– Pero seguramente los hayamos perdido ya a estas alturas.
– Sin duda, pero creo que sé adónde se dirigen. -Holmes se giró hacia el artista del escapismo-. Houdini, su Voisin está guardado en Ruggles, ¿no es así?
– ¿Cómo supo de él?
– Nuestros escurridizos amigos han estado haciendo uso de un modelo similar. Ahí es adonde se dirigen ahora, a no ser que esté completamente equivocado. Debemos desenganchar los caballos y tomar una ruta más directa campo a través. Así que, si están dispuestos, podríamos continuar nuestra persecución desde Ruggles.
– Menuda caza va a ser esta. -Se rió Houdini, frotándose las manos.
– ¿Pero qué es ese Ruggles?-pregunté mientras Holmes me ayudaba a montar uno de los caballos-. ¿Qué es un Voisin?
Los dos ignoraron mis preguntas
– Bien, ¿Houdini? -apremió Holmes, esperando para ayudar a Houdini a montar un caballo.
El joven norteamericano arrastró los pies incómodo.
– Uh… Yo nunca… Yo nunca he montado a caballo antes -admitió.
– Entonces estará en buenas manos al cuidado de Watson -dijo Holmes, mientras lo ayudaba a subir a mi espalda-. Simplemente piense en ello como en un ejercicio de levantamiento y equilibrio. Venga, Watson. No hay un momento que perder.
Holmes saltó a su vez sobre el lomo desnudo del otro caballo, un caballo blanco de batalla, y nos guió fuera del camino y a través de un grupo de árboles. Yo no sabía hacia dónde nos dirigíamos, pero tenía bastante de lo que ocuparme mientras atravesábamos por entre los árboles. Nos lanzamos al galope al llegar a un claro al otro lado, y Houdini demostró ser un jinete inestable, dado a repentinos e inoportunos cambios de posición que amenazaban con derribarnos a los dos. Yo mismo era bastante malo montando a pelo, por lo que mi nervioso pasajero y mis doloridas costillas hacían que todo fuera más difícil mientras trataba de mantener el ritmo de Holmes.
Galopando a primera hora del día, contrastábamos claramente con la paz del campo que nos rodeaba. La silenciosa capa de la mañana parecía retirarse unos centímetros a nuestro paso atronador, para volver a cerrarse de nuevo por detrás, sin dejar testigos de nuestra incursión, a excepción de un joven mozo de caballeriza, que se detuvo en sus tempranas tareas lo justo para saludar.
Éramos, de hecho, una extraña caballería: Holmes a la cabeza, su afilado perfil sobresaliendo por encima de la noble cabeza de su montura, yo, azuzando a mi caballo, lo acompañaba detrás, y Houdini, que continuaba con sus inquietantes giros, iba a la popa. El sendero que seguíamos, notable por lo descuidado de su topografía, era decidido por Holmes con su sentido de la orientación, que era propio de un buldog. Nos llevó a través de arroyos, subimos por laderas, saltamos cercas y, en un momento dado, atravesamos un sorprendido rebaño de ovejas.
Avanzando de esta frenética manera, no tardamos mucho en tener a la vista tres enormes graneros. Estaban agrupados detrás de una alta torre de perforación de madera y a poca distancia de un corto tramo de vía de tren, cuya finalidad no pude adivinar. Nos dirigimos a los graneros, aunque nada en su apariencia me iluminó en cuanto a cómo contribuirían a nuestra persecución. ¿Íbamos a cambiar de caballos?
– ¡Deprisa!-gritó Holmes-. Allí está el carro del lechero. Acabamos de perderlos.
Houdini bajó de un salto de la espalda de nuestra montura antes de que yo ni siquiera hubiera frenado; bajó rodando con fuerza por una pendiente y corrió hacia el más cercano de los tres graneros. Holmes lo seguía de cerca, y juntos empujaron para abrir las pesadas puertas correderas. Paré el caballo frente a la abertura y escudriñé con indecisión el interior del granero.
Aunque habían pasado cuatro días desde que había conocido a Houdini y nuestra asombrosa aventura había comenzado, nada en ese breve pero tumultuoso período de tiempo me había preparado para lo que había dentro del granero. Solo de verlo, se me heló la sangre en las venas. Miré al mago y al detective alternativamente con total incredulidad.
– Sí, Watson -dijo Sherlock Holmes-, es una máquina voladora.
Los lectores de hoy en día pueden encontrar divertido mi miedo a los aeroplanos. Hemos visto ya, después de todo, aviones aplicados a ambas finalidades, comercial y militar, y su diseño y competencia mejoran cada año. ¿Por qué, entonces, un hombre de ciencia como yo los miraba con tan intenso temor?
Explicándolo llanamente, había vivido la mayoría de mi vida bajo el reinado de Victoria, y en aquellos tiempos más sencillos, pero no por ello menos ilustrados, volar se consideraba imposible, la extravagante teoría de mentes indisciplinadas. Cuando en 1903 los hermanos Wright probaron lo contrario, se aceptaron de mala gana los principios de la aviación, pero también llegó la convicción de que volar, como actividad, era mejor dejarlo en manos de jóvenes temerarios y locos, preferiblemente de aquellos que no tuvieran ni familia ni deudas. Soy un hombre viejo ahora, y he visto madurar este fenómeno hasta convertirse en algo frecuente, pero todavía no puedo quitarme de la cabeza la idea de que un hombre no está hecho para volar.
Estos sentimientos, que han demostrado ser erróneos diecisiete años después, parecían aquella mañana una cuestión de vida o muerte. Era obvio para mí, al ver a Holmes y Houdini empujar el temido artilugio que rodaba hacia el exterior sobre sus ruedas de bicicleta, que su intención era continuar la persecución de Kleppini por el aire. Para mí, esta perspectiva tenía todo el atractivo de una visita al infierno.
– Holmes, ¿ha perdido al cabeza? -pregunté mientras él y Houdini empujaban el avión hacia la torre que yo había observado antes-. Houdini, ¿sugiere en serio que volemos? -Di unos tentativos pasos detrás ellos-. Es ridículo.
– Venga, John -dijo Houdini-. Yo acabo de montar a caballo hace un momento, ¿o no?
– Pero… Pero no es comparable.
– ¿No? Créame, hará falta algo más que una lechera para derribar esto. -Houdini soltó lo que se suponía que era una tranquilizadora carcajada y continuó empujando el aparato hacia la torre.
– Al menos en aquel caso no caímos muy lejos. Pero esto… Esto… -Alcé las manos con desesperación.
– Mire John, he volado docenas de veces. Me rompí el brazo una vez, eso es todo. Es totalmente seguro.
– No es de gran consuelo viniendo de un hombre que habitualmente se encierra en un tanque de agua. -Miré hacia donde Holmes empujaba del otro ala-. ¿Cómo es posible que tome parte en esta locura, Holmes?
Me miró.
– Yo también he volado.
– ¿Qué?
– Por supuesto. Houdini, páseme el rodillo, ¿quiere?
Habían llegado ahora a la enorme torre, y situaban el aeroplano apuntando hacia el tramo de vía. Por mucha curiosidad que pudiera sentir por el singular mecanismo, no iba a abandonar la presente línea de interrogación.
– Holmes, ¿ha volado usted en un aeroplano?
– Varias veces. -Gateó bajo las alas del avión, pero continuó dirigiéndose a mí como si diera una conferencia universitaria-. La necesidad de viajar en aeroplano se me hizo patente desde el momento en que comencé esta investigación. Procediendo, como lo hice, desde la asunción de que Houdini no cometió el robo de Gairstowe, tuve que enfrentarme al problema de la aparente ubicuidad de Kleppini.
– ¿Y eso qué significa, Holmes? -preguntó Houdini, quien se encontraba ocupado en algún ajuste del motor.
– Significa, simplemente -continuó Holmes desde debajo del aparato-, que Kleppini no podía estar en Brighton y en Londres al mismo tiempo. Así que, si era responsable del robo, no le hubiera sido fácil actuar en Brighton la misma noche. Sin embargo, mis continuas preguntas me sugerían que efectivamente había hecho ambas cosas. Así que tuve que concluir que, o bien lo había organizado para que un sustituto lo suplantara en Brighton, o bien se había procurado un medio de transporte muy rápido. Y pronto descubrí que poseía un avión muy parecido a este.
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