Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Bajo los vientos de Neptuno: краткое содержание, описание и аннотация

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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XXI

La música de Vivaldi le envolvía, produciendo oleadas de pensamientos tormentosos y confusos. La visión de Camille tocando su viola le conmovía más de lo que hubiera deseado, pero sólo se trataba de una hora robada y de una emoción clandestina que a nada comprometía. Por deformación profesional, sentía que la música se tensaba como un enigma insoluble, rechinaba casi de impotencia y, luego, se disolvía en una armonía inesperada y fluida, alternando complejidades y soluciones, preguntas y respuestas.

En uno de aquellos momentos en que las cuerdas iniciaban una respuesta, sus pensamientos regresaron como una flecha a la precipitada partida del Tridente, cuando abandonó el Schloss de Haguenau. Siguió su pista, atento al arco de Camille. Siempre había hecho huir al juez. Ése era el único y pequeño poder que había podido adquirir sobre el magistrado. Había llegado a Schiltigheim el miércoles y Trabelmann había derramado su indignación al día siguiente. Lo que había dado al acontecimiento el tiempo suficiente para filtrarse y aparecer, el viernes, en las noticias locales. Aquel mismo día, Maxime Leclerc ponía en venta y vaciaba la mansión. Si era así, ahora eran dos. Adamsberg perseguía de nuevo al difunto pero éste sabía que su cazador había reaparecido. Y, en ese caso, Adamsberg perdía su única ventaja y el poder del muerto podía cerrarle el paso en cualquier instante. Un hombre avisado vale por diez, pero el otro valía por mil. De regreso a París, tendría que adaptar su estrategia a esa nueva amenaza, escapar de los perros pastores que intentarían arrancarle las piernas. «Adelántate, muchacho. Contaré hasta cuatro.» Y corre, Adamsberg, corre.

Así estaban las cosas si su olfato no le engañaba. Dirigió un pensamiento a Vivaldi, que, a través de los siglos, le mandaba aquella señal de peligro. Un buen tipo el tal Vivaldi, un tipo bueno de verdad servido por un quinteto excepcional. Su coche no le había traído aquí en vano. Para hurtar una hora a la vida de Camille y para captar la valiosa advertencia del músico. En el punto al que había llegado, en que oía ya a los muertos, muy bien podía escuchar los murmullos de Antonio Vivaldi, y estaba muy seguro de que el hombre se encontraba en muy buena compañía. Un tío que produjo semejante música sólo puede susurrarte excelentes consejos.

Sólo al final del concierto descubrió Adamsberg a Danglard, con los ojos clavados en su protegida. Aquella visión abolió en él cualquier placer.

Pero ¿dónde se metía aquel tipo? ¿En todo? ¿En toda su vida? Perfectamente informado de los conciertos, allí estaba, firme en su puesto, el bueno, el fiel, el irreprochable Danglard. Mierda, Camille no le pertenecía, carajo. Entonces, ¿qué intentaba el capitán con tan estrecha protección? ¿Entrar a formar parte de su existencia? Sintió auténtico resentimiento hacia su adjunto. El benefactor de pelo canoso que se escurría por la puerta que la pesadumbre de Camille le dejaba entreabierta.

La rapidez con la que se esfumó Danglard sorprendió a Adamsberg. El capitán había rodeado la iglesia y aguardaba la salida de los músicos. Para felicitarles, sin duda. Pero Danglard cargó el material en un coche y se puso al volante, llevándose consigo a Camille. Adamsberg arrancó tras ellos, deseoso de saber hasta dónde llevaba su adjunto su plan secreto. Tras un alto y diez minutos de camino, el capitán se detuvo y abrió la portezuela a Camille, que le tendió un paquete envuelto en una manta. Aquella manta y el hecho de que el paquete lanzara un grito le hicieron comprender, en un instante, la magnitud de la situación.

Un niño, un bebé. Y, por su tamaño y su voz, un bebé minúsculo de un mes de edad. Inmóvil, contempló la puerta de la casa que se cerraba tras la pareja. Danglard, infame cabrón, innoble ladrón.

El capitán salió rápidamente, y saludando a Camille con un gesto amistoso se metió en un taxi.

Dios mío, un niño, rumiaba Adamsberg por la carretera que le llevaba hacia Hull. Ahora que Danglard había abandonado el papel de sobornador para volver a ser el bueno y benevolente capitán -lo que en nada atenuaba su resentimiento hacia él-, sus pensamientos se concentraron como un haz sobre la muchacha. ¿Por qué inconcebible truco de prestidigitación volvía a encontrar a Camille con un niño? Un truco que exigía, advirtió en aquel instante, el desvergonzado paso de un hombre. Un bebé de un mes, calculó. Más nueve, igual a diez. Camille no había esperado, pues, más de diez semanas después de su partida para encontrarle un sucesor. Adamsberg pisó el acelerador, impaciente de pronto por adelantar a aquellos jodidos carros que circulaban, dócilmente, a la sagrada velocidad de 90 km/h. El hecho era ése, y Danglard lo había sabido desde el principio sin decirle ni una palabra. Comprendía, sin embargo, que su adjunto le hubiera evitado aquella noticia que, incluso hoy, le laceraba el espíritu. ¿Y por qué? ¿Qué había esperado? ¿Que Camille llorara mil años sin moverse por su amor perdido? ¿Que se petrificara en una estatua que él pudiera reanimar a su antojo? ¿Como en los cuentos?, habría dicho Trabelmann. No, ella había vacilado, vivido y encontrado un tipo, sencillamente. Cruda realidad sobre la que percutía secamente.

No, pensó tendiéndose en su cama. Nunca había comprendido realmente que al perder a Camille, perdía a Camille. Simple lógica que no le servía de nada. Y ahora estaba ese jodido padre que le expulsaba de la escena. Hasta Danglard había tomado partido contra él. No le costaba imaginar al capitán entrando en la maternidad y estrechando la mano al recién llegado, un hombre fiable, un hombre seguro, que ofrecía toda su rectitud en beneficioso contraste. Un tipo irreprochable y rectilíneo, un industrial con un perro labrador, dos perros labradores, zapatos y cordones nuevos.

Adamsberg le odiaba ferozmente. Aquella noche, habría acabado, en un instante, con el tipo y sus perros. Él, el poli; él, el buey, el puerco, le habría matado. Y con un golpe de tridente, ¿por qué no?

XXII

Adamsberg se levantó tarde y no fue a desafiar al boss de las ocas marinas, abandonando así cualquier proyecto de visita contemplativa a los lagos. Se dirigió de inmediato hacia el sendero. La joven no trabajaba en domingo y tenía posibilidades de encontrarla en la piedra Champlain. Estaba allí, en efecto, con la ambigua sonrisa y el cigarrillo en los labios, dispuesta a seguirle hasta el estudio.

Adamsberg encontró en el entusiasmo de su compañera un parcial consuelo para el disgusto que había sufrido la víspera.

Fue difícil desalojarla a las seis de la tarde. Sentada y desnuda en la cama, Noëlla no quería ni oírle, decidida a pasar la noche allí. Ni hablar de eso, le explicó con dulzura Adamsberg vistiéndola poco a poco, sus colegas iban a regresar de inmediato. Tuvo que ponerle la blusa y llevarla del brazo hasta la puerta.

Cuando Noëlla hubo salido, sus pensamientos no se demoraron por más tiempo en la muchacha y llamó a Mordent a París. El comandante era un hombre nocturno y no le despertaría a las doce y cuarto de la noche. A su rigor de aficionado al papeleo se unía una antigua inclinación hacia el acordeón y la canción popular, y esa noche regresaba de un baile que parecía haberle alegrado.

– A decir verdad, Mordent -dijo Adamsberg-, no le llamo para darle noticias. Todo marcha, el equipo sigue bien y nada que comentar.

– ¿Y los colegas? -se interesó a pesar de todo el comandante.

– Correcto, como dicen por aquí. Agradables y competentes.

– ¿Veladas libres o se apagan las luces a las diez?

– Libres, pero no se pierde usted nada por ese lado. Hull-Gatineau no es, exactamente, un vasto escenario de cabarets y ferias. Es bastante plano, como dice Ginette.

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