Fred Vargas - Bajo los vientos de Neptuno

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Fred Vargas juega sus mejores cartas en una novela policiaca de arquitectura clásica y perfecta, que transcurre entre París y la nieve de Quebec.
El comisario Adamsberg se dispone a cruzar el Atlántico para instruirse en unas nuevas técnicas de investigación que están desarrollando sus colegas del otro lado del océano. Pero no sabe que el pasado se ha metido en su maleta y le acompaña en su viaje. En Quebec se encontrará con una joven asesinada con tres heridas de arma blanca y una cadena de homicidios todos iguales, cometidos por el misterioso Tridente, un asesino fantasmal que persigue al joven comisario, obligándole a enfrentarse al único enemigo del que hay que tener miedo: uno mismo. Adamsberg esta vez tiene problemas muy serios…

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– No soy adivino, como tú mismo dirías.

– ¿Nunca la has visto, vamos?

– ¿Dónde? ¿En Francia? ¿En París?

– Donde quieras.

– Nunca -respondió Adamsberg encogiéndose de hombros.

– Se llama Noëlla Cordel. ¿Te dice algo?

Adamsberg se apartó del cuerpo y se aproximó al superintendente.

– ¿Por qué te empeñas en que me diga algo?

– Hacía seis meses que vivía en Hull. Habrías podido encontrarla por ahí.

– Y tú también. ¿Qué hacía en Hull? ¿Casada? ¿Estudios?

– Había seguido a su chorbo pero comió avena.

– Traduce.

– Le dieron puerta. Trabajaba en un bar de Ottawa. El Caribú. ¿Te recuerda algo?

– Nunca he puesto allí los pies. No juegas limpio, Aurèle. No sé lo que decía esa carta anónima, pero te andas con rodeos.

– ¿Y tú no?

– No. Te contaré todo lo que sé mañana. Es decir, todo lo que pueda ayudarte. Pero ahora quisiera dormir, no me tengo en pie y mi teniente tampoco.

Retancourt, sentada como una masa al fondo de la sala, aguantaba perfectamente.

– Antes charlaremos un poco -declaró Laliberté con una leve sonrisa-. Vayamos al despacho.

– Mierda, Aurèle. Son más de las tres de la madrugada.

– Son las nueve, hora local. No te retendré mucho. Podemos dejar libre a tu teniente, si lo deseas.

– No -dijo súbitamente Adamsberg-. Se queda conmigo.

Laliberté se había arrellanado en su sillón, vagamente imponente, enmarcado por sus dos inspectores, de pie, a ambos lados de su asiento. Adamsberg conocía aquella disposición en triángulo, capaz de impresionar a un sospechoso. No había tenido tiempo de pensar en el alucinante hecho de que Noëlla hubiera sido asesinada en Quebec con un tridente. Se concentraba en el ambiguo comportamiento de Laliberté, que podía indicar que conocía su vínculo con la muchacha. Nada seguro, tampoco. La partida en curso era ardua y era preciso plantar cara a cada una de las palabras del superintendente. Que se hubiera acostado con Noëlla nada tenía que ver con el asesinato. Debía olvidarlo imperativamente, de momento. Y prepararse para cualquier posibilidad, recurriendo al poder de sus fuerzas pasivas, la muralla más segura de su ciudadela interior.

– Pide a tus hombres que se sienten, Aurèle. Conozco el sistema y es molesto. Parece que olvidas que soy poli.

Con un ademán, Laliberté apartó a Portelance y Philippe-Auguste. Provistos de sendos cuadernos, se preparaban para tomar notas.

– ¿Es un interrogatorio? -preguntó Adamsberg señalando a los inspectores-. ¿O una cooperación?

– No me pongas de los nervios, Adamsberg. Escribimos para recordarlo, eso es todo.

– No me toques las narices tú tampoco, Aurèle. Hace veintidós horas que estoy de pie y lo sabes. La carta -añadió-. Enséñame esta carta.

– Voy a leértela -dijo Laliberté abriendo una gruesa carpeta verde-. «Crimen Cordel. Ver al comisario J.-B. Adamsberg, París, Brigada. Se ocupó de ello personalmente.»

– Tendencioso -comentó Adamsberg-. ¿Por eso te comportas como un puerco? En París, dijiste que yo me había encargado del caso. Aquí, pareces pensar que yo me cargué a la mujer.

– No me hagas decir lo que no he dicho.

– No me tomes entonces por gilipollas. Enséñame la carta.

– ¿Quieres verificarla?

– Eso es.

No había ni una sola palabra más en la hoja, procedente de una impresora ordinaria.

– Sacaste huellas, supongo.

– Virgen.

– ¿Cuándo la recibiste?

– Cuando el cuerpo subió.

– ¿De dónde?

– Del agua donde lo habían tirado. Se había helado. ¿Recuerdas el frío de la semana pasada? El cuerpo permaneció atrapado hasta que comenzó el deshielo, y el miércoles encontraron el cadáver. La carta la recibimos al día siguiente por la mañana.

– De modo que la mataron antes de la helada, para que el asesino pudiera arrojarla al agua.

– No. El asesino rompió la superficie helada y la hundió allí, lastrada con unas veinte piedras. El hielo volvió a cerrarse luego, durante la noche, como una tapa.

– ¿Cómo puedes saberlo?

– A Noëlla Cordel le habían regalado un cinturón nuevo aquel mismo día. Lo llevaba. Sabemos dónde cenó y qué comió. Comprenderás que, con el frío, el contenido del tubo digestivo se conservó como el primer día. Ahora, conocemos la fecha del crimen y la hora. No me toques las narices con eso, te recuerdo que aquí somos unos especialistas.

– ¿Y no te huele mal esa carta anónima que te llega a la mañana siguiente? ¿En cuanto el crimen es anunciado por la prensa?

– Pues no. Recibimos muchas. A la gente le gusta tratar personalmente con los cops.

– Y se entiende.

La expresión de Laliberté se desvió levemente. El superintendente era un hábil jugador pero Adamsberg sabía descubrir los cambios en las miradas con mayor rapidez que el detector de la GRC. Laliberté pasaba al ataque y Adamsberg acrecentó su flema, cruzando los brazos y apoyándose en el respaldo.

– Noëlla Cordel murió la noche del 26 de octubre -dijo simplemente el superintendente-. Entre las diez y media y las once y media de la noche.

Perfecto, si así puede decirse. La última vez que había visto a Noëlla fue cuando huyó por la ventana de guillotina, el viernes 24 por la noche. Había temido que la maldita guillotina cayera sobre él y que Laliberté le anunciara la fecha del 24.

– ¿Es posible ser más preciso con la hora?

– No. Había cenado hacia las siete y media de la tarde y la digestión estaba demasiado avanzada.

– ¿En qué lago la encontrasteis? ¿Lejos de aquí?

En el lago Pink, claro, pensó Adamsberg. ¿Qué otro podía ser?

– Mañana continuaremos -decidió Laliberté levantándose de pronto-. De lo contrario, arremeterás contra los cops quebequeses y dirás que son unos asquerosos. Tenía ganas de contártelo, eso es todo. Os hemos reservado dos habitaciones en el hotel Brébeuf, en el parque del Gatineau. ¿Os parece bien?

– ¿Lo de Brébeuf es el nombre de un tipo?

– Sí, de un francés tozudo como una mula al que los iraqueses se jalaron porque quería predicarles mentiras. Vendremos a buscaros a las dos, para que os recuperéis.

De nuevo amable, el superintendente le tendió la mano.

– Y me soltarás esa historia del tridente.

– Si eres capaz de oírla, Aurèle.

A pesar de sus resoluciones, Adamsberg no tuvo la capacidad de pensar en la pasmosa conjunción que le hacía encontrarse con el Tridente en la otra punta del mundo. Los muertos viajan deprisa, como el relámpago. Había presentido el peligro en la pequeña iglesia de Montreal, mientras Vivaldi le susurraba que Fulgence estaba informado de que volvía a emprender la cacería y le aconsejaba que tuviera cuidado. Vivaldi, el juez, el quinteto, es todo lo que tuvo tiempo de pensar antes de dormirse.

Retancourt llamó a la puerta a las seis de la madrugada, hora local. Con el pelo mojado aún, acababa apenas de vestirse y la perspectiva de iniciar aquella difícil jornada con una conversación con su teniente de acero no le agradaba. Habría preferido tenderse y pensar, es decir, vagabundear entre los millones de partículas de su espíritu, totalmente enmarañadas en sus jodidos alvéolos. Pero Retancourt se sentó pausadamente en la cama, dejó en la mesilla un termo de verdadero café -¿cómo se las había arreglado?-, dos tazas y algunos panecillos frescos.

– He ido a buscarlo abajo -explicó-. Si los dos puercos aparecen, estaremos más tranquilos aquí para charlar. La jeta de Mitch Portelance me cortaría el apetito.

XXXII

Retancourt tragó sin decir palabra la primera taza de café y un panecillo. Adamsberg no ponía nada de su parte para iniciar el diálogo, pero el silencio no molestaba a la teniente.

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