Pero había tenido suerte. Conforme limpiaba la herida con ayuda de una gasa empapada en antiséptico, reparó en que solo se trataba de un rasguño. La bala no le había dado de lleno, solo la había rozado.
Junko frunció el ceño. Se acordó de la sensación que había experimentado al recibir el impacto: fue como si le propinaran un martillazo que la propulsó hacia atrás. Y eso que solo se trataba de una herida superficial de bala. Era imposible que una pistola de bolsillo tuviera tal potencia. Debía de tratarse de un arma más potente, de gran calibre. ¿Cómo había logrado Asaba, un menor, hacerse con un arma como esa?
Una vez que Junko terminó de desinfectar la herida, se dio cuenta de que tenía una sed insoportable. Se encaminó a trompicones hacia el frigorífico y bebió de lo primero que encontró a mano: un cartón de zumo de naranja. Lo apuró, pero su estómago se rebeló y tuvo que salir corriendo hacia el cuarto de baño, donde lo vomitó todo. Aún aferrada al lavabo, se desmayó.
El grifo seguía abierto cuando volvió en sí. Se apresuró a salpicarse la cara de agua. Supuso que solo había estado inconsciente un momento.
Al erguirse sobre sus pies, se sintió algo mejor que antes de desmayarse. Sin embargo, apenas movió el brazo izquierdo, sintió que el dolor la paralizaba. Sacó una bufanda del armario e improvisó un cabestrillo, que la alivió al instante.
Encendió la televisión. Como era de esperar, la mayoría de los canales no emitía a esas horas de la madrugada y los que sí, no retransmitían noticias. Probablemente no hablarían de lo acontecido en la fábrica hasta mucho más tarde.
Junko buscó en los bolsillos de la ropa que se había quitado y sacó el paquete de cerrillas del bar Plaza. Cerraban a las 4:00. Echó un vistazo al reloj. Eran las 3:40.
No lograría llegar a tiempo.
Pero merecía la pena intentarlo. La vida de Natsuko pendía de un hilo. Se puso en camino.
Chikako Ishizu acababa de recoger la cocina tras el desayuno. Cuando se preparaba para ir a trabajar, sonó su teléfono móvil.
Hurgó en el bolsillo de la chaqueta que había dejado colgada en el respaldo de la silla hasta dar con él. Era el capitán Ito.
– ¿Dónde estás? ¿Sigues en casa?
– Sí, pero estaba a punto de salir -repuso Chikako. Se sorprendió al encararse con su imagen en el espejo, junto al teléfono: la habían interrumpido en pleno proceso de maquillaje y solo llevaba pintado el labio superior. «Qué pinta tan rara.»
La voz de Ito sonaba apremiante, así que procuró concentrarse en la conversación.
– Escucha, tenemos la escena de un crimen a la que me gustaría que echaras un vistazo. ¿Puedes pasarte directamente por allí?
Chikako sintió que el corazón se le salía del pecho.
– Sí, por supuesto. ¿De qué va el caso?
– Va de algo raro, otra vez.
Chikako supo exactamente a qué se estaba refiriendo su superior. Se aferró con firmeza al auricular.
– ¿Ha ocurrido de nuevo?
– Sí. Esta vez hay tres cuerpos. Yo no los he visto, pero me han dicho que están totalmente carbonizados. ¿No te suena a dèjá-vu?
– Entonces, ¿solo cadáveres? Es decir, no hubo ningún incendio, ¿verdad?
– Muy perspicaz por tu parte. Esa es la razón por la que quiero que vayas a husmear. He contactado también con Shimizu. El ya está de camino, así que os encontrareis en el lugar de los hechos.
– De acuerdo. Entendido.
Ito le proporcionó toda la información pertinente: localización, acceso y algún que otro detalle. Ella lo apuntó todo antes de colgar. Deslizó los brazos por las mangas de la chaqueta mientras observaba su rostro en el espejo. Se frotó los labios para dar algo de color a la zona inferior. Satisfecha con el efecto, se colgó el bolso al hombro y salió corriendo de casa. La emoción arrebolaba sus mejillas.
La detective Chikako Ishizu cumpliría cuarenta y siete abriles ese año. En la Brigada de Incendios de la División de Investigación Criminal de la policía de Tokio, solo había dos oficiales mayores que ella, y ambos se encargaban de tareas administrativas. Chikako solía ser la más veterana de entre los compañeros que aparecían en la escena de un crimen. Los detectives de la Brigada de Investigación de Incendios la apodaban «mamá», en una amalgama de sarcasmo y consideración. Incluso el capitán Ito, jefe de la brigada, era cinco años menor que Chikako. Kunihiko Shimizu, su compañero, solo tenía veintiséis años. Apenas mayor que su propio hijo.
Pero a Chikako no le preocupaba especialmente la cuestión de la edad. En realidad, era un elemento que jugaba a su favor. Había empezado a trabajar en la División de Tráfico como simple agente, y de ahí fue pasando de un puesto a otro, a cual más mediocre. Tres años atrás, cuando a los cuarenta y cuatro años fue repentinamente ascendida a detective y destinada a la policía de Tokio, la noticia causó tal revuelo que fue tema de conversación en todas las comisarías de la ciudad. Existían numerosas razones que explicaban su ascenso, y la verdad era que ninguna tenía nada que ver con sus méritos. Llevaban una temporada presionando al departamento para que incorporara a más mujeres detective. Sin embargo, al mismo tiempo, prevalecía la opinión de que «no podías contar con una mujer para que te cubriera la espalda en caso de una pelea». Para complicar aún más el asunto, existían rotundas a la vez que inoportunas discrepancias entre los altos cargos del cuerpo. Resultaron incapaces de ponerse de acuerdo a la hora de escoger a una candidata puesto que cada uno defendía con uñas y dientes la candidatura de su joven favorita. Acabó convirtiéndose en una verdadera batalla dialéctica. Pronto quedó claro que el tema no se zanjaría sin que se hicieran concesiones. Al final, eligieron a Chikako, por ser la menos polémica, para hacerse con la prestigiosa placa de detective.
Chikako era consciente de ello, pero no le importaba lo más mínimo. Supuso que hacerse más vieja bien valía alguna especie de compensación, y fueran cuales fuesen las maniobras llevadas a cabo entre bastidores, era ella quien había conseguido el puesto y estaba decidida a hacerlo bien.
Una única vez, poco después de que la trasladaran allí y el capitán Ito la llevara a tomar unas copas junto con otros miembros de la brigada, sacó a colación el tema, entre risas, delante de sus compañeros.
– Tienen muchísima suerte de que sea una mujer de mediana edad. No habrá rumores desagradables, ni mujeres celosas. Además, mi hijo ya está crecidito, por lo que no faltaré al trabajo si se pone enfermo. ¿No creen que puedo ser bastante útil?
Casi todos sus compañeros esbozaron una sonrisa forzada ante esa socarronería, no así el miembro más antiguo de la Brigada de Investigación de Incendios, un sargento que no dudó en sacar a relucir su hostilidad.
– Se-ño-ra -la amonestó-. Usted solo haga lo que se le diga y procure no entrometerse en el camino de los demás. La única razón por la que está aquí es por lo que llaman «discriminación positiva». Dos años aquí y, después, la trasladarán al centro de relaciones públicas del cuerpo. Eso es lo que pasará, ya lo verá.
Pero Chikako quiso quitarle hierro al asunto y respondió con un risueño:
– ¡Señor, sí, señor!
Sabía perfectamente que era una pérdida de tiempo enzarzarse en vanos debates con hombres que presentaban problemas de actitud.
El padre de Chikako murió en un accidente laboral cuando ella tenía diecisiete años. Era ingeniero de obras y cayó desde un andamio de una tercera planta. La muerte fue instantánea. La familia intentó consolarse con el hecho de que todo aconteció tan rápido que no tuvo tiempo de sentir miedo ni dolor.
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