– ¿Mantenimiento tierno?
– La gorda -tradujo Sanscartier, turbado.
– Ah, Violette Retancourt.
– Perdona que vuelva a la cuestión, pero cuando hayas pescado al maldito muerto, aunque sea dentro de diez años, ¿podrás hacérmelo saber?
– ¿Tanto te interesa?
– Sí. Y me has caído bien.
– Te lo diré. Aunque sea dentro de diez años.
Adamsberg se encontró atrapado con Danglard en el ascensor. Sus dos días con Sanscartier el Bueno le habían dulcificado y dejó para más tarde el deseo de vérselas, una vez más, con su adjunto.
– ¿Sale esta noche, Danglard? -preguntó con tono neutro.
– Estoy reventado. Como un bocado y me acuesto.
– ¿Y los niños? ¿Todo va bien?
– Sí, gracias -respondió el capitán, algo sorprendido.
Adamsberg sonreía al regresar a su casa. Danglard no estaba muy receptivo, últimamente, para los arrumacos. La víspera le había oído arrancar el coche, a las seis y media, y regresar casi a las dos de la madrugada. Tiempo suficiente para ir a Montreal, escuchar el mismo concierto y llevar a cabo sus buenas obras. Unas cortas noches que coloreaban sus ojeras. El bueno de Danglard, tan seguro de su incógnito. Apretando los labios para no dejar escapar el secreto que había descubierto. Esta noche, última representación y nueva ida y vuelta para el fiel capitán.
Desde la ventana, Adamsberg observó su furtiva salida. Buen viaje y buen concierto, capitán. Estaba mirando cómo se alejaba el coche cuando llamó Mordent.
– Siento el retraso, comisario. Nos ha caído encima todo un lío, un tipo que quería matar a su mujer y que, al mismo tiempo, nos llamaba. Hemos tenido que rodear el edificio.
– ¿Daños?
– No, el tipo ha incrustado su primera bala en el piano y la segunda en su propio pie. Por fortuna, un verdadero zopenco.
– ¿Noticias de Alsacia?
– Lo mejor será que le lea el artículo, en la página ocho: «¿El crimen de Schiltigheim cuestionado? Tras la investigación llevada a cabo por la gendarmería de Schiltigheim sobre el trágico asesinato de Elisabeth Wind, la noche del sábado 4 de octubre, el juez ordenó el arresto preventivo de B. Vétilleux. Sin embargo, según nuestros informadores, B. Vétilleux habría sido sometido a un contrainterrogatorio por un alto comisario de París. El asesinato de la muchacha podría atribuirse, según las mismas fuentes, a un asesino en serie que actúa en el territorio nacional. La hipótesis ha sido formalmente rechazada por el comandante Trabelmann, encargado de la investigación. Según sus declaraciones, sólo se trata de un mero rumor. El comandante ha querido reafirmar que el arresto de B. Vétilleux está muy bien fundado». ¿Es lo que usted buscaba, comisario?
– Exactamente. Conserve cuidadosamente el artículo. Y ya sólo nos queda rezar para que Brézillon no lea las Nouvelles d'Alsace .
– ¿Le convendría que el tal Vétilleux fuera absuelto?
– Sí y no. Es duro dar paladas en la tierra.
– Bien -concluyó Mordent sin ánimo de seguir adelante-. Gracias por sus correos. Me parece interesante pero no muy seductor lo de esos cartones, punzones, medallones.
– Justin se siente muy cómodo con ellos, Retancourt se adapta sin problemas, Voisenet les encuentra una pincelada sobrenaturalista. Froissy aguanta, Noël se impacienta, Estalère se asombra y Danglard se va de concierto.
– ¿Y usted, comisario?
– ¿Yo? A mí me llaman el «excavador de nubes». Guárdeselo sólo para usted, Mordent, como lo del artículo.
De Mordent, Adamsberg pasó de inmediato a Noëlla, cuya creciente pasión le distraía, sin duda, del irritante descubrimiento de Montreal. La muchacha, muy decidida, había resuelto pronto el problema del lugar de sus encuentros. Se encontraban en la piedra Champlain y luego, después de caminar un cuarto de hora por la carretera, llegaban a la tienda de alquiler de bicis, donde una de las ventanas de guillotina cerraba mal. La muchacha llevaba en su mochila todo lo que consideraba necesario para su supervivencia, es decir, bocadillos, bebidas y colchón de acampada. Adamsberg se separaba de ella hacia las once de la noche, y regresaba por el sendero de paso del que conocía, ahora, cada desnivel. Pasaba por delante de la obra, hacía una señal al vigilante y saludaba al río Outaouais antes de irse a dormir.
Trabajo, río, bosques y muchacha. En el fondo, podría tomar las cosas por el lado bueno. Dejar que el nuevo padre navegara a lo lejos y, por lo que se refiere al Tridente, repetirse las palabras de Sanscartier: «Tienes huevos y vas por buen camino». Quería creer a Sanscartier aunque, según las alusiones de Portelance y Ladouceur, no parecía el más estimado del grupo por su ingenio.
Una ligera sombra en el cuadro, esta noche, con Noëlla. Un corto diálogo, que por fortuna cortó en seco.
– Llévame contigo -había dicho la muchacha, tendida en el colchón de acampada.
– No puedo, estoy casado -había respondido instintivamente Adamsberg.
– Mientes.
Adamsberg la había besado para que las palabras cesaran.
Las jornadas en pareja con Ginette Saint-Preux fluyeron fácilmente, a pesar de la creciente complejidad del cursillo, que había obligado a Adamsberg a tomar notas al dictado de su compañera. «Paso por la cámara de amplificación, producción de copias de la muestra por aparato de ciclaje térmico.»
– Bueno, Ginette, como quieras.
Pero Ginette, tan parlanchina como tenaz, advertía la vaga mirada de Adamsberg y volvía a la carga.
– No seas mula, no es tan duro de entender. Imagina una fotocopiadora molecular que produce miles de millones de ejemplares de objetivos. ¿Correcto?
– Correcto -repetía maquinalmente Adamsberg.
– Los productos de amplificación se marcan con un indicador fluorescente que facilita la detección ante el barrido por láser. ¿Lo comprendes ahora mejor?
– Lo comprendo todo, Ginette. Trabaja, te estoy mirando.
Noëlla le esperaba el jueves al anochecer, plantada en su bici, con el rostro sonriente y resuelto. Después de extender el colchón en el suelo de la tienda, se tendió en él apoyándose en un codo y alargó el brazo hacia su mochila.
– La nena tiene una sorpresa para ti -dijo sacando un sobre.
La muchacha lo agitaba ante sus ojos, riendo. Adamsberg se había incorporado, desconfiado.
– Ha conseguido una plaza en el mismo vuelo que tú, el martes que viene.
– ¿Regresas a París? ¿Ya?
– Regreso a tu casa.
– Noëlla, estoy casado.
– Mientes.
La besó de nuevo, más inquieto que la primera vez.
Adamsberg se demoró conversando con la ardilla de guardia de la GRC, retrasando un poco la jornada que le esperaba con Mitch Portelance. Aquel día, la ardilla había reclutado a un pequeño camarada, que le distraía con frecuencia de su laborioso deber. Lo que no ocurría con el seco Portelance, un científico de altos vuelos que había entrado en la genética como si hiciera sus votos, dedicando todo su amor a las briznas de ácido desoxirribonucleico. A diferencia de Ginette, el inspector era incapaz de entender que Adamsberg no pudiese seguir sus explicaciones, menos aún que no las asimilara con pasión, y exponía los datos a paso de carga. Adamsberg anotaba en su cuaderno, tomando algún retazo de aquí y de allá de aquel ferviente discurso. «Depositar cada muestra en un peine poroso… Introducir en un secuenciador…»
¿Peine poroso?, escribía Adamsberg.
«Transferencia del ADN a un gel separador con la ayuda de un campo eléctrico.»
¿Gel separador?
– ¡Y cuidado! -lanzó Portelance-. Empieza entonces una carrera de moléculas en la que los fragmentos de ADN atraviesan el gel para alcanzar la línea de llegada.
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