Mark Billingham - En la oscuridad

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Durante una noche de lluvia, Theo Shirley, un chico de diecisiete años, dispara al coche de una mujer cumpliendo así con la ceremonia de iniciación para formar parte de una banda. Ella no muere, pero su coche se estrella contra una parada de autobuses, matando a un policía.
La novia de éste, también policía, no acepta que su muerte haya sido un accidente. En su deseo por descubrir la verdad, llevará a cabo su propia investigación e irá descubriendo oscuros secretos que nos conducirán a un sorprendente giro final de la historia.

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Helen jamás lo olvidó.

– La cuestión es que sólo llegamos a conocer a esa gente después de su muerte, después de que los pobres capullos hayan sido asesinados de un tiro, una puñalada o lo que sea. Ni siquiera conocemos su aspecto, no en realidad. No conocemos sus expresiones, ni cómo caminaban o hablaban, no sabemos c ó mo eran. A veces averiguamos mierda de todo tipo, revolviendo por todos los rincones. Llegamos a saber cómo eran realmente, aun cuando no lo pretendamos. Y a veces, también las personas con las que convivían.

Helen cogió los dos tiques de aparcamiento y los llevó a la mesa que había junto a la puerta principal. Volvió a colocarlos uno junto a otro, preparados para la mañana. Luego apagó la radio y volvió al dormitorio.

Diez minutos más tarde, acostada a oscuras, dijo:

– ¿A qué coño juegas, Hopwood?

Dieciséis

El centro de seguimiento del CCTV que cubría la mayor parte del West End tenía su sede encima del Trocadero, un centro comercial y complejo de entretenimiento situado entre Coventry Street y Shaftesbury Avenue. Mientras tres pisos más abajo la gente se dejaba el sueldo en maquinas matamarcianos y camisetas de «I

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London» o, un poco más lejos, en cualquiera de los diversos placeres que Oxford Street, el Soho y Leicester Square tenían que ofrecer, una empresa de seguridad privada pagada por el ayuntamiento de Westminster vigilaba y grababa sus movimientos para la posteridad. O, a veces, como pruebas.

Una vez hubo ido al servicio, Helen mostró su placa en recepción y rellenó un formulario detallando las fechas y lugares de los que quería ver imágenes. Había pasado por el proceso antes, sabía que tardarían unos quince minutos en arreglarlo. Había un par de revistas para leer mientras esperaba, reproducciones de cuadros de Kandinsky en las paredes para mirarlas si le apetecía.

Era una soleada mañana de jueves. Caminó hasta la ventana, disfrutando del sol sobre su cara mientras contemplaba Picadilly Circus, al otro lado de la calle, los árboles de Green Park apenas visibles en la distancia.

– ¿Agente Weeks?

La mujer que salió del ascensor y dijo el nombre de Helen era probablemente más joven de lo que parecía. Por el bien de la mujer y de todos los que la conocían, Helen esperó que no fuese tan desgraciada. Se levantó con dificultad del sofá y examinó la expresión de la mujer.

Las reacciones de la gente ante su embarazo (los toqueteos, los consejos no solicitados, los comentarios condescendientes) solían ser mal recibidos. Sin embargo, a Helen le resultó desconcertante ver a alguien tan visiblemente indiferente, que la mirase como si estuviese… alardeando.

Sonrió e intentó no juzgarla. Tenía contacto diario con personas que no podían tener hijos, o que los habían perdido antes de nacer, de bebés y mayores, por las drogas, los abusos o la violencia. Sabía que había mucha gente por ahí para la que su barriga prominente sería cualquier cosa menos hermosa.

– Hubiera estado bien que nos avisase con más tiempo.

Vaya, era una puta amargada…

Fueron en silencio hasta el último piso y Helen fue conducida a la sala de visionado. El suelo enmoquetado y las losetas de la pared absorbían la mayor parte del sonido y la mujer levantó la voz un tono o dos, cosa que no era agradable:

– Dígame cuándo y le pondré la primera cinta.

Seguían llamándolas «cintas» aunque todas las grabaciones se almacenaban ahora en discos duros, con memoria suficiente para muchos miles de horas. Esto implicaba que la mayor parte de ellas podían guardarse durante meses y, en algunos casos, años, antes de ser borradas.

Helen asintió y la mujer empezó a aporrear el teclado.

Había tres pantallas grandes que mostraban imágenes de las tres cámaras más cercanas a la ubicación que Helen había indicado. Una estaba colocada directamente sobre la rampa de entrada del aparcamiento y Helen sabía que habría imágenes de Paul entrando, apenas minutos antes de que la escena que estaban viendo ahora fuese grabada.

Viernes, 11 de julio, 13.12 h.

Miró fijamente la pantalla que ofrecía la mejor perspectiva: desde una cámara en el lado opuesto de Brewer Street y a unos seis metros a la derecha de donde ella estaba mirando. Sabía que no tendría que esperar demasiado. La hora exacta estaba impresa en el tique y, casi con toda certeza, Paul saldría a la calle un minuto o así después.

Miró abajo mientras cambiaba de postura en la silla y, cuando volvió a mirar, allí estaba. Cruzó una puerta gris que había junto a la entrada principal, se detuvo un segundo para orientarse y luego caminó hasta la acera.

Helen se sintió un poco mareada. Miró a su alrededor para ver si había una jarra de agua en algún sitio, molesta por si iba a tener que pedir una.

– Parece un fulano chungo -dijo la mujer.

A las 14.15 h del 11 de julio llovía en abundancia. En la pantalla, el agua caía en líneas oscuras por la imagen granulosa en blanco y negro. Helen no podía distinguir la expresión facial de Paul, pero le vio allí de pie, con su traje azul, encorvándose en la lluvia y no pudo encontrar demasiadas razones para discutir la afirmación de la mujer.

Había solicitado las imágenes de varios puntos de CCTV más de la zona para poder seguir a Paul en cualquiera de las direcciones que tomase desde el aparcamiento, seguirlo de cámara en cámara según avanzaba. Finalmente, no fue necesario.

Vio detenerse al taxi negro y a Paul acercarse a él. Vio la puerta abierta y a Paul intercambiando unas palabras con el pasajero de la parte de atrás antes de entrar. El taxi se alejó rápidamente. Al desplazar sus ojos hacia la última pantalla de la derecha, Helen lo vio desde otro ángulo, dirigiéndose directamente hacia la cámara, antes de sobrepasarla y salir de plano.

– Muy bien -dijo-. Póngame la siguiente -buscó un caramelo mentolado en el bolso, mientras la mujer preparaba la segunda grabación. Presionó la mano contra su pecho y la vio temblar.

Oír la voz de Paul en su teléfono móvil había sido bastante difícil, pero verle era un golpe más duro. Había algo en el silencio y la calidad de la imagen: descompuesta y cubierta de sombra. Algo en la observación de vidas pasadas colándose en el presente.

Ahora miró a la mujer, a sus dedos moviéndose con facilidad por las teclas. Probablemente, estaba decidiendo qué comer en el almuerzo, a dónde ir en vacaciones, si comprarse los zapatos que llevaba semanas deseando.

Convocando a un fantasma bajo petición como si tal cosa.

– Aquí tiene…

Viernes, 18 de julio, 19.33 h.

Paul salió por la misma puerta gris y esperó; miró su reloj; caminó de un lado a otro por la estrecha franja de acera.

– El mismo tipo -dijo la mujer.

– El mismo.

– ¿Es a ese al que busca?

Helen le observó allí de pie, con esa postura absurda suya, con un pie cruzado por encima del otro. Le vio tirarse de los puños de la camisa para sacárselos de la manga, comprobar su reflejo en un escaparate, luego girarse al oír llegar el taxi. Lo vio de inmediato.

– Debe de tener pasta, metiéndose en taxis por todas partes.

– ¿Puede volver a ponerme el final del primer trozo? -preguntó Helen-. ¿Congelarme la imagen del taxi?

Cuando las dos imágenes estuvieron una junto a otra en pantallas adyacentes, y Helen volvió a comprobarlas, apuntó las letras y números. El mismo número de matrícula, el mismo taxi, en ambas ocasiones.

Pero la segunda vez no había otro pasajero. Lo había llamado o se lo habían enviado.

– ¿Ya tiene lo que quería?

Helen dejó caer el bolígrafo y el papel en su bolso, cerró la cremallera y pensó: «Tengo algo que hacer esta tarde…».

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