Mark Billingham - En la oscuridad

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Durante una noche de lluvia, Theo Shirley, un chico de diecisiete años, dispara al coche de una mujer cumpliendo así con la ceremonia de iniciación para formar parte de una banda. Ella no muere, pero su coche se estrella contra una parada de autobuses, matando a un policía.
La novia de éste, también policía, no acepta que su muerte haya sido un accidente. En su deseo por descubrir la verdad, llevará a cabo su propia investigación e irá descubriendo oscuros secretos que nos conducirán a un sorprendente giro final de la historia.

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– Ésa es la manera de empezar el día, tío. Un poquito de esa cosa buena te espabila y te pone a punto para los clientes de ahí fuera, ¿me entiendes?

Theo empezó a recoger sus periódicos.

Easy hizo un gesto con la cabeza y se inclinó hacia delante. Bajó la voz, adoptando un tono agradable y serio.

– Sé lo que está pasando aquí, T, pero no tienes ningún motivo para andarte preocupando por todo esto, te lo juro. Tienes una banda sólida a tu alrededor, tío. Al cien por cien.

– Pero la policía está a tope -Easy meneó la cabeza con desinterés-. En serio, deberías leer esto.

– A la policía que le den -Easy miró a su alrededor, como si buscase un sitio donde escupir-. No saben ni por dónde empezar a buscar. Los maderos no son nada. De verdad, T.

Theo asintió e hizo el montón de periódicos a un lado. Easy se recostó y exhibió una sonrisa de oreja a oreja.

Tema cerrado.

– ¿Sigue en pie lo de esta noche?

– ¿El qué?

– Sigo necesitando esa cara inocente.

– Mierda -el trabajo del que Easy le había hablado un par de días antes. Theo lo había olvidado por completo-. Apenas he visto a Javine y al niño desde hace días, tío -dijo-. Me estoy dejando los huevos en el curro, ¿sabes?

Estaba haciendo más horas, eso era cierto. Pasaba tanto tiempo lejos de la familia como podía, evitando cuidadosamente a todas las personas que le importaban.

Easy no estaba dispuesto a aceptarlo.

– Tienes que hacer estas cosas, tío. Lo último que necesitas ahora mismo es quedarte sentado y dejar que todo esto te coma el tarro, ¿me entiendes? Además, el tipo de trabajo que vamos a hacer esta noche es la razón por la que disparaste al coche de esa puta, ¿no?

La raz ó n…

Era el dinero, suponía Theo. O el respeto, como decían los periódicos grandes. Aunque, al recordar el momento en que apretó el gatillo, sentía que lo había hecho principalmente porque Easy y los demás le estaban gritando y vacilando. Le dijo a Easy que era una pregunta absurda, porque no sabía qué era lo que iban a hacer.

– Será divertido -dijo Easy-. Te lo juro -se levantó, se llevó el Star consigo y prometió llamar a Theo más tarde para darle los detalles.

Theo se terminó el bocadillo, luego salió a fumar. Se llevó un periódico consigo y se quedó de pie en la acera, mirando la foto de Paul Hopwood. Treinta y cuatro años. Futuro padre. Siguió mirándola hasta que el suave gusano de ceniza cayó sobre el periódico y tuvo que sacudirlo.

Más mierda cayendo.

La secuencia completa de ideas e impulsos no duró más de unos segundos, pero Helen disfrutó observando las distintas expresiones que cruzaban la cara de Ray Jackson, intentando interpretarlas, mientras sacaba el taxi de la entrada de su casa y se incorporaba a la calzada.

La confusión al ver a una mujer intentando hacerle parar delante de la puerta de su casa. El dilema momentáneo al ver su silueta. El «lo siento, bonita, no puedo hacer nada» mientras se decidía y pisaba el acelerador, deseando meterse un buen desayuno antes de hacer ninguna carrera, mucho menos para llevar a una loca.

La ira, luego la resignación, al verla enseñar su placa mientras frenaba en seco y se hacía a un lado.

Helen se acercó a la ventanilla, esperó hasta que la hubo bajado del todo.

– Por favor, apaga el motor, Ray, y pásate al asiento de atrás. Podemos hablar dentro.

Era una agradable callecita secundaria de North Acton, con adosados de mediados de los años veinte, árboles en flor delante de cada casa, tan bien alineados como las antenas parabólicas. Jackson hizo lo que le decía y sujetó la puerta mientras Helen entraba. Ella le dio las gracias y él dijo que no había de qué, pero que si podían darse prisa porque tenía que ganarse la vida. Ella le dijo que intentaría no entretenerle.

– El viernes dieciocho del mes pasado llevaste a un pasajero en la parte de atrás de tu taxi, un agente de policía. Y el viernes anterior.

– ¿Cuál? -preguntó Jackson.

– ¿Perdona?

Jackson se tomó un par de segundos.

– ¿Qué viernes?

– No me estás escuchando, Ray. Los dos. Uno por la tarde y el otro por la noche.

– ¿Tiene idea de cuántos pasajeros llevo cada semana?

– Lo recogiste en la puerta del aparcamiento público de Brewer Street.

– Si usted lo dice…

– No lo digo yo. Tenemos ambos momentos grabados en el CCTV.

– ¿Y? ¿Superé algún límite de velocidad?

– Me gustaría saber adónde le llevaste -dijo Helen-. Me gustaría saber quién era el otro pasajero. El hombre que ya estaba en el taxi cuando le recogiste en Brewer Street.

Jackson tenía cincuenta y tantos años y era robusto. Si Helen no hubiese sabido ya que no le incomodaba cierto grado de violencia, le habría quedado claro cuando se giró para mirarla.

– No tengo por qué hablar con usted. No he hecho nada. Así que ya puede ir saliendo de mi taxi.

– No he terminado -dijo Helen.

– Lo siento, bonita, yo sí he terminado -se giró para mirar por la ventanilla-. De todas formas, ¿no debería estar en casa haciendo patucos?

Helen tragó saliva.

– El agente de policía al que me refiero murió hace una semana -dejó que asimilase el dato-. Así que sí tienes que hablar conmigo, al menos si no quieres que nos echemos sobre ti como las moscas sobre la mierda en un futuro próximo. Todo el mundo ha hecho algo, Ray, y tú has hecho más que la mayoría. Así que probablemente sea mejor terminar con esto ahora, ¿no crees?

Era pura palabrería, por supuesto. No había razón alguna por la que ni siquiera los agentes que sí estaban investigando la muerte de Paul fuesen a interesarse por un trayecto en taxi que había hecho quince días antes. Helen contaba con que Jackson no lo supiese y acertó.

Soltó unos cuantos tacos, ordenando sus ideas o editando mentalmente la información, antes de empezar a cantar. Le habló sobre un cliente concreto al que llevaba a veces, un respetable hombre de negocios para el que trabajaba en exclusiva, aparte de sus carreras normales.

– Parece un buen apaño -dijo Helen-. ¿Te paga en efectivo? -Sonrió al ver su reacción-. No te preocupes, no soy del fisco.

Jackson asintió.

– Muchos taxistas hacen lo mismo hoy en día -dijo-. Hay demanda. Somos más baratos que un servicio de limusinas y no nos perdemos.

– Ese hombre de negocios sabe quién conduce su taxi, ¿no? -Helen esperó, pero Jackson no ofreció respuesta alguna-. Verás, si sabe lo de Parkhurst y Belmarsh y las razones por las que te metieron allí y le sigue pareciendo bien que le hagas de chófer, no tengo más remedio que preguntarme hasta qué punto es «respetable». No veo a Alan Sugar contratándote, ¿y tú, Ray?

– Todo eso pasó hace tiempo.

– ¿Adónde llevaste a tu jefe y al agente de policía?

Jackson dijo que no recordaba adónde los había llevado la tarde de viernes por la que Helen le preguntaba, ni si los dos pasajeros habían dejado el taxi juntos. La carrera de por la noche había sido a un restaurante de Shoreditch, un sitio italiano. No recordaba el nombre.

– ¿Tienes idea de qué hablaron?

– No me invitaron.

– ¿Y en el taxi?

– Nunca escucho.

Helen tenía serias dudas al respecto, pero vio que no iba a sacarle mucho más. Mientras volvía a meter su cuaderno en el bolso, se fijó en la mancha descolorida que había en la alfombra, junto a sus pies.

– ¿Qué es eso, Ray? -Su tono dejaba bastante claro que ya conocía la respuesta.

Jackson sonrió.

– No creo que el poli muriese en la parte de atrás de mi taxi.

Helen no dijo nada; pensó en el estado de sus sábanas, en las dos horas que había pasado en el hospital en plena noche. Estiró la mano para rascar la mancha con una uña.

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