Hillary Waugh - Corra cuando diga ya
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Al ver que desaparecían, los hombres se incorporaron e iniciaron el descenso. Peter apuntó la automática y disparó. Su intención había sido dar al hombre de en medio; pero no era su revólver y la bala pasó a un centímetro de la mandíbula del individuo. Aquello les detuvo. Los dos de los extremos corrieron hacia arriba, el del medio se agachó.
Peter aprovechó la confusión. Tomó a Karen de la mano y la arrastró detrás del siguiente automóvil y luego del siguiente. Avanzaba hacia el extremo del depósito. Era lo que Brandt llamaba «maniobra de cucaracha». Según él, la cucaracha es tan difícil de cazar porque corren detrás de un objeto, no para ocultarse -como lo hacen los ratones- sino para ocultar su trayecto y así mantener en secreto el siguiente refugio y el siguiente y el siguiente. La orden de Brandt en materia de huidas era: «Cuando se pongan a cubierto ¡muévanse!»
En la esquina del otro depósito, un sereno salió de una garita para investigar la causa de la explosión. Peter avanzó hacia el siguiente automóvil. En lo alto de la escalinata, uno de los pistoleros hacía señas al sedán. Reclamaba ayuda.
Más allá de los depósitos había un amplio estacionamiento para camiones y trenes, que terminaba en el enorme edificio de mercancías y en la Stazione Marítima. Después de aquellos edificios estaba el mar. Peter arrastró a Karen dos automóviles más, para alejarse de la escalera, pero los escondites se les estaban terminando.
Se oyó el pitido de un tren y una pequeña locomotora avanzó a través del espacio abierto, arrastrando unas veinte vagonetas de cuatro ruedas, en el preciso instante en que el sedán aparecía en dirección opuesta. El automóvil se desvió y dobló por la calle que separaba los dos depósitos. Pasó a toda velocidad junto al escondite de Peter y Karen y se detuvo al pie de la escalinata donde estaban los primeros automóviles. Hombres armados descendieron del lado de la escalera, se parapetaron detrás del sedán y buscaron el blanco.
Peter condujo a Karen detrás del último automóvil y le señaló la esquina del depósito, que estaba a unos quince o veinte metros de allí.
– Corra agachada -le susurró-. Vamos.
Se agacharon y corrieron juntos. Pero la buena suerte no les duró. Estaban llegando cuando un hombre que vigilaba desde lo alto de la escalinata gritó.
Lograron ponerse a cubierto y Peter arrastró a Karen a toda velocidad hasta colocarse detrás de la última vagoneta del tren. Corrieron a la par, parapetados por ella. Corrían todo lo que podían pero el tren iba tomando velocidad. En aquel momento pasó cerca un camión-cisterna, que arrastraba un remolque-cisterna y se dirigía hacia el edificio de mercancías. Se ocultaron tras él. Peter procuró que Karen se colgara del remolque, pero la muchacha no logró agarrarse bien y cayó. Peter la levantó, pero habían quedado ya sin resguardo. Estaban solos en terreno abierto, y el grito de alarma proveniente de la escalera fue inmediato.
Pero la «maniobra de cucaracha» había dado resultado. Los perseguidores se habían desorganizado. El más próximo estaba cien metros atrás; el sedán cien metros más lejos aún y avanzando en dirección equivocada.
Pero la presa había quedado a la vista y los cazadores volverían a concentrarse. El primer hombre echó a correr en dirección a ellos, otro gritó y el distante sedán giró con un chirrido de neumáticos.
Peter y Karen alcanzaron el edificio de mercancías, dieron la vuelta a la esquina y corrieron bordeando la fachada, pero no pudieron llegar más allá. El enorme edificio sobresalía sobre una vía férrea y estaba abierto a ambos lados. Los portones de carga estaban cerrados y los grandes pilares que sostenían el voladizo descendían en la misma línea que los bloques de hormigón del muelle, perdiéndose bajo el nivel del agua, dos metros y medio más abajo.
La Stazione Marítima estaba a unos cincuenta metros de allí, a la derecha, con el trasatlántico Augustus amarrado al muelle. Pero estaba demasiado iluminado y la distancia era demasiado grande para que Karen y Peter pudieran escapar sin ser vistos. Cerca del lugar en que se habían detenido había dos barcas, sujetas con un ancla de popa y un cabo de proa; pero no había tiempo de acercarse. También había un lanchón amarrado contra el muelle, pero su cubierta plana, a nivel de tierra firme, no ofrecía el menor reparo. En cuanto a los portales y pilares, sólo brindaban a la pareja un refugio temporal. Era cuestión de instantes y los pistoleros aparecerían por ambos lados del edificio y los obligarían a salir.
Peter arrastró a Karen hasta uno de los pilares, cerca de la proa del lanchón.
– ¿Sabe nadar?
– Sí.
Sin más explicaciones le dio un empellón, enfundó la automática y se arrojó tras ella.
Miércoles 21.45-22.35 horas
Karen escupía agua cuando Peter emergió a su lado, pero no protestó.
– Métase acá -le susurró y la guió hacia la angosta brecha que quedaba entre la pared de hormigón del muelle y la curva del casco del lanchón.
Esperaron, moviendo los pies en el agua y buscando algún saliente o algún boquete abierto por el agua en el cemento para sostenerse mejor. Estaban fuera del alcance de su vista y podían mantenerse a flote, pero no podían cambiar la temperatura del agua. Sentían frío, un frío que se iba acentuando minuto a minuto.
Al comienzo no llegaron a ellos más que sonidos distantes: el pitido y el jadeo del tren, el rumor del tránsito en la Via Gramsci, el zumbido de los automóviles que pasaban por la sopraelevata. Luego se oyó ruido de pisadas sobre las piedras, justamente sobre sus cabezas. Una voz dijo algo, casi en sus oídos, y otra voz, un poco más distante, respondió. Alguien saltó a la cubierta del lanchón, cruzó hasta la otra banda y volvió a hablar. Luego llegaron otras voces desde el extremo opuesto del edificio. Los hombres avanzaban con cautela, seguros de que la presa estaba acorralada.
Registraron pilar por pilar, portal por portal, y las voces se hicieron más altas, más frecuentes, más quejosas. Los cazadores estaban desconcertados. Los fugitivos no estaban allí. Pero ¿dónde podían haber ido? No podían haber llegado a las barcas… estaban inmóviles, nadie las había tocado. Tampoco se los veía en el agua. Los rayos de las linternas se reflejaron sobre el manso oleaje.
La búsqueda se prolongó quince minutos y luego las voces apesadumbradas e irritadas se alejaron. Un motor se puso en marcha, se oyó el ruido de portezuelas que se cerraban y el ruido del motor se perdió en la distancia.
– Gracias a Dios -dijo Karen-. Estoy congelada. Salgamos de aquí.
– Todavía no.
– Se fueron.
– Puede ser una treta.
– Déjese de bromas, Congdon. Los he oído. Dijeron que debíamos habernos ido al trasatlántico o a la estación marítima.
– Por supuesto. Lo dijeron para que nos sintiéramos seguros.
– Pero, caramba, oí cómo lo decían. No era una treta. Están desorientados. No podían saber que estábamos escuchando.
– De todos modos esperaremos… porque puede ser una trampa. Y la forma de eludir las trampas es aguantando lo inaguantable, resistiendo lo irresistible.
– Como en la tienda del remendón.
– Exactamente. Como en la tienda del remendón.
– ¡Y lo hicimos sin necesidad! Me obligó a permanecer una hora y media con los pelos de punta junto a dos cadáveres. Me parecía oírlos respirar, moverse. Por un momento creí que me desmayaría. Y ahora quiere que me muera congelada, sádico de mierda. No le haré caso. No le haré caso.
– La oí decir que nunca me traería problemas.
Karen apretó los dientes.
– Hijo de puta. Usted me dice eso.
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