Hillary Waugh - Corra cuando diga ya
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– Tranquilícese, muchacha -dijo-. No le voy a hacer daño. Soy Peter Congdon.
El nombre pareció no decirle nada. Seguía petrificada, y Peter hizo un nuevo intento.
– Soy el hombre que envía el senador Gorman para protegerla. ¿Recuerda? Creí que me esperaba.
Los ojos de la chica seguían muy abiertos y fijos.
– No, aquí no.
El avanzó un paso, con gesto conciliatorio, y ella se echó atrás.
– ¿Qué me va a hacer?
– La voy a sacar de aquí. La mafia ya está sobre su pista.
Sonó el timbre y los dos se volvieron hacia la puerta abierta y el hall en tinieblas. Ella miró a Peter y él se llevó un dedo a los labios.
– Son refuerzos -dijo-. Ya vuelvo.
Atravesó el hall encendió la luz de la sala de estar y se aproximó a la puerta.
– ¿Sí? -susurró junto a la madera y se retiró.
– ¿Peter? Soy Vittorio.
– La Agencia Brandt… -comenzó Peter.
El otro rió.
– Muchos peces. Muchos peces. ¡Qué desconfiado es!
Peter descorrió unos cerrojos, arriba y abajo de la puerta, que -junto con la cerradura ordinaria- constituían la defensa de aquella mujer contra los asesinos de su amante. Giró la llave y abrió la puerta lo suficiente como para que Del Strabo se deslizara a través de la abertura.
– ¿Ha visto a alguien? -preguntó Peter, mientras volvía a correr los cerrojos.
– A nadie. ¿Está la chica?
Peter asintió con la cabeza.
– Sí, está.
– ¿Viva?
– Viva. Un poco asustada, quizá, pero después de todo…
Condujo a Del Strabo a la habitación. Allí la muchacha había cubierto su semidesnudez con un salto de cama que había sacado de un armario. Estaba de pie, entre el armario y la cama, con las manos atrás. Era una actitud semejante a la de la presa acorralada y, sin embargo, había algo diferente en ella. Sus ojos se movieron rápidamente de Peter a Vittorio.
– Aquí la tiene -dijo Peter-, Sana y salva. Miss Karen Halley. Por lo menos, según el pasaporte. Karen, éste es su otro defensor, signore Vittorio Del Strabo.
Vittorio hizo una reverencia, con todo el sabor del viejo mundo, y dijo con galantería latina:
– Los tesoros de Florencia empalidecen ante la belleza de esta mujer.
La réplica de miss Halley no estuvo dentro de esa tónica. Se irguió un poco y su mano derecha, que hasta ese momento había permanecido oculta, apareció empuñando un revólver Colt que apuntaba a los dos hombres. La tierna expresión de gacela asustada se había esfumado de su rostro y era reemplazada por un duro y helado desprecio. Cuando habló su voz tenía un gélido y cortante tono de autoridad.
– Levanten las manos -dijo-. Los dos.

Miércoles 5.35-5.50 horas
Los dos hombres obedecieron lentamente, y Vittorio dijo:
– Peter, amigo mío, conoce a unas niñas encantadoras.
– Esta parece estar un poco confusa -comentó Peter, y volviéndose a Karen, añadió-: Escuche, no tenemos tiempo que perder. Cada minuto que pasa aumenta el peligro para usted.
– Son ustedes quienes están en peligro -replicó ella-. Los mataré si se mueven, y tengo muy buena puntería. Además estoy dispuesta a matarlos si no responden a mis preguntas. ¿Quién los mandó?
El tono de su voz indicaba que estaba dispuesta a hacer lo que decía, y Peter se sintió muy estúpido. Se había dejado conmover por su terror y le había vuelto la espalda. Había olvidado que era la implacable y materialista muchacha dispuesta a vender algo aun al precio de su vida y a exigir un precio capaz de desangrar a un senador.
– El senador Gorman nos ha enviado -le dijo fríamente-. Usted debería estar esperándonos. Por lo menos eso nos dijo él.
– Espero a un hombre llamado Peter Congdon. No lo conozco pero no estoy dispuesta a creer que un hombre que se mete por la ventana de mi dormitorio en plena noche es Peter Congdon simplemente porque dice serlo.
– Tocamos el timbre. Nadie respondió. Entré por la ventana porque creí que la habían matado o raptado.
– ¿Tocaron el timbre a esta hora? -preguntó, y una comisura de su boca se contrajo en gesto irónico-. Aunque lo hubiera oído no habría contestado. ¿Cree que soy estúpida? ¿Y quién es ese amigo italiano? Ese es otro de los errores que han cometido. O se olvidaron o nunca supieron que Peter Congdon vendría solo.
Se volvió a Del Strabo.
– ¿Qué función desempeña en la mafia, señor Del Strabo? ¿Lo echarán de menos si muere?
– Me gustaría que crea en las palabras de mi amigo -dijo Vittorio-. En lo que a mí respecta soy romano, no siciliano.
– No tardaremos en establecer quién es el verdadero Congdon -anunció ella, y volviéndose a Peter dijo-: El senador Gorman le dio un santo y seña para que se identificara ante mí. ¿Cuál es?
– ¿Qué le parece «La leche materna es buena para los bebés»?
– No. No sirve. Y ahora, Don Fulano, responda a mis preguntas. ¿Quién le envió?
Y no me diga que fue el senador Gorman.
Peter hizo un nuevo intento.
– Escúcheme: nunca llegó a mis manos el sobre con el santo y seña. Créame. La mafia tiene ese sobre. Ellos sí conocen el santo y seña. Raptaron al hombre que debía entregarme los datos.
– Muéstreme su pasaporte y tenga cuidado al sacarlo.
Peter tragó saliva.
– No tengo pasaporte. La mafia me lo robó también. Mire…
Separó las manos que tenía apoyadas sobre la cabeza para mostrarle la herida.
– ¿Ve cómo me golpearon?
La chica no pareció conmovida.
– Creo que ustedes dos han venido a matarme -dijo.
– Vinimos aquí a prevenirla -insistió Peter.
La muchacha sostenía el arma con mucha firmeza, y Peter trató de adivinar sus intenciones. Sospechó que la impaciencia de su dedo por apretar el gatillo era proporcional a sus temores de que sus visitantes fueran agentes de la mafia.
– Mire, ángel -le imploró-; si hay alguna posibilidad de que yo no mienta, haría bien en considerarla.
– Existe una posibilidad, aunque bastante vaga -dijo la chica en tono despectivo-. Podría matarlos y llamar a la policía, pero como existe una mínima posibilidad de que no sean mafiosos, sino unos ladrones cualquiera… o que usted sea el propio Peter Congdon, prefiero dejarles ir. Pero les daré una lección. Quítense la ropa.
Peter la miró incrédulo.
– ¿Qué?
– Quítense todo. Cuando estén desnudos les dejaré irse.
Peter comenzó a bajar una mano, pero se apresuró a subirla ante el gesto amenazador del revólver.
– Mire, ángel. Está bien que se divierta, pero está llevando las cosas muy lejos.
Karen permanecía firme. Nada parecía conmoverla.
– Saldrán a la calle desnudos… si es que quieren salir de aquí. Les doy esa opción. Y les digo que estoy convencida de que hago mal en dejarlos irse. ¡Quítense la ropa!
– La señora tiene ideas muy originales, amigo Peter -dijo Vittorio-; pero creo que es mejor obedecer. Se le está acabando la paciencia.
– Es una chiflada -respondió Peter y bajó lentamente las manos.
Se desabrochó la chaqueta y comenzó a quitársela. Cuando la chica vio la cartuchera lo detuvo.
– Un momento -dijo-. Siga desvistiéndose lentamente, usted espere a que él termine -añadió dirigiéndose a Vittorio.
Peter deslizó el brazo izquierdo por la manga de la chaqueta, y en ese instante sonó el timbre.
– La mafia -exclamó Vittorio, y la muchacha se volvió sobresaltada.
Peter aprovechó para arrojarle la chaqueta y saltó sobre el revólver. Fue una maniobra limpia y tardó un instante en arrancarle el arma; pero tuvo la desagradable sensación de que ella podía haberlo matado si hubiera querido.
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