Hillary Waugh - Corra cuando diga ya

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Club DEL MISTERIO Nº 85

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Él estaba boca abajo, mirando la entrada de la cabina. Sostenía suavemente su revólver y no parecía tenso. Los sonidos no eran inesperados aunque se habían anticipado un poco a sus cálculos. Eran las seis y cuarto.

– ¿Sí? -respondió, también en un susurro.

– Estamos atrapados. ¿Qué haremos?

Peter revisó con cuidado el revólver. Parecía marchar bien.

– Nos quedaremos quietos -dijo.

– Se darán cuenta de que estamos aquí -insistió Karen-. Cortó las cuerdas.

– No importa. Nos llevarán a dar un paseo en barco. Usted se lo dirá.

Se produjo una conmoción en la popa. Habían descubierto los cables cortados y la lona levantada. Los dos hombres hablaban casi simultáneamente y parecían discutir.

– ¿Qué ocurre? -susurró Peter.

– Piensan que hay alguien dentro. Uno quiere cerciorarse, el otro quiere llamar a la policía. Pero han soltado la amarra de proa y no pueden volver al muelle sin levantar la lona y entrar.

– Que es precisamente lo que queremos.

Hubo protestas y argumentos y alguien desató los restantes cabos de la lona. Por fin levantaron una parte y en la oscuridad menos profunda de la brecha, Peter distinguió la silueta agazapada de un hombre joven y bien formado, que trataba de espiar hacia dentro. El hombre dijo algo y, con ayuda de su compañero, corrió un poco más la lona y terminó por quitarla de la entrada de la timonera, dejándola caer en la cubierta de popa. Ahora se veía también al otro hombre en la tenue claridad exterior; era enjuto y canoso. Los dos hombres comenzaron a plegar la lona, pero con actitud cauta y nerviosa, sin perder de vista la negra abertura que llevaba a la cabina.

Peter, apuntando a los hombres con su revólver, se puso de pie y dejó a un lado las mantas. Sólo tenía puestos los calzoncillos, húmedos aún, y el aire del amanecer era gélido. Pero no prestó atención al clima.

– ¿Cómo se dice «arriba las manos» en italiano? -susurró.

– Mani in alto.

Peter repitió tres veces la frase en voz muy baja.

Los dos hombres terminaron de doblar la lona y vacilaron. ¿Qué hacer: tratar de guardar la lona en el pañol, lo cual significaba descubrir de una vez por todas si había alguien a bordo, o dejar la lona sobre cubierta y salir a alta mar sin investigar?

Hubieron más discusiones y, por fin, comenzaron a arrastrar la lona hacia la abertura. El más joven iba adelante.

– Mani in alto.

Los dos hombres se detuvieron en momentánea parálisis.

– Mani in alto! -repitió Peter, acercándose a la abertura, para que vieran el arma.

Los hombres miraron como hipnotizados al hombre semidesnudo y el revólver desnudo y levantaron lentamente las manos.

– Pregúnteles quiénes son -ordenó Peter a Karen.

Karen, que se había aproximado tanto a él que podía sentir el roce de sus mantas en la espalda, preguntó:

– Chi siete? Como vi chiamate?

Por un instante los hombres parecieron más perplejos aún al oír el sonido de una voz femenina en la oscuridad. Se miraron entre sí y observaron a Peter con mayor atención.

Umberto -dijo el más joven y se señaló-. Mi chiamo Umberto. Questo e mío padre. Luí si chiama Luigi -añadió, señalando al otro.

– El más joven es Umberto, el mayor Luigi, su padre -tradujo Karen.

– Pregúnteles si quieren ganar cien mil liras.

– ¿Cien mil liras?

– Sí. Pregúnteselo.

Quest’uomo vi paghera centomila lire se fate quel che vi dice -les dijo Karen.

Los dos hombres, con las manos aún en alto, se miraron durante un rato. Ambos empezaron a hablar a la vez, pero el más joven cedió la palabra al mayor.

– Luigi quiere saber qué les exige -tradujo Karen.

– Que nos lleve a la costa francesa.

– ¿Que nos haga pasar la frontera?

– Eso es.

La muchacha se lo explicó e informó que padre e hijo ponían en duda que aquel hombre sin ropas tuviera cien mil liras encima.

– Dígales que están mojadas, pero que las tengo.

Ella se lo transmitió y los hombres pidieron ver el dinero.

– Dígales que saquen este trasto del puerto o me voy a enfadar y voy a disparar sobre alguno -dijo Peter irritado.

Karen les habló en tono severo y los hombres protestaron, pero se dispusieron a obedecer. El más viejo preguntó a través de Karen por las cien mil liras, y Peter le hizo saber que, si cooperaban, podían contar con esa suma. Pero que si ponían inconveniente no la verían, y en cualquier caso, tendrían que llevarlos a Francia.

Protestaron aduciendo que no tenían cartas de navegación, y Peter les hizo decir que lo harían sin cartas. Adujeron que el tanque de combustible estaba casi vacío, pero -cuando Peter les exigió que se lo mostraran- recordaron que lo habían llenado la tarde anterior.

Mientras tanto, gruñendo y con aire desconfiado, recogieron el ancla de popa y pusieron el motor en marcha. El joven se hizo cargo del timón e hizo virar la barca para salir del puerto. En la oscuridad, el trasatlántico Augustus se destacaba como una blanca silueta fantasmal. Era un barco de lujo, un barco confortable; pero, por el momento, Peter estaba satisfecho con aquella antigua pero fuerte barca que los llevaba mar adentro, envueltos en olor a aceite y a mar.

Cuando el sol salió, las montañas vecinas a Génova se habían perdido tras el horizonte y la barca se mecía sobre un blando oleaje a una velocidad constante de doce nudos. Umberto, el hijo, iba al timón. Era moreno, de cabello ensortijado, con ojos centelleantes, un aro de oro en la oreja izquierda, bigote, dientes muy blancos y un despreocupado aire de gitano. Hacía rato que había dejado de protestar contra aquel abuso de una barca cuya función era transportar artículos para el hogar, que ellos vendían en las pequeñas ciudades de la costa. Ahora parecía disfrutar del viaje por el viaje mismo, sin pensar en la recompensa prometida. Si tenía que trabajar a punta de revólver, más valía tratar de sacar el mejor partido de la situación.

El viejo era diferente. Era delgado y sarmentoso, con un rostro magro y atezado y pelo gris muy corto. No usaba aros, ni bigote; tampoco tenía aquella actitud despreocupada del hijo. Si alguna vez había sonreído, debía de haber sido en su infancia, antes de que los trabajos y vicisitudes de la vida adulta acabaran con su alegría. Su mirada era esquiva, parecía desconfiar de todo. No creía en la recompensa de cien mil liras ni en la fortaleza de su barca ni en el valor de la vida. Era el eterno pesimista y se mantenía a distancia de Peter, apoyándose en la barandilla de popa o moviéndose sobre la cubierta delantera, donde Peter no podía verlo.

Peter se relajó un poco cuando la luz del sol le permitió cerciorarse de que continuaban avanzando en línea paralela a la costa, que se encontraba casi en los límites de la visibilidad. Ahora estaban lo bastante lejos como para moverse en un universo propio, tres hombres y una muchacha a bordo de una pequeña barca rumbo al Sudoeste.

Cuando el sol comenzó a calentar, dejó a Karen envuelta en sus mantas y se instaló sobre el techo de la cabina. Allí extendió sus pertenencias para que se secaran y pidió a los hombres una lata de aceite de motor para lavar sus revólveres.

Umberto estaba muy intrigado por los artículos que Peter extendía. Entre ellos figuraba la ropa interior de la desconocida, lo que indicaba que debía estar en la cabina sin nada encima. Era una posibilidad fascinante, pero Umberto no se atrevió a verificarla, atemorizado por la vigilancia de Peter.

Cuando la mayoría de las prendas femeninas se secaron, Peter las llevó a la cabina y retomó su puesto de vigilancia. Ella se vistió y se acicaló todo lo que pudo. Luego salió, vestida pero descalza. El pasaporte y los papeles, ya secos, estaban nuevamente en el bolso, que aún conservaba humedad. El vestido, con su profundo escote, estaba estropeado, pero aun así se podía vestir. Y cuando Karen asomó, peinada y con los labios recién pintados, Umberto se echó a un lado y contempló con admiración a aquella gloriosa criatura. En su afán por ayudarla, olvidó el timón y la barca dio un bandazo que casi los tira por la borda a ambos, uno en brazos del otro. El muchacho estabilizó la embarcación y se deshizo en disculpas. Ella parecía tan deslumbrada como él. Mientras tanto, los otros dos testigos parecían mucho menos embelesados por el romántico encuentro. En la popa el anciano carraspeaba y escupía con la mayor sonoridad posible. Peter fruncía el ceño disgustado mientras lavaba las piezas de su automática en el aceite de motor.

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