– Para quitar la losa.
– Rediez, ¿cuántas veces van a mover esta piedra?
– Si no la quitamos, ¿cómo quiere que sepamos por qué lo hicieron?
– Es bastante lógico -murmuró Voisenet.
– Pero si no cavaron -protestó el guarda-. Ya se lo he dicho, leñe. No había nada, ni un agujero de alfiler. Incluso quedaban los tallos secos de las rosas por todas partes. Eso demuestra que no tocaron nada, ¿no?
– Quizá, pero tenemos que comprobarlo.
– ¿No se fía?
– Han muerto dos tipos por esto, a los dos días del suceso. Degollados los dos. Es un precio alto sólo por haber movido una lápida. Sólo por tocar las pelotas.
El guarda se rascaba la barriga, perplejo.
– O sea que algo harían -prosiguió Adamsberg.
– Pues no veo qué.
– Pues vamos a verlo.
– Sí.
– Y para eso hay que retirar la lápida.
– Sí.
Veyrenc llamó aparte a Retancourt.
– ¿Por qué el comisario lleva dos relojes? -preguntó-. ¿Para saber qué hora es en América?
– Porque está chalado. Creo que tenía un reloj y que su novia le regaló otro. Así que se lo puso también. Y ahora ya la cosa no tiene remedio, lleva dos relojes.
– ¿Porque no se decide a elegir entre los dos?
– No, yo creo que es más sencillo. Posee dos relojes, luego lleva dos relojes.
– Ya veo.
– Aprenderás rápido.
– Tampoco he captado cómo se le ha ocurrido lo del cementerio, si estaba durmiendo.
– Retancourt -llamó Adamsberg-, los hombres se van a descansar. Vendré con un relevo en cuanto haya devuelto a Tom a su madre. ¿Puede ocuparse de la coordinación? ¿Encargarse de las autorizaciones?
– Yo me quedo con ella -propuso el Nuevo.
– ¿Ah sí, Veyrenc? -preguntó con rigidez-. ¿Cree que va a aguantar sin dormir?
– ¿Usted no?
El teniente había cerrado rápidamente los párpados, y Adamsberg lo lamentó. Choque de bucardos en la montaña, el teniente se pasaba los dedos por la extraña cabellera. Incluso de noche, las vetas rojas se distinguían con claridad.
– Tenemos trabajo, Veyrenc, y trabajo sucio -prosiguió Adamsberg más suavemente-. Si hemos podido esperar treinta y cuatro años, podremos esperar unos días más. Le propongo que nos demos una tregua.
Veyrenc pareció vacilar, pero asintió en silencio.
– De acuerdo -dijo Adamsberg alejándose-. Estaré de vuelta en una hora.
– ¿De qué habla? -preguntó Retancourt siguiendo al comisario.
– De una guerra -contestó con sequedad Adamsberg-. La guerra de los dos valles. No te metas en esto.
Retancourt se detuvo, malhumorada, haciendo volar gravilla de una patada.
– ¿Es grave? -preguntó.
– Más bien.
– ¿Qué ha hecho?
– O qué hará. Te gusta, ¿verdad, Violette? Pues no te pongas entre el árbol y la corteza, porque algún día tendrás que elegir. O él, o yo.
A las diez de la mañana, la lápida había sido levantada, revelando una superficie de tierra lisa y aplanada. El guarda había dicho la verdad, el suelo estaba intacto, salpicado por todas partes de restos de rosas ennegrecidas. Los policías, cansados y decepcionados, daban vueltas alrededor de la tumba, desconcertados. ¿Qué habría decidido el viejo Angelbert ante esa derrota de sus hombres?, se preguntó Adamsberg.
– Saque fotos de todos modos -dijo al fotógrafo pecoso, un chico amable y con talento cuyo nombre olvidaba regularmente.
– Barteneau -le sopló Danglard, que también asumía la tarea de contrarrestar las deficiencias sociales del comisario.
– Barteneau, tome fotos. También de detalle.
– Ya se lo advertí -rezongó el guarda-. No hicieron nada. Ni un agujero de alfiler.
– Tiene que haber algo por fuerza -replicó Adamsberg.
El comisario estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada en los brazos. Retancourt se alejó, se apoyó en un monumento funerario y cerró los ojos.
– Va a dormir un poco -explicó el comisario al Nuevo-. Es la única de la Brigada que sabe hacerlo, dormir de pie. Un día nos explicó la manera de hacerlo, y todo el mundo lo intentó. Mercadet estuvo a punto de conseguirlo. Pero justo cuando se estaba quedando dormido, se cayó.
– Me parece normal -susurró Veyrenc-. ¿Y ella no se cae?
– Precisamente no. Y vaya a comprobarlo, duerme de verdad. Puede hablarle en voz alta, nada la despierta si así lo ha decidido.
– Es una cuestión de conversión -explicó Danglard-. Convierte su energía en lo que quiere.
– Eso no nos da la clave del sistema -añadió Adamsberg.
– Igual lo único que hicieron fue mear encima -sugirió Justin, que se había sentado junto al comisario.
– ¿Encima de Retancourt?
– Encima de la tumba, caray.
– Es mucho trabajo y mucho dinero sólo para mear.
– Sí, perdón, hablaba por hablar, para relajarme.
– No se lo reprocho, Voisenet.
– Justin -corrigió Justin.
– No se lo reprocho, Justin.
– Además, tampoco me relaja mucho.
– Sólo hay dos cosas que relajan de verdad. Reír y hacer el amor. No estamos haciendo ni lo uno ni lo otro.
– Lo sospechaba.
– ¿Y dormir? -preguntó Veyrenc-. ¿No relaja?
– No, teniente, dormir descansa. No es lo mismo.
El equipo volvió a sumirse en el silencio, y el guarda preguntó si podía irse. Sí, podía.
– Deberíamos aprovechar que el elevador está aquí para volver a colocar la lápida -propuso Danglard.
– Todavía no -dijo Adamsberg, con la barbilla todavía apoyada en los brazos-. Seguimos mirando. Si no encontramos nada, los estupas nos los quitan esta noche.
– No vamos a quedarnos días aquí sólo para resistir a los estupas.
– Su madre dijo que no tocaba la droga.
– Las madres… -soltó Justin encogiéndose de hombros.
– Se relaja usted demasiado, teniente. Hay que creer a las madres.
Veyrenc iba y venía aparte, lanzando de vez en cuando una mirada intrigada a Retancourt, que dormía, en efecto, profundamente. De vez en cuando, hablaba solo.
– Danglard, trate de oír lo que farfulla el Nuevo.
– ¿De verdad quiere saberlo?
– Nos relajará un poco, estoy seguro.
– Bueno, pues el Nuevo está murmurando versos de circunstancia. Empieza por «Oh, tierra».
– ¿Y luego? -preguntó Adamsberg, un tanto desanimado.
– «Oh tierra, si te imploro, permaneces callada,
ocultando el secreto de esa noche espantosa.
¿Eres tú que te niegas, o acaso ya no puedo
percibir los murmullos de este tu sufrimiento?»
«Etcétera, lo que viene después no lo recuerdo. No conozco el autor.
– Es normal, es suyo. Lo hace como otros se suenan.
– Es curioso -dijo Danglard arrugando su gran frente.
– Sobre todo, es de familia, como todo lo que es curioso. Vuelva a recitarme esos versos, capitán.
– No valen gran cosa.
– Al menos tienen sentido. Y es más, un sentido oportuno. Vuélvamelos a recitar.
Adamsberg escuchó atentamente y se levantó.
– Tiene razón. La tierra sabe lo que nosotros no sabemos. No somos capaces de oírla, y ahí está el problema.
El comisario volvió ante la tumba descubierta, flanqueada por Danglard y Justin.
– Y si hay un sonido que habría que oír y no oímos, es que estamos sordos. No es que la tierra sea muda, es que somos ineptos. Por lo tanto, necesitamos un especialista, un intérprete, un tipo que sepa oír el canto de la tierra.
– ¿Cómo se llama eso? -preguntó Justin bastante inquieto.
– Un arqueólogo -dijo Adamsberg sacando su teléfono-. O un rebuscamierda, como prefiera.
– ¿Tiene de eso entre sus conocidos?
– Sí -confirmó Adamsberg marcando un número-. Uno excelente, un especialista de…
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