Hillary Waugh - Corra cuando diga ya

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Club DEL MISTERIO Nº 85

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Peter se ruborizó. Estaba poniendo el dedo en la llaga. No era que tuviera proyectos respecto a ella, pero, diablos, ni podía dejar de advertir su presencia. Y también advertía las miradas que le dirigían dondequiera que aparecía… no sólo cuando coqueteaba, como con los policías de Florencia, sino también cuando se movía entre el gentío de la Via Pré, sin prestar atención a nadie. Y había paladeado las miradas de envidia que le dirigían por ser su acompañante. Y quizá meterse en la cama con ella equivaldría a recibir el beso de la muerte, pero ¿acaso no se le había cruzado la idea? No lo haría, no lo haría por todo el oro del mundo; pero, diablos, ¿no había logrado que la deseara como no había deseado a ninguna mujer después de Stephanie?

– Piense lo que quiera, pero sepa que no la tocaría ni con guantes de amianto. Aunque me lo rogara -replicó cortante.

– ¿Rogárselo? ¿Después de Joe Bono? -le espetó ella.

La confirmación llegó a las dieciocho y treinta, y Peter y Karen dieron las gracias al empleado y salieron a buscar un medio de transporte que les llevara a la ciudad. Quince minutos más tarde llegó un taxi con pasajeros y en él regresaron al hotel Colombia. Cuando comenzaron a descender la pendiente que llevaba a la Via Pré eran las diecinueve, y Karen dijo:

– Llegaremos temprano.

– Así es. En citas como éstas es forzoso.

La Via Pré estaba colmada de transeúntes, de ruidos, de luces y movimiento. La feria estaba en pleno apogeo. Se abrieron paso a través de la multitud y doblaron por Vico Tacconi. Aquél era un mundo diferente. La calleja estaba silenciosa, desierta y apenas iluminada. Cuando llegaron a la tienda del remendón, la hallaron oscura. La puerta de entrada estaba cerrada con llave.

Peter miró vivamente a su alrededor. En la carnicería de enfrente, dos hombres troceaban una res. En el solar, entre los escombros, había dos automóviles aparcados. No se veía a nadie en la escalinata que conducía a la Via Balbi. Nada parecía anormal. Sin embargo, todas las tiendas de la zona estaban abiertas de par en par, salvo la del agente de Brandt en Génova.

Peter golpeó la puerta con los nudillos y espió a través de los paneles de cristal. Detrás de la cortina de harpillera asomaba una débil claridad. La cortina se movió, la luz de detrás se apagó, y se encendió la de la tienda. Un hombre se acercó 9 la puerta y miró a través del vidrio. No era Giuseppe, era un hombre joven de rasgos agradables, cabello cuidadosamente peinado y ropa oscura de buen corte. Abrió la puerta y les miró, primero a Peter y luego a Karen. Después volvió a mirar a Peter-. Cuando habló, lo hizo en inglés:

– ¿Sí?

– Quiero ver a Giuseppe.

– No está.

El hombre dejó la puerta abierta y retrocedió hasta el extremo del mostrador.

– Tuvo que salir. Yo estoy en su lugar.

Los músculos de la mandíbula de Peter se pusieron tensos.

– ¿Dónde está?

El joven hizo un gesto de ignorancia.

– No sé. Sólo sé que me pidió que le esperara a usted.

Esbozó una sonrisa y preguntó:

– ¿Míster Congdon?

Peter le miró fijamente, y la sonrisa del hombre se amplió.

– Es por el pasaporte, ¿no? El me pidió que le ayudara.

Los ojos de Peter recorrieron rápidamente la calleja. No había nadie. Cerró la puerta y se colocó delante de Karen.

– ¿Qué hay del pasaporte?

– Giuseppe dijo que usted esperaba un pasaporte -dijo el hombre con tono paciente-. ¿No es así, míster Congdon?

Peter se aproximó un paso. Era varios centímetros más alto que el joven y le clavó una mirada intensa.

– ¿Quién es usted?

– Un amigo de Giuseppe. El hijo de un vecino. El me pidió que le ayudara. Me dijo que usted vendría a buscar los pasaportes. Uno para usted y otro para la señora.

– ¿Dónde están los pasaportes?

– En otro sitio. Les llevaré.

Comenzó a avanzar desde el extremo del mostrador y su mano se extendió hacia el codo de Peter. Pero su mano no halló el codo de Peter. En cambio la mano de Peter le cogió por la solapa y le detuvo.

– Los pasaportes tenían que venir aquí.

– No.

El hombre no cambió de actitud ni intentó desprenderse.

– Giuseppe dijo que no se haría así. Ha ocurrido algo. No podrán mandarlos. Usted tendrá que retirarlos. Conozco el sitio.

– ¿Qué sitio? ¿Dónde?

– A pocas millas de aquí. Tengo automóvil. Está fuera. Les llevaré.

Peter sacudió al hombre siempre agarrándole por la solapa.

– ¿Dónde está Giuseppe?

– Ya le dije que no me informó. Me llamó y me rogó que le ayudara. Dijo…

Peter apartó al joven a un lado y se dirigió hacia la cortina. El hombre se interpuso de un salto.

– Por favor. No entre. Tenemos que darnos prisa. ¡Los pasaportes!

Peter le aferró con ambas manos y le apartó a un lado. Entró a la trastienda y encendió la luz. La cama estaba en desorden, pero todo lo demás estaba en su lugar. La habitación estaba vacía… aunque no del todo. Contra la pared lateral, junto a la puerta del bino, yacía Giuseppe. Estaba muerto. Sus ojos sin luz miraban el techo y su boca estaba abierta. De su pecho sobresalía el mango de un largo y fino puñal y la sangre había formado una pequeña mancha circular en torno al corte que el estilete había hecho en su camisa. Giuseppe había remendado el último zapato, había comido la última pobre comida, había vivido su último sórdido día en aquel miserable cuartucho. El cuerpo estaba caliente aún, pero ya no pertenecía a Giuseppe.

Peter se volvió y empuñó el revólver, pero ya era tarde. El muchacho moreno entraba en la habitación sujetando a Karen con una mano y empuñando una automática con la otra. Peter se detuvo. Estaba enfrentándose a la muerte y lo sabía; pero por encima del temor sentía furia. Furia contra aquel muchacho por lo que le había hecho a Giuseppe; furia contra sí mismo por haber visto la trampa y haber caído en ella a pesar de todo; era una furia ciega contra su impotencia y su fracaso.

– Canalla.

Lanzó la palabra al rostro del hombre, como un salivazo.

– Se negó a delatarles. Se negó a colaborar. De modo que morirán aquí. Usted y esta chica.

El joven no pudo seguir adelante. Karen, que hasta ese instante se había debatido con aparente futilidad, experimentó una repentina transformación. Su mano libre salió como disparada y aferró el arma. El tiro pasó lejos del hombro de Peter y fue a dar a un rincón del cielo raso. Al mismo tiempo, giró sobre sí misma y golpeó al hombre en pleno rostro con la cabeza, mientras su rodilla se levantaba haciendo impacto contra la ingle del muchacho. No logró hacerlo caer, pero le hizo perder el equilibrio y quedó libre de su mano. El la golpeó en la cara y la apartó a un lado, al mismo tiempo que conseguía librar su mano derecha. Sangraba por la nariz y por la boca y estaba aturdido, pero había obtenido lo que quería: una ocasión para disparar sobre Peter.

Pero no llegó a apretar el gatillo. El arma de Peter le estaba apuntando. Una bala de calibre 38 le golpeó en el pecho y le lanzó contra el vano de la puerta. El hombre se aferró a las cortinas. La automática cayó de su mano y él se desplomó en la tienda girando lentamente de manera que sus pies se enredaron y cayó de lado y luego rodó hasta quedar boca arriba, con la cabeza junto a la silla destinada a los clientes.

Por un instante, ni Peter ni Karen se movieron. Ambos miraron fijamente el par de bien calzados pies, los calcetines de seda y los pantalones escrupulosamente planchados que asomaban bajo la cortina. Luego Karen se sentó lentamente en la cama, meneando la cabeza.

– ¿Se siente bien? -preguntó Peter.

Ella hizo un gesto de asentimiento, pero estaba pálida y asustada. Un ángulo de su boca estaba hinchado y sangrante. Era el resultado del golpe del muchacho. Dirigió a Peter una sonrisa amarga.

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