Hillary Waugh - Corra cuando diga ya

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Club DEL MISTERIO Nº 85

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La ventana que se abría sobre la peluquería, cerca del cartel Fotografía, tenía las persianas cerradas y la escalera estaba oscura.

– No creo que esté -susurró Karen.

– Si no está esperaremos.

Peter se acercó a la puerta, hizo girar el pomo y empujó. La puerta se abrió sobre las tinieblas de la escalera. Dentro reinaba un silencio de muerte, y Peter se quedó paralizado en el vano, con una mano aún en el pomo y la otra apoyada en el marco. Luego retrocedió rápidamente, volvió a cerrar la puerta y aplastó a Karen contra la vidriera de la peluquería.

– Es una trampa.

– ¿Una trampa?

– Nadie puede dejar la puerta abierta en un lugar como éste. Y sin luz. Están ahí dentro esperándonos.

– ¿Quiénes?

– Esos dos hombres. Y sus amigos. Nos han perdido y confían en que vengamos a buscar los pasaportes.

La aferró de un brazo.

– Venga. Salgamos de este agujero infecto.

Echaron a andar con paso vivo y, de pronto, el hombre que estaba tirado en el portal se puso en pie y les bloqueó el camino. Se tambaleaba como un borracho y barbotaba algo. Quizá pidiera una lira para una copa; pero era mucho más alto que Peter y sus pies estaban demasiado bien plantados, estaba demasiado en el camino y sus brazos se parecían demasiado a los de un pulpo.

Peter le aplicó un uppercut de izquierda en el estómago y un cross de derecha en la mandíbula. El hombre cayó, pero no se alejó y comenzó a gritar cuando Peter arrastró a Karen calle abajo.

Peter echó a correr arrastrando a la muchacha de la mano, y sacó la automática del cinturón. De la Fotografía habían salido dos hombres a toda carrera y el hombrón borracho les señalaba desde el suelo. Los hombres estaban armados, pero vieron la automática de Peter y se mantuvieron a distancia.

Peter empujó a Karen y la obligó a correr delante de él, escudándola con su cuerpo, y no apartó la vista del enemigo obligando así a los dos hombres a conservarse a distancia. Los perseguidores avanzaron pegados a las paredes. Habían ocultado los revólveres en el bolsillo, pero no permitían que la pareja aumentara la distancia que los separaba.

Karen corría y corría, jadeando, enganchándose los tacones en las piedras, pero forzada a seguir por el acicate que significaba la presencia de Peter a sus espaldas. Llegaron al final de la Via del Campo y a la intersección con la Via Gramsci, y las piernas de la chica comenzaron a vacilar.

– Peter…

– A la Via Pré -indicó él-. Siga corriendo.

– No puedo. Nos perseguirán hasta que caiga.

– No. En la Via Pré no podrán.

Cruzaron y comenzaron a correr por la Via Pré. Los hombres les siguieron.

No puedo correr más jadeó Karen Acérquese a la pared Camine Ella se - фото 19

– No puedo correr más -jadeó Karen.

– Acérquese a la pared. Camine.

Ella se aproximó a los portales y miró hacia atrás atemorizada.

– Tranquilícese -le dijo Peter-. No se acercarán como para ponerse a tiro.

Karen siguió andando, a la carrera cuando podía, al paso cuando no daba más de sí. Cuando había gente, disminuía la marcha y se sentía más segura. Peter había guardado ahora la automática en el cinturón y marchaba tres o cuatro pasos detrás de ella. Ahora que no había armas a la vista, los perseguidores habían vuelto al centro de la calzada. Mantenían la distancia, pero se movían con más audacia.

Se mantuvieron así, a distancia prudencial, sin arriesgarse. Habían acorralado a la presa y les bastaba con cansarla.

Peter tenía otras ideas.

– Los taxis -murmuró al oído de Karen, mientras se agachaban para perderse detrás de algún grupo de transeúntes reunidos en torno de las canastas anaranjadas de los vendedores ambulantes-. En el extremo de la calle. Subiremos a un taxi.

Karen asintió con la cabeza, sin hablar. Necesitaba todo su aliento para seguir andando.

La Via Pré era larga -casi interminable-, y a Karen le pareció que transcurría una eternidad hasta que pasaron junto a la rampa vecina al hotel y comenzaron a descender la pendiente hasta el estacionamiento de taxis. La gente había quedado atrás y los perseguidores habían vuelto a sacar las armas y comenzaban a acortar la distancia. Peter también tenía la automática en la mano, pero los individuos morenos no parecían intimidados ahora. Estaban dispuestos a ponerse a tiro.

Casi estaban al alcance del arma de Peter cuando éste y Karen llegaron al final de la pendiente y a la esquina del último edificio. En el estacionamiento vecino a la Via Gramsci había dos taxis estacionados. Los conductores charlaban despreocupados.

– Suba al más próximo -murmuró Peter e hizo un movimiento tendente a desorientar a los perseguidores-. Suba y agáchese.

– ¿Y usted?

– Los mantendré a raya hasta que podamos salir.

Los hombres no se dejaron engañar. Se abrieron hacia ambos lados de la calle, aprovechando las sombras y acortaron la distancia.

– Corra -dijo Peter, y le dejó sacar ventaja.

Luego dobló la esquina y se lanzó tras ella. A sus espaldas oyó el ruido de pies que bajaban la pendiente a toda carrera.

Dieron la vuelta a la esquina con toda precaución, con sus revólveres preparados; pero Peter y Karen estaban detrás del taxi más próximo, en el refugio que separaba el estacionamiento del rugiente tránsito de la avenida. Los hombres se detuvieron y Peter dijo a Karen:.

– Diga al conductor que nos saque de aquí lo antes posible.

Ella jadeaba y trataba de abrir la portezuela, manteniéndose agachada. Pero no tuvo oportunidad de decir nada al conductor, los taxistas habían visto las armas y corrían en busca de refugio.

Peter miró a su alrededor para decidir el próximo paso y entonces descubrió el sedán. Aún estaba lejos, apenas asomaba por la última curva de la Via Gramsci. Su tamaño tampoco llamaba la atención. Lo curioso era su marcha excesivamente lenta, la forma en que se mantenía sobre el lado de la calzada, la forma en que frenaba en la desembocadura de cada callejuela que llegaba de la Via Pré, mientras el resto de los vehículos pasaban como exhalaciones. No era de sorprender que los otros dos individuos se hubieran contentado con permitir que Peter corriera hacia allí. Era una emboscada.

Tenía que actuar de prisa. Al otro lado de la Via Gramsci, bajo la sopraelevata -la carretera elevada que cruza Génova-, un cerco de gruesa tela metálica separaba la estrecha acera de un barranco que descendía unos seis metros hasta las vías del tren. Más allá de las vías se encontraban los depósitos, los estacionamientos y las instalaciones del Porto Vecchio. No había más salida que una abertura en el cerco, desde donde descendían unos escalones hasta una plataforma que cruzaba las vías y desembocaba en una escalinata iluminada que llevaba a la zona de los depósitos.

Peter no se detuvo a pensar. Tomó a Karen del brazo y señaló.

– ¡Corra hacia allí cuando diga «ya»! ¡Corra como loca…! ¡YA!

La arrastró a través de la calzada, aprovechando un claro en el tránsito y corrieron hacia la escalera.

Atrás, los dos pistoleros corrían hacia los taxis y preparaban sus armas, pero se interpuso un autobús. Peter y Karen habían llegado a la otra acera y, sorteando a un marinero, se dirigían a la abertura.

El sedán aceleró, se detuvo junto a los pistoleros, y del asiento trasero saltó un hombre. El automóvil se abrió paso entre el tránsito y enfiló hacia una rampa que descendía al nivel de los muelles. Los tres hombres que habían quedado en la avenida corrieron detrás de los fugitivos.

La escalinata era amplia y larga y terminaba en una ancha calle, en la que había unos veinte vehículos estacionados. Peter, que bajaba a saltos la escalera detrás de Karen, había pasado el descansillo cuando los tres hombres llegaron a lo alto de la escalinata. Había desenfundado la automática y los pistoleros retrocedieron al ver el arma. Volvieron a asomarse a la escalera, esta vez echados de bruces en el suelo; pero Peter y Karen ya estaban detrás del primer automóvil estacionado.

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