Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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La cena y el intenso frío que caía con la noche le devolvieron la energía. Su desconcierto se convirtió en rabia. Hostia, nadie tenía derecho a tenderle una trampa como ésa a un tipo. La lanzaría en pleno vuelo del avión, la arrojaría al Sena en París.

Carajo, pensó levantándose, había ya demasiada rabia y demasiada gente a la que deseaba aplastar o, directamente, asesinar: Favre, el Tridente, Danglard, el nuevo padre y, ahora, esta muchacha. Como Sanscartier habría dicho, se le había ido la pinza. Y no podía seguir así. Ni experimentando rabias asesinas ni deambulando por sus nubes, en las que, por primera vez, no le gustaba andar a paladas. Las visiones recurrentes del muerto viviente, del tridente, de zarpazos de oso y de lagos maléficos comenzaban a oprimirle y le parecía estar perdiendo el control de sus propias nubes. Sí, era posible que se le hubiese ido la pinza.

Volvió a su estudio arrastrando los pies, deslizándose por el sótano como un culpable o un hombre sitiado por sí mismo.

XXVI

Mientras Voisenet salía corriendo hacia el lago Pink con Froissy, Retancourt y otros dos se abalanzaban de nuevo sobre los bares de Montreal, arrastrando al escrupuloso Justin, y Danglard recuperaba su retraso de sueño, Adamsberg pasaba su fin de semana desplazándose furtivamente. La naturaleza siempre le había sentado bien -exceptuando el solapado lago-, y más valía ir a zambullirse allí que dar vueltas por aquel estudio donde corría el peligro de ver aparecer a Noëlla. Se deslizó fuera al amanecer, antes de la hora en que todos despertaban, y se largó al lago Meech.

Pasó allí largas horas, cruzando los puentes de madera, flanqueando sus contornos, frotándose los brazos en la nieve, hasta los codos. Consideró más prudente no dirigirse a Hull para pasar la noche y dormir en un hostal de Maniwaki, rogando que Shawi el profeta no apareciese por su habitación para llevarle a la fuerza a su iluminada discípula. Empleó el día siguiente recorriendo los bosques, recogiendo virutas de abedules, hojas más rojas que el rojo, y buscando un abrigo donde agazaparse aquella noche.

Poesía. ¿Y si iba a cenar a aquel bar de poesía? El Cuarteto no atraía a los jóvenes y a Noëlla no se le ocurriría buscarle allí. Dejó el coche bastante lejos de su casa y tomó por el gran bulevar y no por aquel maldito sendero.

Cansado, crispado y, al mismo tiempo, privado de ideas, devoraba un plato de patatas fritas escuchando por un solo oído los poemas que iban sucediéndose. Danglard apareció de pronto a su lado.

– ¿Buen fin de semana? -preguntó el capitán, buscando la reconciliación.

– ¿Y usted, Danglard? ¿Ha dormido mejor? -respondió nerviosamente Adamsberg-. La traición devora la conciencia y, por las noches, desgasta, fatiga.

– ¿Cómo dice?

– La traición. No estoy hablando en algonquino, como dice Laliberté. Meses de secreto y de silencio, sin contar mil seiscientos kilómetros de carretera acumulados en los últimos días por amor a Vivaldi.

– Ah -murmuró Danglard apoyando sus dos manos en la mesa.

– Eso es. Aplaudir, llevar el material, acompañar, abrir la puerta. Todo un caballero.

– ¿Y luego?

– ¿Y antes, Danglard? Usted tomó partido por el otro. Por el tipo de los dos labradores y los cordones nuevos. Contra mí, Danglard, contra mí.

– No le sigo. Lo siento -dijo Danglard levantándose.

– Un momento -dijo Adamsberg sujetándole por la manga-. Hablo de su elección. El niño, el apretón de manos al nuevo padre y bienvenido a casa. ¿No es eso, capitán?

Danglard se pasó los dedos por los labios. Luego, se inclinó hacia Adamsberg.

– En mi propio libro, como dicen nuestros colegas, es usted un verdadero gilipollas, comisario.

Adamsberg se había quedado en la mesa, petrificado. El imprevisto insulto de Danglard le resonaba en el cráneo. Algunos clientes, atentos a la poesía, le hicieron comprender que su amigo y él les molestaban desde hacía un buen rato en su recogimiento. Adamsberg abandonó el café, en busca del bar más lamentable del centro, una taberna de hombres borrachos donde la loca Noëlla no entraría. Vana búsqueda, ningún hermoso bar mugriento en aquellas calles limpias y puras. Mientras que en París aquellos tugurios brotaban como flores silvestres en las fisuras de los tejados. Se contentó con el más modesto de los establecimientos, cuyo cartel anunciaba La Esclusa. Las palabras de Danglard debían haber sido un buen golpe, pues comenzaba a tener un buen dolor de cabeza, algo que sólo sucedía una vez cada diez años.

«En mi propio libro, es usted un verdadero gilipollas, comisario.»

Sin olvidar las frases de Trabelmann, de Brézillon, de Favre y las del nuevo padre. Sin mencionar las temibles de Noëlla. Afrentas, traiciones, amenazas.

Y puesto que el dolor de cabeza no le abandonaba, sería preciso responder a lo excepcional con lo excepcional y ahogar, directamente, todo aquello en una auténtica borrachera. Adamsberg era naturalmente sobrio y no recordaba su última borrachera, muy joven, en una fiesta de pueblo, ni los efectos que aquello podía producir. Pero en conjunto, y según algunos testimonios, la gente parecía bastante satisfecha después. El olvido, se decía. Era precisamente eso lo que necesitaba.

Se instaló en el bar, entre dos quebequeses empapados ya de cerveza, y se ventiló tres whiskies seguidos, para empezar. Los muros no daban vueltas, todo iba bien y el turbio contenido de su cabeza se trasvasaba directamente a su estómago. Con el brazo apoyado en el mostrador, pidió una botella de vino, sabiendo que, según testimonios siempre fiables, la mezcla producía resultados válidos. Bebió cuatro vasos y exigió un coñac para completarlo. «Rigor, rigor y rigor, no conozco otro medio de tener éxito.» Maldito Laliberté. Maldito tío.

El barman comenzaba a mirarle con inquietud. Anda y que te jodan, man, estoy buscando una salida, y esa salida le habría convenido, incluso, a Vivaldi. Imagínate pues.

Por prudencia, Adamsberg había depositado de antemano suficientes dólares en el mostrador para pagar lo bebido, por si se caía del taburete. El coñac le propinó un interesante golpe de gracia, una sensación de radical pérdida de sus puntos de referencia, estelas de furor mezcladas con bolas de carcajada, una convicción de poder también, ven a pelear aquí si eres un oso, un pibe, un muerto, un pez o no importa qué chiste de ese tipo. «Si te acercas, te empitono», le había dicho su abuela con la horca en la mano a un soldado alemán que avanzaba con la intención de violarla; qué coña. Pensar en ello le hacía troncharse aún. Era la hostia la abuela. Escuchó la voz del barman, procedente de muy lejos.

– No te excites, man, pero mejor sería que soltaras la mamancia esta noche y fueras a darle a las piernas. Estás hablando solo.

– Te hablo de mi abuela.

– Tu abuela me importa una mierda. Estoy viendo que te has lanzado a una buena y que la cosa terminará mal. Ni siquiera se te puede hablar.

– No me he lanzado a nada. Estoy sentado aquí, en mi taburete.

– Abre tus oídos, francés. Estás borracho como una cuba y tienes los ojos hechos manteca. ¿Te ha dado puerta alguna rubia? No es razón para revolearte por el suelo. ¡Vamos, aire! No te serviré más.

– Sí -afirmó Adamsberg tendiendo su vaso.

– Cierra el pico, francés. Lárgate de aquí o llamo a los puercos.

Adamsberg se echó a reír. Los puercos. ¡Qué coña!

– Llama a los puercos y, si se acercan, te empitono.

– Criss -se enojó el barman-, no voy a estar horas dándole al palique. Ya he visto nevar, man, y comienzas a ponerme de los nervios. ¡Te he dicho que te largues con viento fresco!

El hombre, del tamaño de un leñador canadiense en los libros ilustrados, rodeó el mostrador y levantó a Adamsberg por los sobacos. Le llevó hasta la puerta y le puso de pie en la acera.

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