Mark Billingham - En la oscuridad

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Durante una noche de lluvia, Theo Shirley, un chico de diecisiete años, dispara al coche de una mujer cumpliendo así con la ceremonia de iniciación para formar parte de una banda. Ella no muere, pero su coche se estrella contra una parada de autobuses, matando a un policía.
La novia de éste, también policía, no acepta que su muerte haya sido un accidente. En su deseo por descubrir la verdad, llevará a cabo su propia investigación e irá descubriendo oscuros secretos que nos conducirán a un sorprendente giro final de la historia.

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« Ahora eres un pez gordo, T. Has matado a un poli » .

Easy no había dicho gran cosa después de la llegada de SnapZ, pletórico y encantado con la noticia. Theo pudo ver que hasta él estaba un poco alterado. Dudaba que SnapZ y Mikey lo hubiesen notado, pero Theo conocía lo bastante bien a Easy como para ver cómo intentaba disimularlo, quitarle importancia a todo el asunto. Chasqueando la lengua y mirando su reloj. Mirando de soslayo el periódico.

Mierda, si Easy estaba nervioso…

Theo empezó a subir las escaleras de piedra hasta el tercer piso, sus pasos resonaban contra los escalones, el pasamanos de metal, frío bajo la palma de su mano.

«¡ Dios! » . En el rellano, estuvo a punto de tropezar con alguien que bajaba. Ambos dieron un paso atrás. Theo miró y reconoció al viejo que vivía a dos puertas de su madre. Relajó los puños y se bajó la capucha.

– ¡Theodore! Me has dado un susto de muerte.

Theo farfulló una disculpa, vio que el hombre iba a bajar la basura. Las bolsas le habían parecido alas o algo así en la penumbra y habían asustado a Theodore tanto como al viejo.

– ¿Quiere que se las baje?

No tuvo que preguntárselo dos veces, y le dijo que era un orgullo para su madre mientras volvía a subir trabajosamente las escaleras.

Theo soltó un taco por lo bajo mientras volvía a bajar. Odiaba acercarse a las grandes papeleras metálicas del bajo. Odiaba el olor y el ruido de bichos correteando detrás de ellas. Pero el pobre viejales tenía cara de llevar las bolsas llenas de piedras.

A unos tres metros de las papeleras, Theo se detuvo y tiró adentro las bolsas, luego se dio la vuelta mientras la segunda todavía caía estrepitosamente y volvió a subir las escaleras de dos en dos. Esperó junto a la puerta de su piso, agarrando las llaves con el puño para que no hiciesen ruido. Se apoyó contra la puerta y escuchó. Oyó el llanto ronco del bebé a través del tabique de escayola.

No podía enfrentarse a ello.

Cambió un juego de llaves por otro mientras bajaba dos plantas a saltos y avanzaba por el pasillo. Sabía que su madre y su hermana llevarían un buen rato en la cama, que no tendría que hablar con nadie. No tendría que fingir que todo iba bien y hablar de esto y de lo otro cuando se sentía como si todavía se estuviese despertando de algo.

Como si lo peor todavía estuviese por venir.

Abrió la puerta de casa de su madre y entró sin encender ninguna luz. Se tiró en el sofá, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.

Helen no había dormido casi nada. Había empezado a quedarse dormida una o dos veces, pero se había dado cuenta de que no había apagado la luz, de que el teléfono estaba sonando otra vez y no acabó de dormirse del todo. Finalmente, se había rendido.

Eran casi las tres de la mañana. Se hizo un té y encendió la radio, escuchó a otros insomnes que llamaban para intercambiar insultos con un presentador furioso mientras se mantenía ocupada. Cogió las bolsas de plástico que había llenado con lo que había en el coche de Paul y lo volcó todo sobre la alfombra. Tiró las latas vacías, los envoltorios y los paquetes de tabaco a la papelera e intentó clasificar todo lo demás.

Gafas de sol, GPS, cintas y CD variados, guías de carreteras y herramientas del maletero, papeles arrugados.

« Creo que ten í a m á s cosas en la cabeza que los dem á s… » Dispuso todos los papeles sobre la mesa con cuidado. Los alineó todos con esmero, luego los organizó en grupos: recibos de gasolineras y supermercados, tiques de aparcamiento, trozos de papel con nombres y números de teléfonos garabateados.

Entonces recordó que el teléfono había sonado cuando intentaba dormir en vano. Comprobó el contestador.

– Espero no molestar, sólo quería decirle que fue un placer conocerla antes -un suave acento del nordeste-. Perdone… soy Roger Deering, por cierto. Debería haberlo dicho. En cualquier caso, en realidad sólo he llamado para decirle que si necesita algo… por favor, no dude en llamarme. Si se agobia o lo que sea. Sé que no es fácil, así que… aunque sólo le apetezca charlar un rato.

Dejó su número, le dijo que podía llamarle a cualquier hora y añadió: «Con Dios».

Helen volvió a la mesa, pensando que su primera expresión sobre el responsable de la escena del crimen había sido bastante acertada, que era un tipo decente, pero también consciente de que su capacidad para interpretar a la gente se había resentido tanto como el resto de ella. Había clasificado a Deering como un tipo bastante agradable, luego un poco asqueroso, luego agradable otra vez, todo ello a los cinco minutos de conocerle.

Se terminó el té y se quedó mirando los trozos de papel, los colocó en fila donde correspondía, los estiró. Dejando vagar sus ojos sobre ellos, pensó en lo que Gary Kelly le había dicho.

Lo de Frank Linnell. Todo lo demás…

« S ó lo estaba un poco… distra í do. »

Lo de que Paul se guardaba sus cosas para sí, lo de que no iba a la oficina cuando debía, lo de que no era claro sobre lo que estaba haciendo exactamente. Sintió un extraño alivio por no ser la única que se había topado con su silencio.

La única a la que había mentido.

« … los ú ltimos meses no ten í a ni idea de a qu é se dedicaba. » Sí, se había establecido una distancia entre ellos desde que Paul había descubierto lo de su aventura, desde que habían existido dudas sobre quién era el padre del niño. Pero, si era sincera consigo misma, Helen tenía la impresión de que había algo más que la simple ira y los celos sexuales. Ahora no tenía sentido no ser franca.

Parecía claro que había cosas que Paul no le había contado, no porque no le apeteciese, sino porque no podía.

En la radio, una mujer hablaba sobre el calentamiento global y el locutor sugería que podía tratarse de una gigantesca teoría de la conspiración. Helen se preguntó si debía coger el teléfono a primera hora de la mañana y llamar a algunos de los números que Paul había apuntado.

« Hola, probablemente esto le resultar á extra ñ o, pero mi novio acaba de morir y s é que deber í a estar pensando en otras cosas, pero su n ú mero estaba en un papel que hab í a en su coche y… bueno, b á sicamente soy una puta cotilla, as í que… » .

Se fijó en que dos de los tiques de aparcamiento eran del mismo lugar: un aparcamiento público de Brewer Street, en el Soho. Colocó los recibos juntos e intentó pensar por qué habría ido Paul al West End.

Una tarde de viernes, luego la noche del viernes de la semana siguiente. Quince días antes de su muerte.

Fue a buscar su agenda y comprobó las fechas, hizo memoria y se dio cuenta de que el segundo viernes había sido la noche que Paul había vuelto tarde con el aliento oliendo a ajo. Recordó que se había quedado acostada fingiendo estar dormida y se había preguntado si estaba viendo a alguien. Que se había engañado a sí misma diciéndose que había salido con gente del trabajo.

Hacía mucho tiempo, cuando todavía acababa de salir del cascarón, había salido de copas con un viejo borrachuzo de la Brigada de Homicidios con demasiados años a sus espaldas. Después de varias pintas, había empezado a hablarle de la realidad, de lo extraño que era tratar con muertes violentas.

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