Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Bajo los vientos de Neptuno: краткое содержание, описание и аннотация

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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– «Siéntate encima y luego dale vueltas» -repitió Adamsberg-. ¿Qué te ha aconsejado? ¿Que lo olvides? ¿Que lo borres?

– No. Quiere decir «detente un rato sobre la cosa y piénsalo bien».

– ¿Y lo de «empaquetar el buñuelo»?

– Pillarse un buen pedo. Ya basta, Noëlla no es un diccionario.

– Era sólo para comprender tu historia.

– Pues bien, ya lo ves, es más tonta aún de lo que yo creía. Tengo que ir a distraerme -dijo apurando la copa de un trago-. Te acompaño.

Sorprendido, Adamsberg vaciló en responder.

– Voy en coche y tú a pie -explicó Noëlla con impaciencia-. ¿No pensarás regresar por el sendero?

– Ésa era mi idea.

– Caen chuzos de punta. ¿Te doy miedo? ¿La chica da miedo a un hombretón de cuarenta años? ¿A un puerco?

– Claro que no -dijo Adamsberg sonriendo.

– Bueno. ¿Dónde vives?

– Cerca de la calle Prébost.

– Ya veo, yo estoy a tres manzanas. Ven.

Adamsberg se levantó, sin comprender su reticencia a seguir hasta su coche a una muchacha encantadora.

Noëlla frenó ante su inmueble y Adamsberg le dio las gracias abriendo la portezuela.

– ¿No me das un beso antes de marcharte? No eres muy cortés para ser francés.

– Perdón, soy un montañés, un bruto.

Adamsberg la besó en las mejillas, con el rostro rígido, y Noëlla frunció el ceño, ofendida. Abrió la puerta del edificio y saludó al guardián, siempre al acecho pasadas las once. Después de la ducha, se tendió en la ancha cama. En Canadá, todo es más grande. Salvo los recuerdos, que son más pequeños.

XIX

La temperatura había caído a menos cuatro grados por la mañana y Adamsberg corrió a ver su río. En el sendero, los bordes de los pequeños estanques se habían helado y se entretuvo rompiendo el hielo con sus gruesos zapatos, ante la atenta mirada de las ardillas. Iba a seguir adelante cuando el recuerdo de Noëlla apostada en la piedra le retuvo como una cuerda. Dio marcha atrás y se sentó en una roca para observar la competición entablada entre una colonia de patos y una bandada de ocas marinas. Territorios y guerras por todas partes. Una de las ocas desempeñaba, visiblemente, el papel de gran poli y volvía malignamente a la carga extendiendo sus alas y chasqueando el pico, con una constancia de déspota. A Adamsberg no le gustaba esa oca. La distinguió de las demás por una marca bajo el plumaje, con la idea de ir a ver si, al día siguiente, mantendría el papel de autócrata o si las ocas practicaban una alternancia democrática. Dejó que los patos continuaran con su resistencia y regresó al coche. Una ardilla se había metido debajo, veía su cola sobresaliendo junto al neumático trasero. Arrancó poco a poco, a sacudidas, para no aplastarla.

El superintendente Laliberté recuperó su buen humor cuando supo que Jules Saint-Croix había cumplido con su deber de ciudadano y había llenado su probeta, que había guardado en un gran sobre. Fundamental, el esperma, fundamental, le gritaba Laliberté a Adamsberg, mientras rompía el sobre sin consideración alguna por la pareja Saint-Croix, acurrucada en un rincón.

– Dos experimentos, Adamsberg -proseguía Laliberté agitando la probeta en medio del salón-: toma en caliente y en seco. En caliente como si hubiera permanecido en la vagina de la víctima. En seco, el soporte plantea problemas. La toma no se realiza del mismo modo si el esperma se encuentra en un tejido, en una carretera, en la hierba o en una alfombra. Lo más jodido es la hierba. ¿Me sigues? Repartiremos las dosis en cuatro lugares estratégicos, en la carretera, en el jardín, en la cama y en la alfombra del salón.

Los Saint-Croix desaparecieron de la estancia como cogidos en falta y los policías pasaron la mañana poniendo gotitas de esperma aquí y allá y rodeándolas con un círculo de tiza para no perderlas de vista.

– Mientras se seca -declaró Laliberté-, nos largamos a los aseos y nos encargamos de los orines. Toma tu cartón y tu estuche.

Los Saint-Croix pasaron una jornada difícil que llenó de satisfacción al superintendente. Había hecho llorar a Linda para recoger sus lágrimas y correr a Jules con aquel frío para obtener sus mocos. Todas las tomas habían sido válidas y regresó a la GRC como un cazador victorioso, con sus cartones y estuches etiquetados. Sólo hubo una contrariedad aquel día: habían tenido que hacer cambios de última hora, pues dos voluntarios se habían negado, obstinadamente, a confiar su probeta a los equipos femeninos. Lo que había sacado de quicio a Laliberté.

– ¡Maldita sea, Louisseize! -había aullado al teléfono-. ¿Qué quieren hacernos creer, esos tipos, con su jodido esperma? ¿Que es oro líquido? Son muy dueños de soltárselo a las rubias por placer, pero cuando se trata de curro, ¡ya no importa quién seas! Díselo a la cara a tu maldito voluntario.

– No puedo, superintendente -había respondido la delicada Berthe Louisseize-. Está empecinado como un oso. Tengo que cambiarme con Portelance.

Laliberté había tenido que ceder pero, por la noche, todavía rumiaba la ofensa.

– Los hombres -dijo a Adamsberg entrando por delante en la GRC- son bobos como bisontes, a veces. Ahora que hemos terminado las tomas, voy a cantarles las cuarenta a esos perros de voluntarios. Las mujeres de mi escuadra saben sobre su maldito esperma cien veces más que estos dos botarates.

– Déjalo estar, Aurèle -sugirió Adamsberg-. Esos tipos te importan un pimiento.

– Me lo tomo como algo personal, Adamsberg. Vete a ver mujeres esta noche, si te apetece, pero yo, después de cenar, voy a hacerles una visita y a cantarles las cuarenta a esas dos mulas.

Aquel día, Adamsberg comprendió que la expansiva jovialidad del superintendente venía también acompañada de un reverso ardiente. Un tipo caliente, directo y desprovisto de tacto, al mismo tiempo que un colérico obtuso y tenaz.

– Al menos, ¿no habrás sido tú el que le has puesto así? -preguntó el sargento Sanscartier, inquieto, a Adamsberg.

Sanscartier hablaba en voz baja, con la pose algo encorvada de los tímidos.

– No, es por culpa de dos cretinos que se han negado a dar sus probetas a los equipos femeninos.

– Mejor así. ¿Puedo darte un consejo? -añadió posando en Adamsberg sus ojos saturados.

– Te escucho.

– Es un buen tipo pero, cuando bromea, es mejor reír hasta descoyuntarse las mandíbulas. Quiero decir que no lo provoques. Porque cuando el boss se pone como un basilisco puede hacer temblar los árboles.

– ¿Y le ocurre a menudo?

– Si le llevan la contraria o si se ha levantado con mal pie. ¿Ya sabes que, el lunes, los dos formamos equipo?

Tras una cena en grupo organizada en Los cinco domingos para festejar la primera semana, Adamsberg regresó por el bosque. Conocía bien su sendero, ahora, adivinando las grietas y los hundimientos, viendo el brillo de los lagos de ribera, y lo recorrió más deprisa que a la ida. Se había detenido a medio camino para atarse el cordón del zapato cuando un rayo de luz cayó sobre él.

– Hey, man! -soltó una voz gruesa y agresiva-. ¿Qué haces aquí? ¿Estás buscando algo?

Adamsberg dirigió su linterna a su vez y descubrió a un tipo robusto que le observaba con las piernas abiertas, vestido como un guardabosques y tocado con un gorro de orejeras encasquetado hasta los ojos.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Adamsberg-. El sendero es de libre paso, según creo.

– Ah -dijo el hombre tras una pausa-. ¿Eres del viejo país? Francés, ¿no?

– Sí.

– ¿Y cómo lo sé yo? -dijo el hombre riéndose esta vez y acercándose a Adamsberg-. Porque cuando hablas, no creo oírte, creo leerte. ¿Qué estás haciendo por aquí? ¿Buscas hombres?

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