Laura era la única familia que Frank tenía, la única que probablemente tendría nunca, pero le bastaba. Tenía veintitrés años, treinta menos que él y era… delicada. Esa era la palabra que siempre le venía a la cabeza a Frank si pensaba en ella el tiempo suficiente. Hermosa, evidentemente, y mucho más lista que él (eso debía de haberlo heredado de su madre, imaginaba) pero sin duda era fácil herirla.
Necesitaba que la cuidasen, le gustase o no.
Cuando Laura levantó la cabeza del periódico, estaba pálida. Aquella mañana se había recogido su larga melena; la sujetaba con lo que a Frank le parecían unos palillos chinos.
– Es terrible -su voz era aguda y suave, sin acento-. No sé qué decir. Es… fatídico -sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no intentó enjugarlas.
– No es fatídico -dijo Frank-. No se puede hacer nada contra lo fatídico.
– No puedes hacer nada contra esto.
– Eso ya lo veremos.
– No puedes recuperar a Paul.
Frank se adonde estaba ella. Volvió a mirar el periódico, los sencillos esquemas en blanco y negro.
– Esto no puede quedar así -dijo-. No puede quedar así.
– Deberías pensar las cosas un poco -dijo ella.
– Paul también era tu amigo.
– Lo sé.
– Recuerdas cómo le conocí, ¿no?
Ella asintió.
– Por favor, no hagas ninguna tontería.
Todavía no sabía qué iba a hacer, no concretamente. Por supuesto, llamaría a Clive (siempre empezaba así) y pensarían algo juntos. Elaborarían un plan de negocio, como siempre.
– Prométemelo -dijo Laura.
Frank cogió el periódico y lo tiró a la papelera. Se imaginó más monigotes infelices con sus boquitas abiertas, sorprendidos, zigzags atravesando las líneas rectas de brazos y piernas, y chorros de rojo cruzando los cuadrados de su diminuto mundo en blanco y negro.
Llevó su plato al lavavajillas, abrió la puerta y se inclinó.
Dijo:
– No te preocupes.
Aparte de unos minutos que había empleado en pulirse los restos de la sopa que Jenny le había hecho, Helen tenía la impresión de haber pasado la mayor parte de la noche al teléfono. Jenny había llamado sólo unos segundos después de su llegada a casa, luego Katie le había dado un toque. La madre de Paul quería saber si había tenido alguna noticia más sobre la entrega del cuerpo, y su padre la había llamado para recordarle que tenía una cama preparada por si alguna vez le apetecía.
Aunque agradecía que tanta gente se preocupase por su bienestar, había descolgado el teléfono. Pero lo había vuelto a colgar casi de inmediato, tras decidir que Jenny y Katie eran lo bastante histéricas como para enviarle a la policía imaginando que habría hecho alguna tontería.
Y de todas formas, había soñado con que Paul llamaría.
No estaba segura de cuándo lo había soñado, si estaba medio despierta o completamente dormida en ese momento, pero la sensación-recuerdo era potente; el sentimiento de euforia al coger el teléfono y oír su voz.
« Debe de haber una probabilidad entre un mill ó n: una persona con el mismo nombre que yo en esa parada de autob ú s.
Aunque es agradable saber que todo el mundo estaba tan afectado, Claro. ¿ C ó mo est á el beb é , por cierto? » .
Sabía que ese tipo de pensamientos no eran inusuales, la sensación de que la persona que había muerto entraría bailando por la puerta en cualquier momento. Era una cosa a medias entre la negación y la oración, suponía Helen, y sintió alivio por que al menos una de las cosas que sentía fuese normal.
Pero las lágrimas seguían sin aparecer.
Había bajado al aparcamiento, había limpiado el coche de Paul y había metido en bolsas todo lo que había en el suelo y el maletero. Acababa de entrar por la puerta principal cuando el teléfono volvió a sonar. Respiró profundamente antes de cogerlo.
– ¿Helen? Soy Gary.
Se sintió culpable por no haber hablado con Gary Kelly desde el accidente. Sabía que era absurdo culpar a nadie salvo al tirado que había disparado el arma, pero eso no había impedido que lo hiciese, no había impedido que las ideas irracionales se apoderasen de ella.
Si la imbécil del coche no se hubiese dejado llevar por el pánico.
Si Paul hubiese estado lo bastante sobrio para reaccionar con mayor rapidez.
Si no se dirigiesen a casa de Gary.
Le preguntó cómo estaba y él le dijo que estaba mejor. Que la baja que le habían dado era más por compasión que médica y que volvería al trabajo a la semana siguiente. Le preguntó cómo estaba ella, luego empezó a llorar antes de que pudiese responder.
Todos menos yo, pensó Helen.
– Es culpa mía -dijo él.
– No.
– Le pedí que se quedase… porque no quería ir solo a casa. Habría reaccionado más rápido de no haber estado tan borracho.
– Paul también estaba borracho -dijo Helen-. Era bastante obvio cuando me llamó. Parecía contento, Gary. ¿De acuerdo?
– Me apartó, ¿lo sabías?
– Sí, lo sé -a Helen le habían contado lo que había dicho ver un testigo de la parada de autobús. Cómo los dos hombres estaban juntos, de pie, y cómo el que había muerto había empujado a su amigo momentos antes del impacto. Helen escuchó los sollozos del amigo de Paul, y no pudo evitar desear que hubiese sucedido al revés.
Cuando Kelly dejó de llorar, hablaron de cuestiones prácticas unos minutos. Le preguntó si quería decir algo en el funeral y él le dijo que sería un honor. Le habló de la colecta que estaban organizando en la comisaría y le dijo que había decidido donar todos los fondos a alguna organización benéfica de la policía. Kelly le dijo que lo organizaría.
– Si necesitas cualquier cosa -dijo-, tienes todos mis números, ¿no? Simplemente llámame si se te ocurre alguna otra cosa. A cualquier hora.
Helen le dio las gracias.
– De hecho, hay una cosa. ¿Te dice algo el nombre de Frank Linnell?
Llevaba todo el día dándole vueltas a la conversación telefónica de la noche anterior. Sentía que se tensaba cada vez que pensaba en ella y no entendía por qué. No tenía idea de quién era Linnell, ni de qué conocía a Paul, pero tal vez un amigo y compañero de trabajo como Gary Kelly lo supiese.
Lo que sí sabía era que, en las semanas previas a la muerte de Paul, ella no había sido ninguna de las dos cosas.
– ¿Por qué quieres información sobre Frank Linnell?
Había algo en la voz de Kelly que le molestó, y la mentira le salió con facilidad.
– Ya sabes, se te mete un nombre en la cabeza y no tienes ni idea de dónde lo has oído.
– Probablemente sea mejor que se quede en tu cabeza -dijo Kelly-. Frank Linnell no es precisamente alguien a quien quieras acercarte.
– Ahora sí que necesito saber.
Aunque Kelly nunca había trabajado activamente en la Unidad contra el Crimen Organizado, sabía lo bastante para ofrecerle una historia abreviada: los ambientes del sudeste de Londres que controlaba la organización de Linnell, la lista de imputaciones que nunca se sostenía, los métodos utilizados para hacerse con contratos para sus diversas empresas de construcción y promoción inmobiliaria.
– No es el tipo más agradable del mundo, ¿sabes?
– De acuerdo, gracias…
– ¿Estás haciendo algún trabajillo de incógnito para los de Crimen Organizado, entonces? -se rio-. Es una tapadera buenísima.
– ¿El qué?
– Todo el rollo del embarazo. Desde luego, me tenías bien engañado.
Helen también se rio, pero fue un esfuerzo.
– No era más que un nombre que alguien mencionó, creo. Debió de ser Paul, supongo. Aunque él nunca tuvo mucho que ver con esas cosas, ¿no?
Читать дальше