Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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– ¿Cómo? -insistió Adamsberg.

– I-rri-tán-do-le -declaró Mordent.

El comandante hablaba siempre de un modo muy pausado, separando exageradamente las sílabas, haciendo más hincapié aún, a veces, en una de ellas, como un dedo eternizándose en una tecla de piano. Un ritmo de elocución entrecortado y lento, que perturbaba la impaciencia de muchos pero que convenía al comisario.

– ¿Más concretamente?

– En las historias, una familia se instala en una casa encantada. Hasta entonces, el fantasma del lugar se mantiene tranquilo y no jode a na-die.

Estaba claro que no sólo a Trabelmann le gustaban los cuentos. A Mordent también. A todo el mundo quizás, incluso a Brézillon.

– ¿Y luego? -preguntó Adamsberg, que se sirvió un segundo solo, a causa de la diferencia horaria, y volvió a encaramarse a su percha.

– Luego, los recién llegados i-rri-tan al fantasma. ¿Por qué? Porque tras-la-dan, limpian los armarios, sacan los viejos baúles, vacían el desván, le expulsan de su lugar. En resumen, le echan de sus escondrijos. Sí, le roban su secreto más ín-ti-mo.

– ¿Qué secreto?

– Bueno, siempre el mismo: su falta o-ri-gi-nal, su primer crimen. Pues si no hubiera una falta gravísima, el tipo no estaría condenado a recorrer la choza durante tres siglos. Emparedamiento de la esposa, fratricidio, ¿qué sé yo? La clase de asunto que produce fantasmas, vamos.

– Es cierto, Mordent.

– Luego, acorralado, privado de su refugio, el fantasma se enfada. Y ahí comienza todo. Se muestra, se venga, en fin, se vuelve alguien. A partir de entonces, puede empezar el combate.

– Por el modo en que habla de ello, lo cree. ¿Conoce alguno?

Mordent sonrió y se pasó la mano por la calva.

– Es usted el que habla de fantasmas. Yo sólo le cuento una historia. Es divertida. E interesante, además. En el fondo de los cuentos hay siempre algo muy pesado. Limo, un limo eterno.

El lago Pink cruzó por el pensamiento de Adamsberg.

– ¿Qué limo? -preguntó.

– Una verdad tan cruda que sólo se osa decirla disfrazándola de cuento. Todo está detrás de castillos con ropas del color del tiempo, espectros y asnos que cagan oro.

Mordent se divertía y lanzó su vaso a la basura.

– Todo estriba en no equivocarse al descifrar, y en apuntar bien.

– Irritarle, cerrar sus escondrijos, expulsar el pecado original.

– Es más fácil decirlo que hacerlo. ¿Ha leído usted mi informe sobre el cursillo quebequés?

– Leído y firmado. Se podría decir que estuvo usted allí. ¿Sabe quién hace guardia en la puerta de los cops quebequeses?

– Sí. Una ardilla.

– ¿Quién se lo ha dicho?

– Estalère. Es lo que más le ha deslumbrado. ¿Lo hacía de buen grado o por la fuerza?

– ¿Estalère?

– No, la ardilla.

– De buen grado, por vocación. También se encaprichó de una rubia y su trabajo se vio así perturbado.

– ¿Estalère?

– No, la ardilla.

Adamsberg volvió a su mesa, con la imaginación ocupada con los comentarios de Mordent. Vaciar los armarios, expulsar, acorralar, provocar. Irritar al muerto. Detectar con el láser la falta o-ri-gi-nal. Vaciarlo todo, sacarlo todo. Vasta empresa digna de un héroe de leyenda y en la que había fracasado durante catorce años. Sin caballo, sin espada, sin armadura.

Y sin tiempo. La emprendió con el segundo montón de expedientes. Al menos, esa obligación justificaba que no le hubiera dirigido aún la palabra a Danglard. Se preguntaba cómo gestionar ese nuevo mutismo. El capitán le había presentado sus excusas, pero el hielo seguía siendo sólido. Adamsberg había escuchado el parte meteorológico internacional, por la mañana, impulsado por cierta nostalgia. Las temperaturas en Ottawa seguían oscilando entre menos ocho grados de día y menos doce por la noche. El deshielo no estaba a la vista.

Sujeto a su segundo montón, el comisario sentía, al día siguiente, una leve turbación que susurraba en él como un insecto atrapado en su cuerpo, que zumbaba entre sus hombros y su vientre. Una sensación bastante familiar. Nada que ver con el malestar que le había atacado cuando el juez reapareció como un torpedo. No, era sólo aquel insecto zumbando, una nadería que golpeaba aquí y allá como una contrariedad malhumorada que exigiera su atención. De vez en cuando, sacaba su ficha de cartulina, a la que había añadido las sugerencias de Mordent referentes al mejor modo de irritar a los fantasmas. Y la recorría, con los ojos hechos manteca, como había dicho el barman de La Esclusa.

Un leve dolor de cabeza le lanzó hacia la máquina de café, alrededor de las cinco. Bien, se dijo Adamsberg frotándose la frente, tengo al insecto por las dos alas. La trompa de la noche del 26 de octubre. No era la trompa lo que zumbaba sino aquellas jodidas dos horas y media de olvido. La pregunta aparecía de nuevo, vibrante. ¿Qué coño había podido hacer todo aquel tiempo en el sendero de paso? ¿Y qué podía importarle aquel minúsculo fragmento de vida que escapaba? Había clasificado la brizna que faltaba en el anaquel de su porosa memoria, por empapamiento alcohólico. Pero, era evidente, aquella clasificación no le agradaba y la brizna que faltaba no dejaba de abandonar su anaquel para venir a acosarle, discretamente.

¿Por qué?, se preguntaba Adamsberg removiendo su café. ¿Acaso la idea de haber perdido una parcela de su vida le contrariaba, como si le hubieran mutilado sin preguntarle su opinión? ¿O era que la simple explicación del alcohol no le convencía? ¿O, más grave aún, es que lo que había podido decir o hacer durante aquellas horas borradas le preocupaba? ¿Por qué? Aquella preocupación le parecía tan absurda como alarmarse por las palabras pronunciadas durante el sueño. ¿Qué más había podido hacer que tambalearse con el rostro lleno de sangre, caer, dormir y retomar la senda, a cuatro patas? ¿Por qué no? Nada más. Pero el insecto vibraba. ¿Para tocarle las narices o por alguna razón precisa? De aquellas horas olvidadas no conservaba ninguna imagen, pero sí una sensación. Y, se atrevió a formular, una sensación de violencia. Debía de ser la rama que le había golpeado. Pero ¿podía guardarle rencor a una rama que, por su parte, no había bebido ni una sola gota? ¿A un enemigo pasivo y sobrio? ¿Podía decirse que la rama le había violentado? ¿O era a la inversa?

En vez de regresar a su despacho, fue a sentarse en la esquina de la mesa de Danglard y tiró el vaso vacío al fondo de la papelera.

– Danglard, tengo un insecto metido en el cuerpo.

– ¿Sí? -dijo prudentemente Danglard.

– Aquel domingo 26 de octubre -prosiguió lentamente Adamsberg-, la noche en que me dijo que yo era un verdadero gilipollas, comisario, ¿la recuerda?

El capitán asintió con un gesto y se preparó para el enfrentamiento. Adamsberg, evidentemente, iba a vaciar el saco de los truenos, como decían en la GRC, y el saco era pesado. Pero el resto del discurso no tomó la dirección prevista. Como de costumbre, el comisario le sorprendía por donde no lo esperaba.

– Aquella misma noche, me di con una rama en el sendero. Un golpe violento, un mazazo. Ya lo sabe usted.

Danglard asintió. El hematoma en la frente era muy visible aún, untado con la pomada amarilla de Ginette.

– Lo que no sabe es que, después de nuestra conversación, me largué directamente a La Esclusa con la intención de emborracharme. Y lo hice con rigor hasta que el atento barman me echó a la calle. Yo desvariaba sobre mi abuela y él estaba harto.

Danglard asintió discretamente, sin saber adónde quería llegar Adamsberg.

– Cuando tomé el sendero, iba de un árbol a otro y por eso no supe evitar la rama.

– Comprendo.

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