En momentos de estrés extremo, la mente de un hombre realiza extraños saltos. Tan pronto como percibí esta nueva amenaza para Houdini, me encontré haciendo precisamente lo que pensé que era tan lamentable momentos antes. Solté mis agarraderas y me alcé sobre la desprotegida ala del aeroplano.
No fingiré que una fuente de valentía previamente no explotada guiara mis actos, porque literalmente temblé de terror mientras avanzaba lentamente. El viento tiraba de mí, mi pecho ardía, pero sabía que debía actuar, u observar cómo enviaban a Houdini a una muerte segura unos cien metros más abajo.
Aferrando el borde del ala con una mano, apunté mi revolver lo mejor que pude con la otra. El hombre de la bufanda roja casi había alcanzado a Houdini en aquel momento, pero el norteamericano, todavía aferrado a la parte interior del ala, no podía siquiera ver a su atacante arrastrarse por encima.
Ambos aeroplanos descendían y se tambaleaban salvajemente a causa del desequilibrio, por lo que apuntar cuidadosamente era imposible, pero cuando el enorme tipo blandió un cuchillo de caza a escasos centímetros de la cuerda que mantenía a Houdini con vida, me equilibré y disparé.
Mi bala no encontró su blanco, pero debió de pasar lo suficientemente cerca como para alarmar al atacante de Houdini, ya que se giró en redondo y buscó dentro de su abrigo su propio revólver. Este acto demostró ser poco inteligente, porque al retirar la mano de su asidero, fue arrojado fuera de la inclinada ala.
No olvidaré nunca cómo arañaba el aire mientras caía ni cómo sus piernas se retorcían en el vacío, pero pronto se encontró fuera de nuestra vista, donde no le podíamos oír ni ayudar.
De la manera más extraordinaria, la infortunada muerte del hombre de la bufanda roja pronto conduciría a la resolución de nuestro caso. De no haber fallecido, y además en aquel preciso momento y manera en que ocurrió, nunca hubiéramos recuperado las cartas de Gairstowe. Todo esto, sin embargo, no fue aparente de inmediato. Mi primera impresión, la que siguió al horrible suceso, fue la de que todos nuestros esfuerzos habían sido en vano.
Fue necesario reducir nuestra velocidad mientras Houdini volvía a escalar por la cuerda hasta el ala del aparato. Y al hacerlo, perdimos de vista el aeroplano de Kleppini. Tras haber concluido de esta manera la persecución, intentamos recuperar los restos del agresor de Houdini, pero después de pasar varias veces por encima del prado donde había caído, no encontramos ningún signo del cuerpo. Aunque lo más seguro es que hubiera muerto a causa del impacto, la hierba alta ocultaba todo rastro.
– Bueno, creo que esto es todo -dijo Houdini con desánimo cuando hicimos aterrizar el aeroplano en Ruggles, una experiencia que espero no repetir nunca-. Hemos perdido a Kleppini, y nunca podremos encontrar el cuerpo de ese otro tipo. Creo que hemos perdido la batalla.
– Al contrario -dijo Sherlock Holmes-, la fortuna ha decidido sonreírnos.
– Venga, Holmes -dijo Houdini-, ¿por qué no afronta la verdad? Se terminó.
A la vista de lo que acababa de suceder, era fácil ver por qué Houdini se había desanimado tanto, pero yo conocía a Holmes demasiado bien para dar por descontada la aparente falta de fundamento de su optimismo.
– ¿Cómo ha podido mejorar nuestra situación? -pregunté.
– Es bastante simple -comenzó-, con la muerte de…
– ¡Oh, déjelo, Holmes! -exclamó Houdini, enfadado-. ¿De qué nos sirve explicarlo? Hace rato que Kleppini desapareció. No hay nada que podamos hacer.
Sherlock Holmes ha tenido que soportar mucha incredulidad a lo largo de los años, y siempre es, de algún modo, divertido, ver cómo maneja a los incrédulos. Recuerdo una ocasión, muchos años antes, cuando se le llamó para resolver el caso del insidioso Joruel, el Estrangulador, un misterio que se articulaba sobre la inexplicada desaparición del arma del crimen. «¿Cómo es posible que desaparezca un garrote en el aire?» demandó el inspector Gregson. «Explique eso, señor Holmes y habrá resuelto el caso». Con una característica sonrisa suya sobre los labios, Holmes se sacó un garrote similar del bolsillo, lo exhibió ante Gregson y, sin mayor comentario, se lo tragó.
La misma sonrisa se extendió ahora por su rostro al caminar hasta el granero para empujar la puerta corredera. Apenas la había abierto, cuando uno de nuestros dos caballos se abrió paso y salió al prado.
– Es extraño -dije-. ¿Dónde está el otro caballo?
– Este granero tiene una puerta trasera -añadió Houdini-. Quizá… ¡Dios mío! No puede ser.
Ahora era el turno de Houdini de quedar atónito por el contenido del granero. Holmes abrió la puerta por completo para descubrir el aparato volador de herr Kleppini.
– El aeroplano de Kleppini. -Houdini se maravilló-. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Por qué ha regresado?
– Obviamente algo ocurrió durante el vuelo que lo obligó a cambiar de idea en cuanto a dejar el país. Creo que pisamos terreno firme, por decirlo de alguna manera, si asumimos que este suceso fue la muerte de su patrón.
– ¿Por qué debería la muerte de ese hombre ser la causa del regreso de Kleppini? -pregunté.
– Por qué. Efectivamente. Aquí entramos en el embriagador campo del razonamiento deductivo. ¿Qué provocaría que Kleppini detuviera su exitoso vuelo?
– Holmes, ¿nos va a llevar esto a algún lado? -reclamó Houdini, saltando alternativamente sobre sus dos pies-. Si Kleppini se encuentra todavía en algún lugar de Inglaterra, ¿no deberíamos perseguirlo?
– Pensé que sería útil si decidiéramos dónde buscar.
– De acuerdo, prosiga.
– Esta mañana, temprano -comenzó Holmes, mientras examinaba el daño que Houdini había causado en el ala del otro aparato-, nuestro misterioso adversario llegó a Gairstowe para descubrir que nosotros tres le estábamos tendiendo una trampa a Kleppini. Sensatamente, concluyó que sus planes habían sido descubiertos y, más allá de eso, se dio cuenta de que lo único que podía hacer era abandonar el país.
– Pero, ¿para qué volvemos sobre eso ahora?-preguntó Houdini-. Ese hombre, quienquiera que fuese, está muerto.
– Exactamente -estuvo de acuerdo Holmes-. Y con su muerte, Kleppini se encontró de repente con que era un agente independiente. Ya no estaba obligado a seguir las decisiones de su patrón, y eligió, contra toda lógica, regresar aquí. ¿Por qué? Evidentemente hay algo que los dos dejaron atrás, algo que Kleppini cree que vale el considerable riesgo de verse capturado.
– Los documentos de Gairstowe.
– Watson, se supera usted una vez más. Esa era precisamente mi conclusión.
– Entonces debemos ir a Brighton de inmediato.
– Si los documentos estuvieran en Brighton, Kleppini hubiera volado hasta allí sin duda. El daño causado en su ala no era tan grande como para impedirlo.
– Pero… ¿dónde están entonces?
– Creo que encontraremos a Kleppini y los documentos en el Savoy.
– ¿En mi teatro!-exclamó Houdini-. Pero ¿por qué allí?
– Creo que lo sé -dije-. Olvida que el interés de Kleppini en este crimen era crear la ilusión de su culpabilidad. ¿De qué mejor manera favorecería esa ilusión que situando los documentos robados en su posesión? Eso es, ¿no es así, Holmes? Debemos dirigirnos hacia el Savoy de inmediato.
Sherlock Holmes no confirmó ni contradijo mi conclusión, y me dejó así con la intranquilizadora sensación de que el problema era más complicado de lo que yo había adivinado.
– Miren -dijo-, allí están el carro del lechero y el caballo de Kleppini. Debe de haber tomado uno de nuestros caballos, pero si enganchamos el otro al carro aún podemos llegar al teatro antes que él.
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