Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Bajo los vientos de Neptuno: краткое содержание, описание и аннотация

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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– Por casualidad. Estaba cenando en Los cinco domingos y vino a mi mesa.

– Suelta la caña, con Ginette. Está casada y bien casada.

– Le devolvía un papel, eso es todo. Créeme si quieres.

– No te pongas nervioso. Estoy bromeando.

Tras una laboriosa jornada punteada por los potentes gritos del superintendente, y tomadas ya todas las muestras en casa de la servicial familia de Jules y Linda Saint-Croix, Adamsberg subía a su coche oficial.

– ¿Qué vas a hacer esta noche? -le preguntó Laliberté, asomando la cabeza por la ventanilla.

– Ir a ver el río, pasear un poco. Y luego cenar en el centro.

– Tienes una serpiente en el cuerpo, tú, siempre estás moviéndote.

– Me gusta, ya te lo he dicho.

– Lo que te gusta, sobre todo, es salir de pesca. Yo nunca voy a echarles el ojo a las muchachas en el centro. Allí me conocen demasiado. De modo que, cuando sufro de impaciencia, voy a Ottawa. ¡Vamos, man, hazlo best! -añadió palmeando la portezuela-. Buenos días y hasta mañana.

– Lágrimas, orines, mocos, polvo y esperma -recitó Adamsberg dándole al contacto.

– Esperemos que esperma -dijo Laliberté frunciendo el ceño y recuperando todo su sentido profesional-. Si Jules Saint-Croix acepta hacer un pequeño esfuerzo esta noche. Había dicho yes al principio pero me da la impresión de que no está ya tan dispuesto. Criss, no podemos forzar a nadie.

Adamsberg dejó a Laliberté entregado a sus preocupaciones de probeta y se dirigió directamente al río.

Tras haberse empapado del rumor del oleaje del Outaouais, se metió por el sendero de paso para ir a pie hasta el centro. Si había comprendido bien la topografía, el camino debía desembocar en el gran puente de las cascadas de la Caldera. Desde allí, sólo estaba ya a un cuarto de hora del centro. El camino, lleno de baches, estaba separado de una carretera por una franja de bosque que le sumía en una completa oscuridad. Había pedido prestada una linterna a Retancourt, el único miembro del equipo que podía haber llevado ese tipo de material. Lo hizo más o menos bien, evitando por poco un laguito que formaba el río en sus riberas, escapando de las ramas bajas. No sentía ya el frío cuando llegó a la salida del sendero, a dos pasos del puente de hierro, gigantesca obra cuyas vigas cruzadas le evocaron una triple torre Eiffel caída sobre el Outaouais.

La crepería bretona del centro procuraba recordar la tierra natal de los antepasados del propietario, con redes, boyas y pescado seco. Y tridente. Adamsberg quedó petrificado ante la herramienta que le desafiaba, con sus púas, desde la pared de enfrente. Tridente marino, arpón de Neptuno, con sus tres finas púas terminadas en garfios. Muy distinto de su tridente personal, que era una herramienta de labrador, gruesa y pesada, un tridente de tierra, si así puede decirse. Como se habla de lombriz de tierra o de sapo de tierra, incluso. Pero estaban lejos esos feroces tridentes y esos sapos explosivos, abandonados en las brumas del otro lado del Atlántico.

El camarero le sirvió una crepe enorme, sin dejar de hablarle de la vida.

Abandonados al otro lado del Atlántico, los tridentes, los sapos, los jueces, las catedrales y los desvanes de Barba Azul.

Abandonados pero aguardándole, esperando su regreso. Todos aquellos rostros y aquellas heridas, todos aquellos temores unidos a sus pasos por el hilo inagotable de la memoria. Por lo que respecta a Camille, aparecía aquí mismo, en pleno corazón de una ciudad perdida del inmenso Canadá. La idea de esos cinco conciertos que iban a darse a doscientos kilómetros de la GRC le turbaba, como si corriera el riesgo de poder escuchar el son de la viola desde el balcón de su habitación. Sólo deseaba que Danglard no lo supiera. El capitán sería capaz de correr hasta Montreal, arrastrándose, y de mirarlo refunfuñando durante todo el día siguiente.

Pidió un café y un vaso de vino como postre y, sin levantar la mirada de la carta, se dio cuenta de que alguien se había sentado a su mesa sin anunciarse. Era la muchacha de la piedra Champlain, que llamó de nuevo al camarero para encargar un segundo café.

– ¿Has tenido un buen día? -le preguntó sonriendo.

La muchacha encendió un cigarrillo y le miró con franqueza.

Mierda, se dijo Adamsberg, y se preguntó por qué. En otro momento, habría aprovechado al vuelo la ocasión. Pero no sentía deseo alguno de llevársela a la cama, quizá porque los tormentos de la semana pasada estaban actuando aún o, tal vez, porque intentaba desmentir las suposiciones del superintendente.

– Te molesto -afirmó ella-. Estás cansado. Los bueyes te han deslomado.

– Eso es -dijo él, y advirtió que había olvidado su nombre.

– Tu chaqueta está mojada -dijo ella tocándole-. ¿Tiene goteras tu coche? ¿Has venido en bici?

¿Qué quería saber? ¿Todo?

– He venido a pie.

– Nadie va a pie por aquí. ¿No te has fijado?

– Sí. Pero he pasado por el sendero de paso.

– ¿Lo has recorrido entero? ¿Cuánto tiempo has tardado?

– Algo más de una hora.

– Bueno, tienes huevos, como habría dicho mi chorbo.

– ¿Y por qué tengo huevos?

– Porque el sendero, por la noche, es la madriguera de los maricas.

– ¿Y qué? ¿Qué pueden hacerme?

– Y también de los violadores. No estoy segura, es un rumor. Pero cuando Noëlla va, por la noche, nunca pasa de la piedra Champlain. Eso le basta para contemplar el río.

– Al parecer es un afluente.

Noëlla hizo una mueca.

– Cuando es así, tan grande, yo lo llamo río. Me he pasado el día sirviendo a cretinos franceses y estoy reventada. Sirvo en el Caribú, ¿te lo había dicho? No me gustan los franceses cuando gritan en grupo, prefiero a los quebequeses, son más amables. Salvo mi chorbo. ¿Recuerdas que el muy cabrón me ha largado?

La muchacha estaba lanzada de nuevo y Adamsberg no veía cómo librarse de ella.

– Toma, mira su foto. Guapo, ¿no te parece? También tú eres guapo, a tu manera. No muy común, un poco de acá y de allá, y ya no eres joven. Pero me gustan tu nariz y tus ojos. Y me gusta cuando sonríes -dijo rozando sus párpados y sus labios con el dedo-. Y también cuando hablas. Tu voz. ¿Sabes lo de tu voz?

– Hey, Noëlla -intervino el camarero dejando las cuentas sobre la mesa-. ¿Sigues currando en el Caribú?

– Sí, tengo que reunir el dinero del billete, Michel.

– ¿Y todavía estás colada por tu chorbo?

– A veces sí, por la noche. Hay gente a la que le da la llorera por la mañana, y a otra por la noche. Lo mío es la noche.

– Bueno, no lo lamentes. Lo han pescado los cops.

– No jodas -dijo Noëlla incorporándose.

– No digo tonterías. Robaba carros y los revendía con una nueva matrícula, ¿qué te parece?

– No te creo -dijo Noëlla agitando la cabeza-. Trabajaba en informática.

– Eres dura de entendederas, preciosa. Tu chorbo tenía dos caras, era un hipócrita. Enciende la luz, Noëlla. No son bobadas, lo he leído en el periódico.

– No lo sabía.

– En el periódico de Hull, negro sobre blanco. Se empaquetó el buñuelo y los cerdos le engomaron las muñecas. Ya tiene lo suyo y te aseguro que tiene para rato. Era un perro de mierda, tu chorbo. De modo que siéntate encima y luego dale vueltas. Quería decírtelo para que no lo lamentaras. Perdóname, me llaman de aquella mesa.

– No puedo creerlo -dijo Noëlla recogiendo con el dedo el fondo azucarado de su café-. ¿Te molesta que tome una copa contigo? Debo sobreponerme.

– Diez minutos -concedió Adamsberg-. Luego me iré a dormir -insistió.

– Comprendo -dijo Noëlla pidiendo su copa-. Eres un hombre ocupado. ¿Te das cuenta? ¿Mi chorbo?

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