– Hay una cosa que me preocupa, Holmes -dijo Houdini-. Mi ayudante, Franz, pasa la mayor parte del
tiempo en ese teatro, y siempre está alerta ante posibles intrusos.
– Lo sabemos -dijo Holmes con pesar, recordando nuestro último encuentro con Franz.
– Bueno, ya ha visto de lo que es capaz Kleppini. Solo tengo miedo de que… si Franz se pone en su camino…
– No se preocupe -traté de tranquilizarlo-, llegaremos a tiempo.
Debo decir que ninguno de nosotros se dejó convencer demasiado por mis promesas, y Houdini, con apariencia sombría, no dijo nada durante todo el camino hasta el Savoy.
Holmes tomó las riendas y fue sorprendente lo poco que tardamos incluso al llegar al centro de Londres; las congestionadas calles de la ciudad eran para él poco más que un problema matemático en su consideración. Esto generó una técnica de conducción altamente inventiva, y dudo de que se hubiera ganado el aprecio de los policías de tráfico londinenses en el momento en que por fin llegamos al Savoy.
– ¡Miren esto! -bramó Houdini, saltando del coche frente a uno de sus carteles teatrales-. Dice «Pospuesto indefinidamente» justo sobre mi cara. Pediré una disculpa oficial antes de que termine con esto.
– Habrá tiempo para eso más tarde -dijo Holmes rápidamente-. Observo que Kleppini ya ha llegado.
Apuntó hacia las cerraduras de las dos puertas principales del teatro, que ofrecían señales de manipulación.
Houdini se inclinó sobre las cerraduras.
– Miren los arañazos -dijo despectivamente-. Y se llama a sí mismo escapista. Me sorprende que consiguiera siquiera abrirlas. Bueno, eso ahora no importa…
Sacó una herramienta metálica y abrió las puertas con dos enérgicos movimientos.
– Deprisa. Debemos ver si Franz se encuentra bien.
Holmes retuvo al joven mago por el brazo y lo sacó de nuevo por la puerta.
– Espere -dijo-, no debemos simplemente entrar a la carga, como su presidente Roosevelt. Si esperamos descubrir dónde se ocultan los documentos, debemos ser sigilosos. Sugiero que usted se dirija hacia la puerta del escenario y entre desde bastidores. Watson subirá por la sala y yo buscaré en los camerinos.
– Lo asaltaremos sigilosamente, ¿eh? Muy bien Holmes. Buena suerte.
Holmes se volvió hacia mí mientras el joven norteamericano se escabullía rodeando el edificio.
– Watson, ¿está completamente seguro de que es capaz de continuar? Observo que ha estado protegiéndose su lado derecho.
– Lo mismo que usted -contesté, al tiempo que entrábamos en el vestíbulo del teatro-. Parece que ambos hemos sido heridos.
– Es verdad -admitió Holmes mientras friccionaba sus propias costillas-. Muy bien, nos vendaremos las heridas una vez acabe la batalla. Por el momento, permanezca cerca del suelo y no se deje ver. Debemos dar a Kleppini la oportunidad de revelarnos dónde ha puesto las cartas. Baje por el pasillo central y permanezca oculto hasta que lo llame. En su desesperación por recuperar las cartas, sobra decir lo que Kleppini sería capaz de hacer.
– Pero ¿y qué hay de Franz? ¿Llegamos demasiado tarde para ayudarlo?
– Eso me temo -dijo Holmes, y desapareció por un pasillo que llevaba hacia los camerinos.
Me quedé solo en el oscuro vestíbulo del teatro, reuní fuerzas y me acerqué sigilosamente hasta las puertas cerradas de la propia sala. Abriendo una de las puertas tan silenciosamente como fui capaz, me puse a cuatro patas y gateé por el pasillo central. Atrajo inmediatamente mi atención una pequeña figura en medio del gran escenario, inclinada sobre los restos de la destrozada cámara acuática de tortura de Houdini.
Sigiloso, me acerqué aún más, pero ya podía distinguir que el personaje era Kleppini. Estaba arrancando los paneles que tenían aquella cenefa oriental en su base, y farfullaba ofensivas maldiciones mientras lo hacía. Cuando su destructivo examen no le proporcionó las cartas, Kleppini se puso en pie y dio un furioso grito. Volcó entonces la caja sobre uno de sus lados. El escenario tembló bastante cuando la pesada cámara de roble cayó, y se hizo añicos lo que quedaba de los paneles. Fragmentos y pedazos de cristal salieron disparados por el escenario.
El maltrato al apreciado atrezo de Houdini parecía proporcionarle un enorme placer a Kleppini, porque estuvo regodeándose un buen rato antes de que sus ojos se centraran en un objeto entre los restos.
– ¡Ajá! -exclamó en voz alta, cogiendo un fajo de papeles de debajo de la cámara-. Lo tengo. -Y comenzó a desatar el lazo alrededor del paquete.
– ¡Dios mío!-dijo Sherlock Holmes, apareciendo sobre el escenario-. Mire todo este cristal roto. Qué destrozo ha hecho.
Kleppini se giró.
– Manténgase alejado de mí -gruñó, aunque su voz delató por igual sorpresa y miedo-. Quédese donde está.
– ¿Busco una escoba?-preguntó Holmes-. No debería llevar más que un momento.
– Se lo estoy advirtiendo. Quédese ahí. -El hombrecillo buscó a tientas en su bolsillo para sacar un cuchillo de larga hoja.
– Espléndido -dijo Holmes indiferente-› pero prométame que lo dejará todo en orden antes de marcharse. Después de todo, no es justo…
En cualquier otro momento, estoy seguro de que Holmes hubiera logrado capturar a Kleppini, pero justo en ese infortunado instante, el inspector Lestrade apareció con despreocupadas zancadas sobre el escenario desde el lado opuesto. Antes de que el desventurado policía fuera consciente del peligro, Kleppini lo tenía sujeto por detrás.
– ¡Ahora tendrán que dejarme ir!-gritó Kleppini, haciendo retroceder a Lestrade hasta un muro-. O mataré a este policía.
– Veo que he llegado en un mal momento… -comenzó a hablar Lestrade.
– Cállese -soltó Kleppini, rodeando el cuello de Lestrade con un brazo y acercándole el cuchillo con la otra mano-. Ahora, señor Holmes, ni se le ocurra pensar en acercarse a mí. -Miró a su alrededor con nerviosismo mientras yo buscaba frenéticamente la manera de capturarlo-. ¿Dónde está su amigo Watson?-exigió saber Kleppini con recelo-. ¿Y dónde está Houdini? Respóndame.
Holmes gritó dramáticamente y ocultó su rostro entre ambos manos. Cuando volvió a alzar la vista poco después, sus ojos estaban llenos de lágrimas.
– ¡De acuerdo, entonces -exclamó con voz temblorosa-. No puedo ocultarlo más. Houdini está muerto. Una de las riostras se rompió cuando escalaba de vuelta al aeroplano.
Holmes siempre se había sentido cómodo sobre el escenario, y estaba claro que su actuación convenció completamente no solo a Kleppini, sino también a Lestrade.
– ¿Houdini está muerto?-repitió Lestrade-. Es terrible, una lástima…
– ¡Cállese!-gritó de nuevo Kleppini, tensando su abrazo alrededor del cuello del inspector-. Así que se cayó del aeroplano ¿verdad? Bien, eso me ahorra un problema -Se alejó un paso del muro-. Veamos, si pudiera apartarse, este caballero y yo nos marcharíamos.
Durante todo este tiempo había estado buscando desesperadamente una manera de prestar mi ayuda, y por ello no aprecié el grave error de Kleppini. Cuando retrocedió con Lestrade hasta el muro, sin darse cuenta eligió el muro que Houdini usaba en su número de caminar a través de un muro de ladrillo. Esto nos proporcionó una enorme ventaja, porque cuando Kleppini dio un paso adelante alejándose del muro, Houdini apareció repentinamente en el espacio a su espalda, portando un pesado jarrón que rompió en su cabeza. De esta efectiva manera terminó nuestra larga persecución.
Esta vez no había pantallas que ocultaran a mis ojos la ilusión de Houdini, como las había la primera vez que la vimos unos días antes. Y aunque abiertamente admito que el teatro estaba muy oscuro y que mi perspectiva no era la ideal, siento que debo plasmar aquí que mi inconfundible impresión fue que Houdini no había pasado ni por encima ni por debajo del sólido muro de ladrillo, sino directamente a través del mismo.
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