Hillary Waugh - Corra cuando diga ya

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Club DEL MISTERIO Nº 85

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Ahora controlaba la situación. Inmovilizó a la chica sujetándole los brazos a la espalda.

– Es la mafia -susurró-. ¿Me entiende? ¡La mafia!

Ella lo miraba insegura, con los ojos muy abiertos. Ahora la veía como cuando entró, femenina y vulnerable, la indefensa y hermosa muchacha con dificultades. Pero Peter ya sabía a qué atenerse; no iba a hacer el papel de idiota dos veces.

El timbre volvió a sonar, esta vez con más insistencia.

– ¿Hay alguna otra salida? -preguntó, pero sabía la respuesta de antemano.

Ella negó con la cabeza. Vittorio bajó las manos y se puso la chaqueta.

– Por lo visto estamos en una trampa.

– Ellos van a caer en una trampa -dijo Peter bruscamente.

Arrojó el revólver de la muchacha sobre la cama y le sujetó los brazos con ambas manos.

– Si usted hace lo que le digo no ocurrirá nada. Venga conmigo y diga lo que le voy a indicar.

La condujo a través de la sala de estar y sacó su propio revólver.

– Pregunte quién es -le susurró-. Pero no se quede delante de la puerta. Pueden disparar a través de la madera.

La atrajo hacia el lado alejado del pestillo y Vittorio se instaló al otro lado, junto a las ventanas delanteras. También había sacado el revólver; su expresión era grave, el brillo travieso había desaparecido de sus ojos. Este era el tipo de emoción que había estado buscando y ahora sus ojos oscuros tenían un brillo incandescente.

El timbre sonó por tercera vez, y cuando el ruido cesó, Karen, que hasta ese instante había permanecido silenciosa y pasiva, se acercó a la puerta y preguntó:

– ¿Quién es?

Del otro lado llegó una voz masculina:

– Peter Congdon. He venido a defenderla de la mafia.

Peter sintió un estremecimiento al escuchar su nombre. Eran ellos. Ya no cabía duda.

– ¿Qué quiere a esta hora? -exclamó Karen, sin que nadie se lo indicara, y se echó atrás.

Actuaba bien… Había puesto la nota precisa de fastidio en su pregunta. Peter levantó una ceja a guisa de felicitación.

– Déjeme entrar. La mafia está sobre su pista. Tengo que sacarla de aquí.

Karen miró a Peter a la espera de instrucciones. Había aumentado la presión de sus dedos sobre el brazo de la muchacha, pero ninguno de los dos lo advertía.

– Pídale el santo y seña -murmuró.

Ella se inclinó, obediente.

– ¿Cuál es el santo y seña?

– El Himno de Batalla de la República. Rápido. Abra.

Ella hizo una señal de asentimiento, y Peter le susurró:

– Pídale que pase su pasaporte bajo la puerta.

– Quiero ver su pasaporte -dijo ella-. Páselo por debajo de la puerta.

– Ya le he dado el santo y seña. Déjese de historias. La mafia llegará en cualquier momento.

– No me basta con el santo y seña -replicó ella con el mismo dejo de glacial autoridad con que les había dado órdenes en el dormitorio-. Quiero más pruebas. Si usted es Peter Congdon, muéstreme su pasaporte.

El hombre gruñó algo y hubo una pequeña demora. Luego vieron un pequeño rectángulo azul-grisáceo que se deslizaba bajo la puerta. Peter se apresuró a levantarlo. Era su pasaporte. Se lo mostró a la chica y señaló la fotografía y su rostro. Ella asintió con la cabeza.

– Dese prisa, ¿quiere? -urgió la voz de fuera-. Es cuestión de vida o muerte.

– Dígale que si -susurró Peter-. Luego vaya a buscar su revólver. Si consiguen pasar sobre nosotros, no les haga desnudarse. Mátelos.

– Está bien, Peter -dijo ella dirigiéndose al hombre de fuera, y se alejó en puntillas hacia el dormitorio. Peter señaló los cerrojos e hizo una seña afirmativa a Vittorio. Luego se ciñó a la pared, junto a la puerta, mientras Vittorio abría los cerrojos, hacía girar la llave y, cuidando de mantenerse bien atrás, abría la puerta.

La hoja no se había abierto más de quince centímetros cuando el hombre de fuera se lanzó contra ella y entró. La hoja se abrió bruscamente golpeando a Vittorio y lanzándolo hacia atrás. Peter tuvo que apresurar su maniobra y no logró descargar con suficiente fuerza la culata de su revólver sobre la nuca del hombre.

Sin embargo, bastó para que el intruso cayera de bruces y Peter se lanzó al pallier. Allí estaba un muchachón de ojos pequeños, rasgos gruesos y un rictus desagradable en la boca. Estaba listo para actuar y había avanzado un paso cuando su compañero cargó, pero ahora retrocedía sobresaltado. Levantó el revólver por instinto, pero no logró disparar. La automática italiana de Peter rugió y el sordo ruido del impacto se mezcló con la onda de la explosión.

El revólver voló de la mano del hombre y rodó por la escalera de mármol con un tableteo metálico. El hombre se estrelló contra la puerta de enfrente, se retorció y cayó de espaldas. El golpe de la cabeza contra el suelo de baldosas rojas retumbó contra las paredes.

Peter retrocedió al vano de la puerta y espió con precaución la escalera, cuando el revólver del caído se detuvo en el descansillo. A la luz mortecina de la bombilla pudo distinguir un rostro que miraba a Peter hacia arriba, desde el descansillo. El rostro desapareció al ver a Peter y unos pasos descendieron apresuradamente los peldaños del último tramo de escalera. Era el flaco de los ojos muertos que había viajado en jet desde Nueva York. Ahora corría a informar.

Peter bajó el revólver y se volvió. El hombre al que había derribado de un culatazo se había incorporado sobre las manos y las rodillas y Peter vio cómo Vittorio lo planchaba de otro culatazo. Vittorio levantó la vista y sonrió.

– Me gusta intervenir un poco, ¿sabe?

Peter lanzó una risita en la que había una nota áspera. No le gustaba el peligro, no le gustaba la tensión, no le gustaba matar. Guardó el revólver y se estremeció. Vittorio pasó por encima de su víctima y se asomó al pallier.

– Parece que usted tuvo sus emociones -comentó-. Está muerto, por supuesto.

– Muy muerto. Es un arma poderosa la que me dio usted.

– No sangra mucho.

– Por delante no. Quizá por la espalda o por dentro.

– ¿Son estos dos solamente?

– Hay más fuera, así que no podemos perder tiempo. Y supongo que alguien llamará a la policía.

– Vacíele los bolsillos a ese tipo -añadió señalando la sala de estar-. Yo me encargaré del otro.

Peter se acercó al muerto y le quitó la cartera, las llaves y los papeles. Todo lo que pudiera servir para identificarle. Comprobó que el hombre usaba el reloj de pulsera que le habían robado y se lo colocó en su muñeca. Sus movimientos eran silenciosos y rápidos y en ningún momento perdió de vista la escalera. No hubo interrupciones. La mafia no volvía y la gente del edificio no se atrevía a abrir las puertas.

Cuando regresó a la sala, Vittorio seguía revisando al individuo inconsciente, y Karen lo observaba, sosteniendo aún el revólver. Peter cerró la puerta con llave y corrió los cerrojos.

– Le dije que permaneciera en su dormitorio -dijo, dirigiéndose a la muchacha.

– Preferí cubrirlos desde el hall.

Era una mujer valiente, esbelta, bonita y eficaz. Había habido toda una carnicería por ella, y a ella no se le movió un pelo.

Peter la observó un instante. Quizá aquello no fuera nada para la amante de un mafioso. ¡Vaya a saber qué habría visto y hecho antes! Pero todavía le quedaba mucho camino por recorrer.

– Busque la cartera y lo que pueda llevar. Saldremos por la ventana.

– ¿Por la ventana?

– Ahora mismo. La mafia vigila la fachada y la policía llegará en cualquier momento. Saldremos por detrás a la calle que pasa más allá del patio. ¿Qué le parece, Vittorio? ¿Cómo anda su estado atlético?

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