Fred Vargas - La tercera virgen

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La tercera virgen es sin duda alguna una de las mejores novelas de Fred Vargas, no tanto por la trama, que como en todas las novelas de esta autora de género negro resulta envolvente y convincente en su desarrollo, sino por los personajes, trazados de una manera tal que, aunque extravagantes, incomprensibles a veces y llenos de secretos, resultan más cercanos que el vecino de la puerta de al lado con el que nos cruzamos todas las mañana a la misma hora.
El comisario Adamsberg sigue siendo un hombre extraño, no sólo para nosotros los lectores, sino también para su propio equipo, con el que mantiene una relación de amor-odio, reflejo muy conseguido de micro-sociedad fruto del ambiente opresor del lugar de trabajo. La extravagancia no es propiedad exclusiva del comisario, casi todos sus subordinados tienen una característica especial, un defecto, una marca que les hace especiales y diferentes al resto de los humanos, un deje que les infiere una particularidad propia, tan bien creada, que les hace ser universales.
En esta novela Adamsberg se enfrenta, al mismo tiempo que con la resolución de los asesinatos de las jóvenes vírgenes, con su pasado. Un pasado que se presenta en forma de subordinado, el teniente Veyrenc, que con su presencia en el equipo pretende saldar una cuenta pendiente de su infancia. Así Fred Vargas nos hace dudar de la bondad del comisario, creando una incertidumbre que lastra la confianza ciega que el lector siempre otorga al bueno, al policía, al salvador, y creando un juego fascinante del que queremos saber la resolución lo antes posible, para poder restablecer nuestra confianza ciega en la justicia y la bondad de quienes la manejan.
La trama y los personajes implicados nos atrapan sin remedio, llegando tal vez a una resolución final un poco decepcionante, tal vez demasiado increíble, que no consigue aun así, desmerecer en nada el resto de esta magnífica novela.

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Estiró los brazos y los cruzó detrás de la nuca, apreciando la iniciativa acogedora del hipersomne. Fuera, la lluvia y la sombra. Que no tenían nada que ver entre sí.

Danglard renunció a poner en marcha la máquina de bebidas al encontrar al comisario dormido. Retrocedió, abandonando la sala con paso silencioso.

– No estoy durmiendo, Danglard -dijo Adamsberg sin abrir los ojos-. Tómese su café.

– ¿Esta litera se debe a Mercadet?

– Lo supongo, capitán. La estoy probando.

– Tendrá competencia.

– O multiplicación. Seis colchonetas amontonadas en las esquinas, de aquí a poco.

– Sólo hay cuatro esquinas -puntualizó Danglard encaramándose a uno de los taburetes del bar con las piernas colgando.

– En cualquier caso, es más cómodo que esos putos taburetes. No sé quién los fabricó, pero son demasiado altos. Ni siquiera se alcanza el reposapiés. Está uno posado ahí encima como una cigüeña en lo alto de un campanario.

– Son suecos.

– Pues los suecos son demasiado altos para nosotros. ¿Cree usted que eso cambia algo?

– ¿El qué?

– La altura. ¿Cree que la altura influye en la reflexión, cuando la cabeza está separada de los pies por un metro noventa? ¿Cuando la sangre tiene que recorrer todo ese camino para subir y bajar? ¿Cree que entonces se piensa con más pureza, sin que intervengan los pies? O al revés, ¿que un tipo minúsculo piensa mejor que los demás, de manera más rápida y concentrada?

– Emmanuel Kant -contestó Danglard sin ardor- sólo medía un metro cincuenta. No era más que pensamiento, rigurosamente estructurado.

– ¿Y su cuerpo?

– Nunca lo utilizó.

– Eso tampoco es plan -murmuró Adamsberg volviendo a cerrar los ojos.

Danglard juzgó más prudente y útil regresar a su despacho.

– Danglard, ¿la ve? -preguntó Adamsberg con voz monocorde-. ¿La Sombra?

El comandante volvió, dirigiendo sus ojos hacia la ventana y la lluvia que oscurecía la sala. Pero conocía demasiado bien a Adamsberg para imaginarse que el comisario le hablaba del tiempo.

– Está aquí, Danglard. Vela el cielo. ¿La siente? Nos envuelve, nos mira.

– Está de humor sombrío -sugirió el comandante.

– Algo así. Alrededor de nosotros.

Danglard se pasó la mano por la nuca, dándose tiempo para reflexionar. ¿Qué Sombra? ¿Cuándo, dónde, cómo? Desde el trauma que había sufrido Adamsberg en Quebec, que había requerido un confinamiento forzado de más de un mes, Danglard lo había vigilado de cerca. Observó su rápida remontada fuera de los estragos que habían estado a punto de acabar con su mente. Y parecía que todo había vuelto a la normalidad bastante pronto, a la normalidad de Adamsberg se entiende. Danglard sintió que sus temores volvían a asaltarlo. Quizá Adamsberg no se hubiera alejado tanto del abismo en que había estado a punto de caer.

– ¿Desde cuándo? -preguntó.

– Pocos días después de volver yo -dijo Adamsberg abriendo bruscamente los ojos y sentándose más erguido en el cuadrado de espuma-. Es posible que acechara antes rondando por nuestros parajes.

– ¿Nuestros parajes?

– Los de la Brigada. Son sus parajes. Cuando me voy, como cuando fui a Normandía, dejo de sentirla. Cuando vuelvo, ahí está, discreta y gris. Quizá sea la cartuja.

– ¿Quién es?

– Clarisa, la monja aplastada por el curtidor.

– ¿Usted cree en esas cosas?

Adamsberg sonrió.

– La otra noche la oí -dijo con expresión bastante feliz-. Se paseaba por el desván, rozando el suelo como una tela. Me levanté y fui a ver.

– Y no había nada.

– Claro -contestó Adamsberg, dedicando un pensamiento al marcador de Haroncourt.

El comisario recorrió con una mirada circular la pequeña sala.

– ¿Le molesta? -preguntó Danglard con delicadeza, teniendo la impresión de que exploraba un terreno minado.

– No. Pero es una sombra de mal agüero, Danglard, no lo olvide. No está aquí para ayudarnos.

– Desde que volvió no ha ocurrido nada nuevo, aparte del Nuevo.

– Veyrenc de Bilhc.

– ¿Es él lo que le preocupa? ¿Ha traído la Sombra?

Adamsberg meditó la sugerencia de Danglard.

– Problemas seguro. Es del valle de al lado del mío. ¿Le ha hablado de eso? ¿De su valle de Ossau? ¿De su pelo?

– No. ¿Por qué?

– Cuando era niño, se le echaron encima cinco tíos. Le reventaron la barriga y le laceraron el cuero cabelludo.

– ¿Y?

– Pues esos tíos venían de mi tierra, de mi pueblo. Y lo sabe. Fingió que lo descubría, pero estaba perfectamente al corriente antes de llegar. Y si quiere saber mi opinión, si está aquí es precisamente por eso.

– ¿Por qué?

– Búsqueda de recuerdos, Danglard.

Adamsberg volvió a tumbarse.

– Esa mujer que detuvimos hace dos años, la enfermera, ¿la recuerda? Era la primera vez que arrestaba a una anciana. Odio esa historia.

– Era un monstruo -dijo Danglard con voz turbia.

– Era una disociada, según la forense. Con su lado Alfa, normal y corriente, y su lado Omega, ángel de la muerte. ¿Qué son exactamente alfa y omega?

– Son letras griegas.

– Bien. Tenía setenta y tres años. ¿Recuerda su mirada cuando la detuvimos?

– Sí.

– No es un recuerdo muy estimulante, ¿verdad, capitán? ¿Cree que todavía nos está mirando? ¿Cree que es la Sombra? Recuerde.

Sí, Danglard lo recordaba. La cosa había empezado en el domicilio de una mujer mayor, muerte natural, comprobación de las causas de la defunción, rutina. El médico de cabecera y el forense, Romain, que por aquel entonces aún no tenía sus vapores, habían zanjado el asunto en menos de quince minutos. Paro cardiaco, el televisor seguía encendido. Dos meses después, Danglard y Lamarre reiteraban esa operación banal en casa de un hombre de noventa y un años, fallecido en su sillón, con el libro todavía en la mano, curiosamente titulado Del arte de ser abuela. Adamsberg había llegado cuando los dos médicos estaban concluyendo.

– Ruptura de aneurisma -estaba anunciando el de cabecera-. Nunca se sabe cuándo puede caer. Pero cuando cae, cae. ¿Alguna objeción, colega?

– Ninguna -había respondido Romain.

El médico había sacado su bolígrafo y el formulario de declaración.

– No -había dicho Adamsberg.

Las miradas se habían vuelto hacia el comisario, que, con la espalda apoyada en la pared, los estaba mirando con los brazos cruzados.

– ¿Algún problema? -había preguntado Romain.

– ¿No huelen nada?

Adamsberg se había despegado de la pared y se había aproximado al cuerpo. Había olido el rostro, posado una vaga caricia sobre el pelo ralo del anciano. Luego había recorrido las dos pequeñas habitaciones, con la cara en alto.

– Está en el aire, Romain. Mira hacia otro sitio, no al cuerpo.

– ¿Hacia qué «otro sitio»? -había preguntado Romain, levantando sus gafas hacia el techo.

– Romain, este viejo ha sido asesinado.

El médico de cabecera había hecho un gesto de impaciencia, volviendo a guardar el grueso bolígrafo negro. Ese tipo bajito, de ojos vagos, que andaba fisgoneando, con las manos hundidas en los bolsillos de un pantalón raído, los brazos tan morenos como si se pasara el día tomando el sol, no le inspiraba nada bueno, nada limpio.

– Mi paciente estaba agotado, acabado como un caballo viejo. Cuando cae, cae.

– Cae, pero no siempre del cielo. ¿Lo huele, doctor? No es ni un perfume, ni un medicamento. Manzanilla, pimienta, alcanfor, azahar.

– El diagnóstico está hecho, y usted no es médico, que yo sepa.

– Claro que no, soy policía.

– Ya lo supongo. Si no está satisfecho, llame al comisario.

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