Me han dicho que persigue usted a un muerto, comisario.
– Decididamente -comentó Adamsberg bajando la voz.
– Eso es. Tengo un buen amigo en Estrasburgo que se encarga de informarme de sus correrías. Le recomendé que desapareciese, ¿lo recuerda?
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