Hillary Waugh - Corra cuando diga ya
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– Muy bien -dijo y sonrió por primera vez-. Ahora quiere un pasaporte.
Guardó los cheques en el bolsillo de su pantalón, dio una chupada más a lo que restaba del cigarrillo y aplastó la colilla con un pie.
– Primero les sacaré una foto.
Acomodó primero a Karen, después a Peter en el banco que había colocado en un espacio libre de la sucia pared próxima a la ventana. Hizo girar la cámara y sacó la fotografía. Cuando terminó abrió las persianas y apagó las luces.
– ¿Qué nombres quieren? -preguntó.
– Greer -dijo Peter y lo deletreó-. Charles Greer.
Deletreó el nombre Charles, y el hombre lo anotó trabajosamente en una libreta que sacó de un bolsillo.
– ¿Y la dama?
– Evelyn Greer.
Peter deletreó el nombre de pila y el hombre lo anotó.
– ¿Fechas de nacimiento?
Peter inventó unas fechas razonables y dio la ciudad de Nueva York como lugar de nacimiento de ambos.
El gordo lo escribió y como datos personales anotó cabellos y ojos castaños para Peter y cabellos y ojos castaños para Karen. Luego les preguntó la estatura, y tomó los datos correspondientes.
– Está bien. Con eso basta. ¿Qué fecha quiere para el pasaporte?
– El quince de septiembre de este año.
– ¿Sello de ingreso en Italia?
– Veintisiete de octubre, en el aeropuerto de Roma.
El hombrón hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
– Esperen aquí.
Se volvió y salió por donde había entrado, cerrando la puerta.
Fue una espera larga. Transcurrieron quince minutos y Karen y Peter aguardaron en silencio, pasando el peso de un pie a otro, caminando un poco por el sombrío recinto, observando la gente que se movía en la calleja visible desde la ventana. Por fin el hombrón regresó y cerró la puerta con expresión solemne. Se detuvo no bien entró y contempló a la pareja.
– Muy bien -dijo-. Estarán listos a las siete y media. Giuseppe se los entregará a las siete y media.
– ¿Giuseppe?-exclamó Peter-. Tenía entendido que usted nos los entregaría a las seis.
– No -el gordo meneó la cabeza-. Imposible. Yo saco las fotos. Pero hay más cosas. Se necesita una máquina de escribir especial que se usa en su país. Eso lo hace otro hombre. Hay sellos, hay perforaciones. Son difíciles de copiar. Es una obra de arte copiar. Cuando estén listos irán a Giuseppe. Le pagará el resto a él. Es todo.
Y sin decir más avanzó hasta la puerta y la abrió invitándoles a salir.
Miércoles 16.45-19.30 horas
Giuseppe estaba tras el mostrador remendando un zapato cuando Peter y Karen regresaron. No pareció alterarle el cambio de planes.
– ¿Por qué descontento? -dijo-. Es una demora pequeña. Una hora y media, ¿no? Y sin duda tiene razón. Hay mucho que hacer.
– De todas maneras, no me gusta.
Giuseppe se encogió de hombros.
– De modo que los traen aquí. Y cierro a las siete y media. Está bien. Dejaré abierto. No habrá problemas.
– Espero que no.
Le dejaron y se encaminaron nuevamente a la Via Pré.
– ¿Qué es lo que le preocupa? No entiendo -dijo Karen.
– Tuve que firmar esos cheques del viajero con mi verdadero nombre.
– ¿Y cree que la mafia nos va a descubrir por ese lado?
– Es un riesgo calculado. No me quedaban muchas alternativas. Pero desde el instante en que firmé esos cheques la situación cambió.
– Estoy segura de que no ha tenido nada que ver. Como dijo ese hombre, hay mucho que hacer.
– Es probable; pero me voy a sentir mejor después de las siete y media.
– ¿Y qué haremos entretanto?
– Buscar el medio para salir de Génova. Si hay aeropuerto, nos enteraremos de los horarios. Si no, veremos los trenes.
Había aeropuerto. Karen se enteró a través de un taxista que tenía su vehículo estacionado en el extremo de la Via Pré y los llevó hasta allí. Era un campo amplio, que se internaba en el mar, de modo que tres de sus lados daban al Mediterráneo. El edificio de la terminal era una estructura provisional, larga y de una sola planta, constituida por paneles de cristal y chapas de material de construcción de colores variados. Era un lugar de proporciones modestas y atmósfera íntima, en donde el aullido de las turbohélices Viscount dificultaba la conversación, aun con las ventanas cerradas.
Cuando Peter y Karen llegaron eran las diecisiete y quince, y todo lo que quedaba del sol era un tenue borde rosado sobre una nube alta. El cielo tenía una coloración blanquecina, pero en la tierra las sombras se iban haciendo más pronunciadas. Más allá del cerco que separaba el campo de aterrizaje del borde del mar, se veían brillar las luces de las grúas y los cargueros anclados a la distancia. Las colinas próximas a la ciudad estaban en sombras, salpicadas de luces, y más allá asomaban las ondulaciones marfileñas de la montaña.
Peter y Karen sacaron billetes para Niza. Había un avión el día siguiente a las nueve, que se detendría casi tres horas en Milán y llegaría a Niza a las trece quince. El empleado preparó los billetes y confirmó las reservas de asiento hasta Milán. Sin embargo, no había confirmación para la segunda etapa del vuelo y se ofreció a comunicar el resultado por teléfono al hotel de Peter.
– Salvo que prefieran esperar -añadió.
Peter dijo que esperarían. Pagó los billetes, los guardó en un bolsillo interior, bajo la cartuchera, y se sintió un poco mejor. Se sentiría mejor aun cuando llegara la confirmación y cuando tuviera los pasaportes falsos que exhibiría en Milán, pero la cosa no iba tan mal. En aquel momento Niza parecía la tierra prometida.
Comieron en el bar, mientras esperaban, porque los restaurantes no abrían hasta las diecinueve.
– Cuando el empleado mencionó el hotel me detuve a pensar que ese avión sale a las nueve de la mañana y que tendremos los pasaportes a las diecinueve y treinta -dijo Karen-. ¿Qué haremos durante las trece horas y treinta minutos que median entre una cosa y otra?
– Las pasaré durmiendo.
– ¿Y dónde piensa dormir?
– En un hotel. Seremos el señor y la señora Charles Greer. Tendremos nuestros flamantes pasaportes y conseguiremos una habitación sin el menor inconveniente.
– Dos habitaciones, míster Greer. Hágase a la idea de que soy su cuñada.
Peter rió.
– ¿Para qué cree que hice hacer los pasaportes a nombre del señor y la señora Greer? Precisamente para que no tuviéramos que tomar más de una habitación.
– Pues le tengo que comunicar una novedad. Las habitaciones van a ser dos.
Peter hizo un gesto negativo con la cabeza.
– Si piensa que en este viaje usted va a dormir en una habitación y yo en otra, señora Greer, es que no ha captado la naturaleza de mi misión. Tengo que entregarla sana y salva en manos del senador Gorman, ¿lo recuerda? De modo que sólo pienso perderla de vista cuando entre en la toilette , y aun entonces estaré esperándola en la puerta.
– ¿Y qué pasa si no admito que un hombre desconocido duerma en mi habitación?
– Quéjese a Gorman cuando llegue a Washington. Lo único que puedo decirle es que el viejo Brandt no me permitiría hacer otra cosa.
– Pero el viejo Brandt no va a ser mi compañero de cuarto. Mi compañero de cuarto será el joven Congdon.
– Quien protegerá el precioso pellejo de miss Halley con su vida.
– Se está repitiendo. Ya había hecho esa declaración antes, ¿recuerda?
– Escuche: si cree que…
– No. Usted no. Cómo va a pensar en un ser despreciable como yo. Ya lo ha dicho. Lo único que piensa es en azotarme en una plaza pública. Pero también conozco esa cantinela. Conozco a esos gazmoños, melindrosos, paganos de su rectitud, que miran a una mujer caída con desprecio y con horror… Somerset Maugham los ha retratado muy bien a los moralistas. Los clasificó en su colección de insectos cuando escribió Lluvia.
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