Fred Vargas - La tercera virgen

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La tercera virgen es sin duda alguna una de las mejores novelas de Fred Vargas, no tanto por la trama, que como en todas las novelas de esta autora de género negro resulta envolvente y convincente en su desarrollo, sino por los personajes, trazados de una manera tal que, aunque extravagantes, incomprensibles a veces y llenos de secretos, resultan más cercanos que el vecino de la puerta de al lado con el que nos cruzamos todas las mañana a la misma hora.
El comisario Adamsberg sigue siendo un hombre extraño, no sólo para nosotros los lectores, sino también para su propio equipo, con el que mantiene una relación de amor-odio, reflejo muy conseguido de micro-sociedad fruto del ambiente opresor del lugar de trabajo. La extravagancia no es propiedad exclusiva del comisario, casi todos sus subordinados tienen una característica especial, un defecto, una marca que les hace especiales y diferentes al resto de los humanos, un deje que les infiere una particularidad propia, tan bien creada, que les hace ser universales.
En esta novela Adamsberg se enfrenta, al mismo tiempo que con la resolución de los asesinatos de las jóvenes vírgenes, con su pasado. Un pasado que se presenta en forma de subordinado, el teniente Veyrenc, que con su presencia en el equipo pretende saldar una cuenta pendiente de su infancia. Así Fred Vargas nos hace dudar de la bondad del comisario, creando una incertidumbre que lastra la confianza ciega que el lector siempre otorga al bueno, al policía, al salvador, y creando un juego fascinante del que queremos saber la resolución lo antes posible, para poder restablecer nuestra confianza ciega en la justicia y la bondad de quienes la manejan.
La trama y los personajes implicados nos atrapan sin remedio, llegando tal vez a una resolución final un poco decepcionante, tal vez demasiado increíble, que no consigue aun así, desmerecer en nada el resto de esta magnífica novela.

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– ¿…haber corrido, niño, por vuestros verdes montes,

que los dioses me dieron, como a vos, por amigos?

Adamsberg miró a su nuevo agente cruzar los brazos y sonreír brevemente para sí.

– Ya veo -dijo el comisario con voz lenta.

El teniente se enderezó, sorprendido.

– Figura en mi expediente -dijo, a modo de extraña excusa.

– ¿A santo de qué?

– El comisario de Burdeos no podía soportarlo. Ni el de Tarbes. Ni el de Nevers.

– ¿No podía usted reprimirse?

– Señor, no lo podía, pues me veo obligado:

la sangre de mis deudos me lleva a este pecado.

– ¿Cómo lo hace? ¿En vigilia? ¿En sueños? ¿En hipnosis?

– Es de familia -dijo Veyrenc con cierta sequedad-. No puedo hacer nada para evitarlo.

– Si es de familia, la cosa cambia.

Veyrenc torció el labio, levantando las manos con ademán fatalista.

– Le propongo que volvamos juntos a la Brigada, teniente. Es posible que este cuchitril no le siente bien.

– Es verdad -dijo Veyrenc con el estómago encogido ante la evocación de Camille.

– ¿Conoce a Retancourt? Ella es quien se encarga de su formación.

– ¿Hay novedades en Clignancourt?

– Las habrá si encontramos gravilla debajo de una mesa. Ya se lo contará ella, no le ha hecho ninguna gracia.

– ¿Por qué no pasa el caso a los estupas? -preguntó Veyrenc bajando la escalera junto al comisario, con sus libros debajo del brazo.

Adamsberg bajó la cabeza sin contestar.

– ¿No puede decírmelo? -insistió el teniente.

– Sí. Pero busco cómo decírselo.

Veyrenc esperó, con la mano en la barandilla. Había oído demasiadas cosas sobre Adamsberg para pasar por alto sus rarezas.

– Esos muertos son para nosotros -dijo por fin Adamsberg-. Se vieron atrapados en una red, en una malla, en una trama. En una sombra, en los pliegues de una sombra.

Adamsberg clavaba su mirada turbia en un punto preciso de la pared, como si en él buscara las palabras que le faltaban para verter su idea. Luego renunció, y los dos hombres bajaron hasta el portal, donde Adamsberg marcó una última pausa.

– Antes de que salgamos a la calle -dijo-, antes de que nos convirtamos en compañeros de trabajo, dígame de dónde le vienen las mechas rojas.

– No creo que la historia le guste.

– Hay pocas cosas que me molesten, teniente. Pocas cosas me turban. Algunas me chocan.

– Eso dicen.

– Es verdad.

– Sufrí un ataque de niño, en el viñedo. Tenía ocho años, los chavales tenían trece o quince. Una pandilla de cinco hijos de puta. Nos tenían tirria.

– ¿Nos?

– Mi padre era propietario del viñedo, su vino estaba ganando fama, y eso provocó una competencia. Me sujetaron en el suelo y me dieron golpes en la cabeza con trozos de chatarra. Luego me reventaron el estómago con un trozo de botella.

Adamsberg, con la mano apoyada en la puerta, había suspendido sus gestos, aferrando el pomo redondo.

– ¿Sigo? -preguntó Veyrenc.

El comisario asintió levemente.

– Me dejaron en el suelo con el vientre abierto y catorce heridas en el cuero cabelludo. En las cicatrices de esos cortes, me volvió a crecer el pelo, pero rojo. No hay explicación. Es un recuerdo.

Adamsberg miró el suelo un momento y alzó los ojos hacia el teniente.

– ¿Qué es lo que no tenía que gustarme en su historia?

El Nuevo apretó los labios, y Adamsberg observó sus ojos oscuros que trataban, quizá, de hacerle bajar la mirada. Melancólicos, pero no siempre y no con todo el mundo. Los dos montañeses se miraron fijamente como dos bucardos enfrentados, inmóviles, con los cuernos enredados en una embestida callada. Fue el teniente quien, tras un breve movimiento que indicaba derrota, volvió la cabeza.

– Acabe la historia, Veyrenc.

– ¿Es indispensable?

– Creo que sí.

– ¿Y por qué?

– Porque es nuestro trabajo acabar las historias. Si quiere empezarlas, vuelva a ser profesor. Si quiere acabarlas, quédese de policía.

– Entiendo.

– Claro. Por eso está aquí.

Veyrenc dudó, levantó el labio en una falsa sonrisa.

– Los cinco chavales venían del valle del Gave.

– De mi valle.

– Eso es.

– Vamos, Veyrenc, acabe la historia.

– Ya está acabada.

– No. Los cinco chavales venían del valle del Gave. Venían del pueblo de Caldhez.

Adamsberg giró el pomo.

– Vamos, Veyrenc -dijo con suavidad-. Buscamos una piedra.

XII

Retancourt dejó caer todo su peso en una silla de plástico del café de Emilio.

– Sin ánimo de ofender -dijo Emilio aproximándose a ella-, si aparece demasiado la pasma por aquí, ya puedo cerrar el bar.

– Encuéntrame una piedrecita, Emilio, y te dejo en paz. Y tres cervezas.

– Sólo dos -intervino Estalère-. No puedo beber -se excusó mirando primero al Nuevo y luego a Retancourt-. No sé por qué, pero me marea.

– Pero, Estalère, eso le pasa a todo el mundo -dijo Retancourt, siempre sorprendida por la resistente candidez de ese chico de veintisiete años.

– Ah -dijo Estalère-. ¿Es normal?

– No sólo es normal, sino que es el objetivo.

Estalère frunció el ceño, sin querer, por nada del mundo, dar a Retancourt la impresión de que le reprochaba algo. Si Retancourt pedía cerveza durante las horas de trabajo, era que debía de estar no sólo permitido, sino recomendado.

– No estamos de servicio -le dijo Retancourt sonriendo-. Buscamos una piedrecita. No tiene nada que ver.

– Le guardas rencor -afirmó el joven.

Retancourt esperó que Emilio trajera las cervezas. Alzó su vaso hacia el Nuevo.

– Bienvenido. No consigo recordar tu nombre.

– Veyrenc de Bilhc, Louis -dijo Estalère, feliz de haber memorizado tan rápido el nombre completo.

– Diremos Veyrenc -propuso Retancourt.

– De Bilhc -precisó el Nuevo.

– ¿Tanto te importa el «de»?

– Me importa el vino. Es el nombre de un viñedo.

Veyrenc acercó su vaso al de su colega, sin brindar. Había oído muchas cosas acerca de las aptitudes fuera de serie de la teniente Violette Retancourt, pero de momento sólo veía una mujer rubia, muy alta y gorda, bastante ruda, bastante alegre, en la que nada le permitía entender el temor o la devoción que inspiraba en la Brigada.

– Le guardas rencor -repitió Estalère con voz sorda.

Retancourt se encogió de hombros.

– No tengo nada en contra de ir a tomarme una caña en Clignancourt. Si eso le divierte…

– Le guardas rencor.

– ¿Y qué si se lo guardara?

Estalère inclinó la cabeza, sombrío. La antinomia, incluso la incompatibilidad de comportamientos que oponían con frecuencia al comisario y su subordinada, lo dividía dolorosamente. La doble veneración que profesaba a Adamsberg y a Retancourt, brújulas de su existencia, no admitía compromiso. No habría abandonado al uno por el otro. El organismo del joven funcionaba sólo a base de energía afectiva, excluyendo todos los demás fluidos como la razón, el cálculo, el interés intelectual. En eso, similar a un motor especializado que no tolera más que un carburante en estado puro, Estalère era un sistema excepcional y frágil. Retancourt lo sabía, pero no tenía ni la delicadeza ni las ganas de adaptarse.

– Son sus ideas -insistió el joven.

– Es un expediente para los estupas, Estalère -dijo Retancourt cruzando los brazos.

– Él dijo que no.

– No encontraremos esa piedra.

– Él dice que sí.

Estalère solía hablar del comisario diciendo «Él». «Él», Jean-Baptiste Adamsberg, el dios vivo de la Brigada.

– Haz lo que te parezca. Búscale la piedra hasta el fin del mundo, pero no me pidas que me arrastre por debajo de las mesas.

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