Mark Billingham - En la oscuridad

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Durante una noche de lluvia, Theo Shirley, un chico de diecisiete años, dispara al coche de una mujer cumpliendo así con la ceremonia de iniciación para formar parte de una banda. Ella no muere, pero su coche se estrella contra una parada de autobuses, matando a un policía.
La novia de éste, también policía, no acepta que su muerte haya sido un accidente. En su deseo por descubrir la verdad, llevará a cabo su propia investigación e irá descubriendo oscuros secretos que nos conducirán a un sorprendente giro final de la historia.

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Había un asiento libre entre Clive y el hombre que estaba al final de la barra. Clive pidió una limonada e hizo un gesto con la cabeza:

– Y lo que él quiera.

Cuando el hombre vio quién le invitaba, pidió un té… y una pinta de rubia.

– ¿Quieres algo de comer? -preguntó Clive.

– Una tostada con salsa negra.

– Yo invito. Pide lo que quieras.

– Eso es lo que quiero.

Clive se tomó su limonada.

– Como quieras.

– Tiene todo lo que necesitas, ¿sabes? Todos los grupos de alimentos importantes.

– ¿Ah sí?

– Pan. Fruta. Es una salsa a base de fruta.

La mujer de detrás de la barra levantó una ceja mirando a Clive antes de darse la vuelta, como si hubiese oído ese rollo demasiadas veces.

– No tardes demasiado, Jacky -dijo Clive-. No tenemos todo el día.

Jacky el Billares tenía un nombre como es debido, por supuesto, pero se había perdido en algún lugar a lo largo de los veinticinco años que llevaba siendo un elemento prácticamente fijo en el Cue Up. Se decía que había sido un jugador competente en su momento. Había habido rumores de que se había hecho profesional hasta que alguien a quien había desplumado en los billares demasiadas veces había metido un par de bolas en una bolsa y le había dado con ella en la nuca mientras se colocaba para un tiro largo a la negra.

Las gafas le habían ayudado con las secuelas en los ojos, pero no podían hacer gran cosa con el temblor del brazo con que cogía el taco. Ahora era él el estafado, era a él a quien le robaban el dinero las tragaperras que se pasaba todo el día alimentando y, aunque probablemente todavía pudiese ganarles a la mayoría de los clientes del club con la zurda, había encontrado formas más fáciles de ganarse la vida. No tenía demasiados problemas de vista últimamente.

En cuanto Clive se hubo terminado su limonada, se fue. No miró atrás mientras se dirigía a las escaleras, sabía que Jack le seguiría. Fuera, Clive caminó a paso ligero y Jacky se mantuvo a una buena distancia detrás de él, sin perder de vista al hombre robusto, intentando terminarse lo que le quedaba de tostada y salsa mientras se alejaban de la zona comercial hacia Brookmill Park.

El coche estaba aparcado en una calle secundaria. Frank salió al ver a Clive acercarse, y ambos se quedaron de pie el uno al lado del otro, esperando a que la exigua figura diese la vuelta a la esquina arrastrando los pies.

Jacky el Billares se apuró para recorrer los últimos metros, luego estiró la mano y dijo:

– Ya no soy tan rápido como antes, señor Linnell.

Frank se dirigió a Clive:

– ¿Tenemos alguna servilleta o algo en el coche? -Hizo una mueca-. Parece que se ha metido los dedos por el culo.

La Unidad de Protección de Menores en la que Helen había cogido su baja tenía su sede en una pequeña oficina de la comisaría de Streatham. El equipo también era pequeño: un inspector, un par de subinspectores, cuatro agentes de investigación y dos agentes. A Helen no le emocionó ver que casi todos ellos estaban allí cuando entró.

La única cara desconocida era la de la mujer que ocupaba el puesto más cercano a la puerta y Helen supuso que debía de ser su sustituía. La mujer se levantó, vaciló, como si no estuviese segura de qué hacer primero: darle la enhorabuena o el pésame. Helen le ahorró la molestia mirando hacia otro lado y, sin dejar de caminar, cruzó toda la oficina y se dirigió directamente a los brazos abiertos del subinspector Andrew Korn.

La abrazó fuerte y le frotó la espalda, «calmándola» suavemente aunque Helen no emitía sonido alguno.

Fue Helen quien por fin dijo:

– Está bien.

Korn dio un paso atrás y la miró. Era fornido y de rostro franco, un par de años más joven que ella.

– ¿Qué demonios haces aquí? -le preguntó.

– Estaba desesperada por veros a todos -dijo-. Y, ya sabes, intentando mantenerme ocupada.

Korn indicó su comprensión con un gesto de la cabeza y Helen sintió una punzada de culpabilidad. Sólo era una mentira a medias.

Se dio cuenta de que se había pasado gran parte de los días anteriores sintiéndose culpable, de que así era como había llegado a sentir el duelo. También lo sentía como furia. Y miedo: un terror para cagarse en las bragas.

Korn sacó unas sillas.

– Bueno, me alegro de verte.

Una mirada, un saludo, unas palabras. Uno por uno, Helen mantuvo el contacto de rigor con cada uno de los miembros del equipo. Luego, mientras su sustituta iba a buscar un poco de té y, a pesar de la insistencia de Korn de que tenía otras cosas en qué pensar, se puso al día de cómo estaban yendo las cosas en su ausencia.

La Fiscalía de la Corona todavía seguía dándole vueltas a si tenía pruebas suficientes para imputar a un padre de tres hijos, puesto que sólo uno de los niños mostraba síntomas de abusos. Una mujer se había retractado de su declaración y ahora se negaba a testificar contra su novio, alegando que las magulladuras de su hijo eran todas autoinflingidas. Al igual que las suyas.

– ¿Estás segura de que has echado esto de menos? -le preguntó Korn.

Era la historia habitual de frustración y cagadas a la que Helen ya estaba bien acostumbrada. Hablaron sobre todo de un caso en el que ella había estado trabajando, para el que parecía que obtendrían un resultado positivo de forma inminente. Como siempre, se aferraban a las victorias, conscientes de que cada una de ellas llegaba tras una dura lucha y que merecían el esfuerzo.

– Volvería mañana -dijo Helen-, si no anduviese arrastrando esta cosa por ahí.

– ¿Tienes algo de ayuda? -pregunto Korn.

– Estoy bien, Andy. De verdad.

Una pregunta de uno de sus agentes distrajo a Korn y, mientras buscaba en sus notas, Helen se escabulló hasta un ordenador desocupado e inició sesión.

– Tengo un montón de cosas que redactar.

Helen levantó la mirada y vio a la subinspectora Diane Sealy sonriéndole de oreja a oreja por encima de la pantalla de su ordenador.

– Bien por ti, Di.

– Ya sabes, si estás desesperada por hacer algo.

– Voy a mirar unos cuantos e-mails y a salir de aquí mientras aún pueda -dijo Helen-. Voy a hablar con el jefe, a ver si me puedo hacer permanente la baja.

Sealey se rio.

En cuanto entró en el Ordenador Central de la Policía, Helen buscó el papel en su bolso y tecleó el número de matrícula.

– Todos pensamos en ti -dijo Sealey.

Helen asintió, dijo que lo sabía y volvió a dirigir sus ojos al teclado, a los resultados de la búsqueda. Se inclinó sobre su mesa y cogió un bolígrafo. Tenía mucho que escribir.

Frank había planeado hablar en el coche, pero hacía demasiado calor, e intentaba caminar en cuanto tenía ocasión. Laura le decía que era bueno para su corazón.

– Es agradable estar fuera para variar -dijo Jacky el Billares.

Brookmill Park había experimentado una extensa reforma durante la construcción del tren ligero de los Docklands. Había jardines ornamentales y una reserva natural de buen tamaño. El sendero que recorría el río Ravensbourne era parte de uno más largo que iba hacia el sur desde el Támesis, en Creekside, hasta la costa de Eastbourne.

Se sentaron en un banco junto a uno de los estanques, con Jacky entre Frank y Clive. En los bordes, hierbas tapizantes marrones volvían espesa el agua, y las mariposas se movían cerca de la superficie, bailando sobre las cabezas de las pollas de agua y los gansos canadienses.

– Es un tema de drogas, no hay duda. -Jacky se dio una palmada en la pierna para enfatizar sus palabras-. He pillado una conversación o dos y sé exactamente de qué hablan esos pringados.

– ¿Coca? ¿Pasta base? ¿Qué? -preguntó Clive.

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