Hillary Waugh - Corra cuando diga ya

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Club DEL MISTERIO Nº 85

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– Muy bien. Y debo confesar que son las personas de ideas más originales que he conocido.

Se puso de pie con el producto de su búsqueda.

– ¿Lo dejamos así, simplemente?

– No pienso matarlo, si es que se refiere a eso. ¿Le quitó las armas y todo?

– El arma, la cartera; el arma de usted, la cartera de usted… Supongo que son suyos… Y un montón de papeles que no he tenido tiempo de mirar.

Peter tomó el revólver. Era el suyo. Lo guardó en la cartuchera y pasó la automática a un bolsillo lateral. Recogió su cartera y su certificado de salud, y Vittorio se guardó las demás cosas en un bolsillo. Regresaron al dormitorio y Peter se asomó a la ventana. El cielo estaba oscuro, a excepción de una estrella que titilaba entre las nubes. La luz de la habitación de Karen permitía distinguir las ventanas que rodeaban el patio. Todas tenían las persianas cerradas, pero podía haber ojos que espiaran a través de las rendijas.

Peter cerró también aquella persiana y comenzó a anudar las sábanas. Karen, que estaba sacando ropa del armario, le preguntó;

– ¿Qué hace?

– Confecciono una cuerda que nos permita llegar hasta la escalera que dejamos apoyada contra la pared.

– Tengo una soga -dijo la muchacha, y sacó del fondo del guardarropas un rollo de veinte metros de una cuerda de dos centímetros de diámetro.

– La compré por si acaso.

– Angel, piensa en todo.

Peter arrojó las sábanas a un lado y empujó la cama hasta la ventana. Luego ató la cuerda en torno del cuerpo central del mueble y apagó la luz. La habitación quedó a oscuras, pero la luz que llegaba de la sala de estar les bastaba para moverse. Peter volvió a abrir las persianas y arrojó el otro extremo de la cuerda a las tinieblas de fuera.

Karen se acercó a él.

– Aquí está mi bolso -dijo en voz baja-. Déme unos minutos para cambiarme de ropa.

– Póngase cualquier cosa, pero rápido.

La muchacha acababa de entrar en el baño cuando se oyó el aullido de una sirena. Peter se volvió.

– Karen.

Ella también la había oído y salió en camisón.

– Coja un abrigo. Póngase un abrigo. Tenemos que salir.

Karen corrió al armario y descolgó un abrigo. Vittorio la ayudó a ponérselo. La chica trepó a la cama, en donde Peter estaba probando los nudos de la cuerda.

– ¿Mi bolso?

– Yo lo tengo.

– ¿Qué vamos a hacer?

– Agárrese a mi cuello.

Peter se arrodilló en el antepecho de la ventana.

– Acuéstese sobre mi espalda y deje colgar los pies para fuera. Hay una escalera de mano apoyada contra la pared. E! primer travesaño está como a un metro y medio por debajo de la ventana. Si puede alcanzarla será más fácil. Si no siga colgada de mi cuello.

– No, baje usted primero -dijo ella-. Encuentre la escalera y yo bajaré después por la cuerda.

– ¿Podrá…?

– ¿Cree que una mujer no es capaz de descolgarse por una soga? Es mucho más seguro que colgarse de su cuello.

Las sirenas se aproximaban y Del Strabo dijo:

– Me gustaría que se pusieran de acuerdo. Voy a ser el último en abandonar el barco y no me gustaría bajar cuando ellos estén aquí.

– Muy bien. Intentémoslo.

Peter aferró con los dientes la correa del bolso de Karen, y se dejó deslizar por la cuerda hasta la escalera. Ella le siguió. Se arrodilló sobre el antepecho y probó la cuerda. Pero cuando se dejó caer, sus manos se deslizaron muy rápidamente por la cuerda. Peter extendió los brazos para atajarla, pero pudo controlar sola el descenso justo a tiempo.

– ¡Ay, Dios mío! -murmuró.

– ¿Está bien?

– Ahora sí. Dése prisa; su amigo quiere abandonar el barco.

Peter descendió la escalera y ella le siguió de cerca. Por encima de sus cabezas Vittorio se aferraba a la soga e iniciaba el descenso. Peter devolvió el bolso a Karen y se apresuró a sostener la escalera.

Las sirenas estaban ahora muy próximas. Una de ellas acababa de detenerse junto a la fachada. Vittorio pisó el último peldaño y se unió a la pareja sonriendo.

– Por un pelo. ¿Salimos?

Se abrieron camino a través de unos arbustos y encontraron una puerta sin cerrojo al otro lado del patio. Arriba se habían encendido luces en tres ventanas. Pero nadie abrió las persianas para mirar hacia abajo.

Cruzaron el vestíbulo del otro edificio, descorrieron el cerrojo de la gran puerta de la fachada y salieron a otra calleja. Pasaron una motocicleta y dos automóviles, luego la calle quedó momentáneamente en silencio. Corrieron en dirección de los automóviles, encabezados por Peter.

– Ahora tenemos que buscar dónde escondernos -dijo éste a Karen-. ¿A quién conoce en esta ciudad?

Ella hizo un gesto negativo con la cabeza.

– A nadie.

– Quizá yo les pueda ser útil -dijo Vittorio-. ¿No le dije que conocía bien el camino a Florencia? Aquí hay una señorita que quiere ayudarnos. Venga, síganme.

Miércoles 5.50-7.50 horas

Vittorio se adelantó para indicarles el camino. Salieron de la calleja, junto a un cine- teatro, y se internaron en otra que corría junto a uno de los lados del Palazzo Vecchio. Vittorio los hizo cruzar a la acera del palacio, para eludir un café lleno de obreros que charlaban y reían en torno de una copa antes de iniciar la jornada. Más adelante, a la entrada de la Piazza della Signoria, los enfrentaba la Loggia dei Lanzi. Sus fantasmales estatuas semejaban una reunión de jóvenes gigantes en un porch exterior.

Cuando llegaron a la plaza, se mantuvieron cerca de la escalinata de la Loggia dei

Lanzi y apresuraron' el paso para cruzar la callejuela que la separaba de los restaurantes al aire libre. Allí, Vittorio se detuvo y tocó un brazo a Peter.

– Mire para atrás -le dijo.

Peter se volvió y su mano se deslizó al interior de su chaqueta. Pero no había policías, ni automóviles o motocicletas que se aproximaran. Sólo estaba la silenciosa torre del viejo palacio, negra, contra un cielo casi negro. Venus y Júpiter brillaban encima de ella. Por debajo de la torre, donde la fachada estaba iluminada, las grandes estatuas brillaban con una claridad pálida, que contrastaba con la ambarina luz de los focos callejeros.

En ese instante aparecieron dos motocicletas por la calleja vecina al palacio y cruzaron la plaza, alejándose del trío.

– ¿Se refería a ellos? -preguntó Peter.

– No, no -protestó Vittorio-. Al palacio. Esa maravillosa torre.

Meneó la cabeza.

– Si no fuera por mí, habría cruzado la plaza sin mirarla. ¡No me diga que se quería ir de Florencia sin ver el Palazzo Vecchio!

Peter le miró fijamente.

– Pero dígame, ¿es una especie de guía de turismo? ¿Sabe para qué estamos aquí?

Vittorio rió y prosiguió la marcha por la calleja.

– Sólo un poco de alimento para el alma. Temo por su alma, amigo Peter.

– Y yo temo por la seguridad de la chica. No quiero hacer turismo, quiero ocultarla.

– No se preocupe. Estamos llegando.

Vittorio entró en una calleja un poco más ancha, dobló unos pocos pasos a la izquierda y luego a la derecha, bordeando el Palazzo dei Uffizi, en dirección al río. Volvió a doblar por otra estrecha callejuela. Esta era más breve, corría en diagonal y de cuando en cuando la cruzaban arcos de poca altura. Pasaron junto a las miasmas de un mingito- rio abierto y Vittorio les hizo arrimarse a la pared.

– Allí delante está el Ponte Vecchio -murmuró-. Puede haber bastante tránsito.

No acababa de pronunciar estas palabras cuando un auto-patrulla verde y negro con un deslumbrante faro azul cruzó la intersección de aquella calleja con la Lungarno Generale Diaz, bordeando el río en dirección a la Via dei Saponai.

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