Hillary Waugh - Corra cuando diga ya
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Peter esperó inmóvil y los minutos pasaron. La mano de Karen se extendió y tocó su pierna.
– ¿Peter?
– ¿Qué?
– ¿Qué hace?
– Espero.
– ¿Qué espera?
– A ellos.
– ¿No cree que se han ido?
– Pueden estar apostados esperándonos. Todo depende de si han decidido que estamos aquí o no.
– Peter, no aguanto más. No puedo quedarme más tiempo aquí. Me voy a volver loca.
– Tenemos que quedarnos.
– Oh, Peter.
– Déme la mano. Eso la reconfortará.
– No. No quiero que me dé la mano.
– Como quiera.
Peter volvió a su actitud alerta.
– ¿Peter?
– ¿Qué?
– ¿Cómo nos encontró la mafia?
– Sospecho que fue nuestro amigo el fotógrafo. Deben de haber corrido la voz y reconoció mi nombre en los cheques de viaje. Por eso alargó el plazo y hubo un cambio de planes. Telefoneó a alguien. Y esos dos hombres que ha visto fuera han venido desde Florencia. Probablemente llegaron pisándonos los talones… inmediatamente después del tiroteo.
– ¿Cuánto tiempo nos tendremos que quedar aquí?
– Suponga que anda persiguiendo a alguien y cree que ese alguien está aquí dentro. ¿Cuánto tiempo vigilaría el lugar hasta convencerse de que se ha equivocado?
– Unos quince minutos.
Peter suspiró.
– Impaciencia femenina.
Miró la esfera luminosa de su reloj de pulsera.
– Son casi las veinte. Ya hace media hora que estamos aquí. Les daremos una hora más.
– ¿Una hora más? Aquí, con…
– Así es. También estoy deseando salir de aquí. Odio permanecer inmóvil. Pero dominaremos nuestros impulsos y esperaremos lo necesario para que los de fuera se convenzan de que no podemos estar aquí, porque no podríamos soportarlo.

Miércoles 20.40-21.45 horas
– Peter. ¿Dónde está? ¿Peter?
– Aquí. No me he movido.
– ¿Oyó?
– ¿Si oí qué?
– Está vivo.
– ¿Quién? ¿Qué?
– Giuseppe. Lo oigo. Lo oigo respirar.
– Basta, Karen. Está muerto.
– No. Lo oí moverse. Está tratando de arrastrarse.
– Cállese. Es su imaginación.
– ¡Ay, Peter, Peter, déjeme salir de aquí!
– Aguante veinte minutos más.
– Ahora mismo, Peter, por favor.
– A las nueve.
– ¡Usted es un sádico! Le odio. ¡Le odio!
– Karen, tengo que protegerla. Tengo que hacer lo que me parece mejor y no puedo permitir que nadie me persuada de otra cosa.
– No me importa que la mafia esté fuera. Que me maten. No me importa. Pero no soporto más estar aquí con estos cadáveres. Todo el tiempo me parece que se están moviendo. Todo el tiempo creo que se van a poner en pie.
– Están muertos. No se pueden mover. Nunca más volverán a moverse.
– Le odio.
En el preciso instante en que las agujas
del reloj marcaron las nueve, Peter se incorporó.
– Está bien -susurró-. El plazo se cumplió.
Karen había permanecido en silencio durante diez minutos, después de sus reiterados gimoteos y súplicas.
– ¿De veras?-dijo ahora con tono acre-. Por fin. Nunca se lo perdonaré, míster Peter Congdon. Nunca olvidaré esto y jamás le perdonaré.
– ¿Qué quiere que haga? ¿Qué me ponga a llorar? Tengo una misión y la cumplo. Todo lo que le pido es que trate de no traerme más complicaciones.
– No se preocupe, míster Congdon. No le complicaré la vida. Hágase cuenta de que no existo.
Peter no respondió. Apartó la cortina y cruzó en silencio la tienda, en dirección a la puerta. Al salir de la oscuridad de la trastienda, la calleja de enfrente le pareció brillantemente iluminada a través del cristal. Karen le siguió y esperó un poco más atrás, mientras él atisbaba todos los ángulos de la calleja, a través del cristal.
Abrió la puerta con el revólver preparado y se deslizó fuera. La calle estaba desierta. Guardó el arma e hizo una seña a Karen para que saliera, luego la tomó del brazo y la arrastró con paso vivo hacia la Via Pré, en donde se apresuró a doblar la esquina. Habían salido de la trampa.
La Via Pré tenía ahora un aspecto diferente y más siniestro. Las tiendas habían cerrado y los comerciantes se habían retirado, pero los bares permanecían abiertos. También funcionaban los cafés y las pizzerías. La gente que recorría aquel gris empedrado era distinta a esta hora. Las únicas mujeres que se veían eran jóvenes y con figura provocativa. Estaban solas, de pie en los portales, y charlaban entre sí, mientras esperaban. Los vendedores ambulantes también habían cambiado. Ahora eran individuos de rostro duro y voz áspera, o jovencitos esbeltos. Ofrecían cigarrillos, transistores, máquinas de afeitar eléctricas y otros artículos difíciles de obtener. Los exhibían en grandes cajas de cartón, dentro de grandes canastas anaranjadas.
Peter se detuvo y fumó un cigarrillo en un portal, mientras miraba a su alrededor. Karen, con los labios apretados, permitió que le encendiera otro y esperó a su lado en silencio. Al otro extremo de la calle un hombre arengaba a otros veinte, mientras extendía unas cartas sobre una manta y hacía que alguien extrajera un número de una bolsa de papel. Peter no conocía el juego, pero preveía el desenlace.
Junto a él, Karen fumaba impaciente. Por fin rompió el silencio.
– Y bien, míster Congdon. ¿Tiene planes para el futuro? ¿O quiere que -nos quedemos aquí llenándonos los pulmones de impurezas?
– Lo he estado meditando -dijo Peter-, En primer lugar completaremos esta etapa de las impurezas.
– ¿Y cuál es el paso siguiente?
– Hemos pagado doscientos cincuenta dólares por unos pasaportes. Iremos a ver a ese hombre y conseguiremos los pasaportes.
– No los tendrá.
– ¿Qué se apuesta a que si le ponemos un revólver en la sien nos consigue unos?
– ¿Y sus amigos? Esos dos tipos. ¿Cree que dejarán de buscarnos?
Peter se encogió de hombros.
– Me han visto sin bigote y a usted sólo la conocen a través de una fotografía en la que aparecía rubia. Puede ser que el fotógrafo no les haya transmitido nuestra descripción y sólo les haya dicho que nos encontrarían en la tienda de Giuseppe. No tiene idea de lo distintos que parecemos; sobre todo a los ojos de gente que apenas nos conoce.
– Supongo que podemos caminar junto a ellos sin que nos reconozcan.
– Apostaría a que es así. Sobre todo si les hace ojitos.
Ella dejó caer el cigarrillo, lo pisó y murmuró:
– Desgraciado.
Tres soldados de uniforme caqui pasaron junto a ellos, y uno se detuvo y dijo algo a Karen. Ella respondió riendo, hizo un gesto negativo y señaló a Peter. Después le sonrió y le hizo una inclinación de cabeza, y el soldado se alejó conforme.
– ¿Qué diablos quería?
– Se quería acostar conmigo. Creyó que estaba trabajando. Le dije que primero tenía que acostarme con usted, pero que era tan inepto que me iba a ocupar media noche. Me vendrá a buscar a las doce.
Quizá estuviera mintiendo, pero era probable que hubiera dado esa respuesta. Era indudable que con ese vestido, que asomaba bajo el abrigo abierto, podía pasar por cualquiera de las chicas que esperaban de pie en los portales… aunque infinitamente más atractiva que las demás, infinitamente más sexy. La tomó del brazo.
– Vamos antes de que olvide en qué andamos.
– Vamos.
Recorrieron la Via Pré hasta el extremo y cruzaron el arco para entrar en la Via del Campo. Allí había menos público, era más andrajoso y más peligroso. Al llegar al tramo final de la calle se habían acabado- los vendedores, las prostitutas y casi había desaparecido la gente. Peter avanzaba con decisión, llevando a Karen del brazo. Eran una pareja más que pasaba por allí, preocupados por sus propios asuntos; pero Peter observaba a los rezagados que iban dejando atrás, el cojo, el jovencito de pelo ensortijado y pantalones demasiado ajustados que echó una mirada furtiva, antes de salir de un callejón; el hombre caído en un portal.
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