Hillary Waugh - Corra cuando diga ya

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Club DEL MISTERIO Nº 85

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– Estados Unidos, si hay elección. Cualquier cosa que nos permita salir de Italia.

– ¿Estados Unidos? -murmuró el hombre, clavando la mirada en el suelo.

Luego levantó la vista.

– ¿Regresan a Estados Unidos?

– Allí vamos.

– ¿Y le parece que en ese caso conviene un pasaporte estadounidense? Controlan la numeración al llegar. Se puede entrar en cualquier país con un pasaporte falso; en cualquiera menos en Estados Unidos.

Los conocimientos del anciano eran impresionantes. Peter ignoraba ese dato.

No tenemos necesidad de entrar en Estados Unidos con ese pasaporte explicó - фото 16

– No tenemos necesidad de entrar en Estados Unidos con ese pasaporte -explicó-. Sólo lo necesitamos para salir de Italia. ¿Nos puede conseguir pasaportes?

El hombre tosió.

– Puedo -dijo, aclarándose la garganta-. Pero se necesita dinero.

– Tenemos dinero.

– Se necesita dinero norteamericano.

– También tenemos. ¿Cuánto?

– No lo sé aún. Averiguaré.

El anciano se puso en pie y pasó con esfuerzo entre sus dos visitantes, mientras se metía un dedo en la oreja.

– Telefonearé -explicó-. Ellos me dirán.

Abrió la cortina de harpillera y se dirigió al teléfono.

Fue una larga conversación. El viejo hablaba en un murmullo, pero de cuando en cuando su voz se alzaba como si regateara por algo.

– ¿Problemas de precio?-preguntó Peter a Karen-. ¿Piden la luna?

– Problemas de tiempo. Su amigo los quiere inmediatamente y su interlocutor protesta.

La conversación se prolongó; se prolongó bastante, y en el tono del viejo zapatero apareció un matiz de autoridad. Parecía estar dando órdenes y no era tan débil como parecía.

Por fin colgó el teléfono con energía y regresó a la trastienda.

– ¿Con qué urgencia los necesitan?-preguntó, deslizándose junto a ellos y volviendo a sentarse en la cama-. Tardarán un poco. Los pedí para ahora, pero me dicen que no podrán estar antes de las seis. Lo siento. Es todo lo que pude obtener.

– Está bien. Basta con que los tengamos a las seis.

– Los dos pasaportes le costarán quinientos dólares.

– Realmente piden la luna.

– ¿Eh?

– Nada. Está bien. Quinientos dólares norteamericanos.

Peter se puso de pie.

– ¿Adónde hay que ir? -preguntó.

– Vengan -dijo el anciano.

Los condujo a través de la tienda y salió a la calleja.

– Aquélla es la Via Pré -dijo apuntando con un dedo-. Doble a la izquierda. Hacia allá. Llegue al final. Allí encontrará una calle. Es la Piazza della Darsena. Verá una torre grande, como un castillo. Con un arco. Es la Porta dei Vacca. Atraviese el arco y entrará en la Via del Campo, ¿sí? Y siga, y cerca del extremo, a la derecha… -hizo un gesto para indicar la derecha-. Allí encontrará una tienda de barbiere; al lado hay una puerta que conduce a un estudio fotográfico, que está en el primer piso. Vaya y diga que Giuseppe lo envía. Y todo andará… andará bien.

Peter dijo que entendía y el anciano sonrió y le estrechó la mano.

– Les irá bien -dijo.

Regresaron a la Via Pré y la recorrieron hasta llegar a la intersección con una calle que arrancaba de la vecina Via Gramsci. La torre y la arcada estaban enfrente y pasaron bajo el arco, rumbo a la Via del Campo. Era la contrapartida de la Via Pré, aunque con características propias. También había tiendas a ambos lados, la calzada empedrada era la misma, pero el gentío no era el mismo y faltaba el colorido. Era la trastienda, los límites del mercado, y mientras más avanzaban tanto más disminuían los transeúntes.

El estudio fotográfico estaba situado a dos tercios del largo total de la calle. La puerta, vecina a una peluquería, se abría sobre una escalera de piedra, de escalones desgastados. En una vitrina rajada, junto a la puerta, había una fotografía descolorida de un marinero genovés con una muchacha sobre las rodillas. Arriba, suspendido de una varilla de hierro, había un letrero triangular que ostentaba una sola palabra: Fotografía. Peter abrió la puerta y subieron. En un estrecho corredor, al final de la escalera, había una puerta con un panel de cristal opaco en el que se leía nuevamente Fotografía, y abajo, Entrare. Peter giró el pomo y se encontraron en un sórdido cuarto, equipado con una cámara apoyada en un trípode, un banco y unas burdas pinturas que pretendían reproducir barcos y el mar. Dos reflectores sostenidos por trípodes flanqueaban la cámara y miraban la nada con profundos ojos sin luz.

Como no se veía a nadie en la habitación y nadie entraba, Peter regresó a la puerta y la cerró ruidosamente.

La acción dio resultado; un instante después se abrió otra puerta que había en un ángulo y entró un hombre desmesuradamente gordo y alto, con uñas negras, un gastado pantalón y una camiseta que nunca había sido lavada. A juzgar por su aspecto y el tufo que despedía, parecía tan falto de higiene como su ropa. El olor a ajo y otros aromas menos estimulantes formaban un aura a su alrededor, que llegaba a más de un metro en todas las direcciones. Se aproximó más de lo que hubieran deseado. Llevaba casi medio cuerpo a Karen y era un poco más alto que Peter. Los observó con ojillos astutos, que brillaban en una cara por lo demás inexpresiva y sin vida, y murmuró algo que Peter no entendió. Tenía los dientes rotos y manchados y el rostro cubierto por una barba gris de varios días.

Karen le respondió brevemente y el hombre se volvió con lentitud hacia Peter - фото 17

Karen le respondió brevemente y el hombre se volvió con lentitud hacia Peter.

– ¿English? -preguntó con una voz ronca que parecía surgir con esfuerzo-. O.K. ¿Qué quiere?

– Giuseppe nos envía -dijo Peter.

– Ahá -gruñó el hombre-. ¿Tienen los dólares?

– Tengo cheques de viaje.

– Da lo mismo. Quinientos dólares norteamericanos.

El hombrón sacó un cigarrillo del bolsillo del pantalón, se lo puso entre los labios y extendió una mano.

– Cuando nos entregue los pasaportes.

– Por adelantado -rugió el gordo-. ¿Tiene fuego?

Peter estuvo tentado de decir que no, pero se contuvo y sacó el encendedor. El hombre dio una chupada que consumió un cuarto del cigarrillo y luego se lo apartó de los labios con sus gruesos dedos. Un centímetro y medio del extremo estaba empapado en saliva, y el hombrón no exhaló el humo. Siguió hablando y dejó que el humo brotara de la nariz y la boca mientras hablaba.

– Quinientos dólares norteamericanos por adelantado -dijo con voz bronca, reforzando sus palabras con un gesto de la mano que sostenía el cigarrillo, y casi golpeando el pecho de Peter.

– Le daré la mitad -dijo Peter-, La otra mitad contra entrega.

– Adelantado -repitió el hombre-. Siempre adelantado.

Volvió a dar una chupada y se desprendió un centímetro de ceniza.

– Me arreglaré de otra manera -dijo Peter y condujo a Karen hacia la puerta.

Karen estaba saliendo cuando el hombre se movió.

– Espere -dijo.

Peter se volvió.

– ¿Sí?

– ¿Tiene los quinientos dólares?

– Ya le dije que sí.

– Vuelva.

Peter entró y Karen le siguió. Esperaron junto a la puerta abierta.

– Está bien -dijo el hombre-. Es para un amigo de Giuseppe. Mitad ahora, mitad después.

Volvió a extender la mano con el cigarrillo a la espera del dinero.

Peter extrajo su talonario y arrancó cinco de cincuenta. Luego se acercó a la ventana, en donde las persianas abiertas y las andrajosas cortinas dejaban pasar algo de luz, y los firmó apoyándose en el antepecho. El hombrón le siguió y espió por encima del hombro de Peter mientras firmaba. Cuando se los entregó los examinó uno por uno, como un cajero atento a las falsificaciones.

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