Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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– ¿Soltar el agua?

– Orinar -explicó Ginette.

Adamsberg asintió pasivamente.

Discreta esta vez, le dejó algunos periódicos que había traído para distraerle, en un momento dado, si se sentía capaz de leer, y provisiones para la tarde. Unos colegas de lo más previsores, ciertamente, habría que indicarlo en el informe.

Dejó los periódicos en la mesa y volvió a acostarse empilchado. Durmió, soñó, contempló el ventilador del techo, levantándose cada cuatro horas para tragar los medicamentos de Ginette; beber, soltar el agua y tenderse enseguida. Se sintió mejor hacia las ocho de la tarde. El dolor de cabeza se escurría por la almohada y sus piernas recuperaban consistencia.

Laliberté le llamó entonces para tener noticias y se levantó casi con normalidad.

– ¿No estás peor? -preguntó el superintendente.

– Mucho mejor, Aurèle.

– ¿Has soltado la cogorza? ¿La resaca?

– Del todo.

– Me alegro. No te des demasiada prisa, mañana os llevaremos al aeropuerto. ¿Quieres que vengan a ayudarte con las maletas?

– Irá bien. Casi estoy recuperado.

– Pasa buena noche entonces, y recupera el aplomo.

Adamsberg se obligó a tragar parte de la cena que Ginette le había dejado; luego decidió ir hasta su río, para verlo por última vez. El termómetro marcaba menos diez grados.

El guarda le detuvo en la puerta.

– ¿Va todo mejor? -preguntó-. Ayer por la noche estaba usted en muy mal estado. Cuadrilla de mierda. ¿Los agarró, al menos?

– Sí, a toda la banda. Siento haberle despertado.

– No es nada, no dormía. Eran casi las dos de la madrugada. Actualmente, tengo insomnio.

– ¿Casi las dos de la madrugada? -dijo Adamsberg regresando sobre sus pasos-. ¿Tan tarde?

– Las dos menos diez, exactamente. Y yo no dormía, es asqueroso.

Preocupado, Adamsberg se hundió los puños en los bolsillos, bajó hacia el Outaouais y tomó de inmediato a la derecha. Nada de sentarse con ese frío y nada de encontrarse con aquella furia de Noëlla.

Las dos menos diez de la madrugada. El comisario iba y venía por la corta playa que flanqueaba la ribera. El boss de las ocas marinas se empeñaba aún, alineando sus tropas para pasar la noche, llamando al orden a los fugados y los extraviados. Escuchaba el imperioso graznido a sus espaldas. He aquí un tipo que no se andaba por las ramas y que, ciertamente, no se agarraría una borrachera el domingo por la noche en un café de la calle Laval. Podía estar seguro de eso. Adamsberg detestó más aún, por ello, al impecable boss. Un ganso que debía de comprobar el orden de sus plumas cada mañana y atarse los cordones. Se levantó el cuello de la chaqueta. Deja en paz a ese tipo y reflexiona, devánate los sesos, como había dicho Clémentine, no debe de ser difícil la comprensión. Tenía que seguir los consejos de Sanscartier y de Clémentine. De momento, ésos eran sus únicos ángeles custodios: una anciana insólita y un sargento inocente. A cada cual sus ángeles. Piénsalo.

Las dos menos diez de la madrugada. Antes de la rama, lo recordaba todo. Había preguntado la hora al barman. Las diez y cuarto, hora de que vayas a acostarte, man. Por vacilante que fuera, no debía de haber tardado más de cuarenta minutos en llegar a la rama. Pongamos tres cuartos de hora con las eses. No más, pues sus piernas le soportaban entonces sin problema alguno. Había chocado, pues, con la rama hacia las once. Y luego aquel despertar, fuera ya del camino, y veinte minutos como máximo para llegar al inmueble. Lo que significaba que había recuperado el conocimiento a la una y media de la madrugada. Es decir, que habían transcurrido dos horas y media entre la rama y su nauseabundo despertar en el lindero del camino. Carajo, dos horas y media para un tramo que recorría, normalmente, en media hora.

¿Qué coño había podido hacer durante dos horas y media? Ni el menor recuerdo. ¿Todo aquel tiempo sin sentido? ¿A menos doce grados? Se habría helado allí. Había tenido que caminar, se había movido. A menos que no hubiera dejado de caer durante todo el camino, en una progresión discontinua, interrumpida por desvanecimientos.

El alcohol, las mezclas. Había conocido tipos que se pasaban toda una noche berreando sin recordar, luego, nada en absoluto. Tipos en la celda de recuperación que preguntaban por sus andanzas de la víspera, tras haber zurrado a su mujer y tirado el perro por la ventana. Unas lagunas en la memoria de dos o tres horas antes del sueño que te fulmina. Actos, palabras, profusión de gestos que no se habían grabado en su memoria degollada por el alcohol. Como si aquella impregnación impidiera cualquier huella del recuerdo, como la tinta del bolígrafo babea por un papel empapado.

¿Qué había tragado? Tres whiskies, cuatro copas de vino, coñac. Y si el barman, un especialista sin duda, había considerado necesario darle puerta, debía de tener excelentes razones para hacerlo. Los barmans son tipos que evalúan el grado de alcohol con la misma seguridad que los detectores de la GRC. El camarero había visto que su cliente cruzaba la línea roja, y ni siquiera por algunas piastras más le habría servido una sola copa. Son gente así, con su apariencia de comerciantes, son químicos, vigilantes filantrópicos, salvadores en plena mar. Por lo demás, le había encasquetado el gorro en la cabeza, lo recordaba muy bien.

Eso era todo lo que podía decir, concluyó Adamsberg poniéndose en camino hacia el estudio. Una trompa monumental y un golpe en la frente. Borracho y sin sentido. Había tardado dos horas y media en recorrer aquel jodido sendero, avanzando y derrumbándose. Tan ebrio que su empapada memoria se había negado a tomar nota de nada. Había entrado en un bar buscando el famoso olvido agazapado en el fondo de las copas. Pues bien, había logrado su objetivo y lo había superado con creces.

Al regresar, se sentía lo bastante bien para hacer sus maletas y dejar como una patena el estudio blanco. Un espacio limpio, eso es lo que hubiera deseado encontrar en París. Se sentía saturado de aquellas turbulencias en las nubes, de aquellos oscuros cúmulos que chocaban unos con otros como sapos hinchados, sin olvidar el rayo, por supuesto. Era preciso disociar, cortar las nubes en pedacitos, depositar cada una de las briznas en un alvéolo, en una plaqueta de tratamiento, en lugar de llevárselo todo amontonado en un gran saco, intransportable. Se enfrentaría a los escollos como le habían enseñado aquí, dando paladas a las nubes, muestra tras muestra y por orden de longitud. Si era capaz de hacerlo. Pensó en el próximo escollo que se anunciaba: la presencia de Noëlla, al día siguiente, en el aeropuerto, preparada para el vuelo de las veinte y diez.

XXVIII

Liberado de su dolor de cabeza por la mañana, Adamsberg llegó puntual a la GRC, estacionando su coche bajo el mismo arce, saludando a la ardilla, encontrando un purgante consuelo en aquel reencuentro con su corta rutina quebequesa. Todos los colegas le preguntaron cómo estaba pero sin hacer la menor alusión a su borrachera. Calidez y discreción. Ginette le felicitó por la reducción del chichón en la frente y volvió a aplicarle su viscosa pomada. Tanta discreción, se extrañó, que Laliberté no había considerado necesario poner al corriente a la brigada francesa del episodio de La Esclusa. El superintendente se había limitado a la versión sobria, la del accidente nocturno con la rama baja. Adamsberg apreció la elegancia de la omisión, con lo tentador que resulta regodearse con una buena historia de botella. Danglard hubiera sacado ventaja de su excursión alcohólica y Noël habría cedido a unos cuantos chistes pesados. Y, puesto que todo chiste acarrea otro, si el incidente hubiera llegado hasta el entorno de Brézillon, él habría sufrido sus efectos en el asunto Favre. Sólo Ginette había sido informada para procurarle sus cuidados, y había permanecido muda también. Aquí, el pudor y la contención debían de reducir la Sala de los Chismes al tamaño de un medallón, mientras que, en París, tendía a desbordar los muros y correr por las aceras hasta la Cervecería de los Filósofos.

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