– ¿Oiga? Soy monsieur Hulot . Je cherche monsieur Augellò.
– ¿Usted es francés de Francia?
– Oui. Je cherche monsieur Augellò o, como dicen ustedes, monsieur Augello.
– Señor francés, aquí no está.
– Merci.
Marcó el número del domicilio particular de Mimì. Dejó que el teléfono sonara un buen rato pero no hubo respuesta. Perdido por perdido, buscó en la guía el número de Beatrice. Ésta contestó de inmediato.
– Beatrice, soy Montalbano. Perdóneme la desfachatez, pero…
– ¿Quiere hablar con Mimì? -lo cortó con toda naturalidad la divina criatura-. Ahora mismo se lo paso.
No se había sentido incómoda en absoluto. En cambio, Augello sí, pues enseguida empezó a buscar un pretexto.
– Verás, Salvo, pasaba casualmente por delante del portal de Beba y…
– ¡Por favor! -exclamó, magnánimo, Montalbano-. Perdóname tú primero si te he molestado.
– ¡No es molestia! ¡Faltaría más! Dime.
¿Hubieran sido capaces en China de mejorar semejantes cumplidos?
– Te quería preguntar si mañana por la mañana, sobre las ocho, nos podríamos reunir en la comisaría. He descubierto algo muy importante.
– ¿Qué es?
– El nexo entre los Griffo y Sanfilippo.
Oyó que Mimì aspiraba aire como cuando uno recibe un puñetazo en el estómago. Después Augello balbució.
– ¿Dó… dónde estás? Voy ahora mismo.
– Estoy en casa. Pero está Ingrid.
– Ah. Por lo que más quieras, sácale todo lo que puedas aunque, después de lo que me has dicho, la hipótesis de los cuernos ya no se tenga muy en pie.
– Oye, no le digas a nadie dónde estoy. Ahora desenchufo el teléfono.
– Comprendo, comprendo -dijo Augello en tono insinuante.
Fue a acostarse cojeando. Tardó media hora en encontrar la posición más cómoda. Cerró los ojos y los abrió otra vez. Pero ¿no había invitado a Ingrid a cenar? Y ahora, ¿cómo haría para vestirse, levantarse y salir al restaurante? La palabra restaurante le provocó un inmediato efecto de vacío en la boca del estómago. ¿Desde cuándo no comía? Se levantó y se dirigió a la cocina. En el frigorífico destacaba un plato hondo lleno de salmonetes con salsa agridulce. Volvió a acostarse ya más tranquilo. Se estaba empezando a amodorrar cuando oyó abrirse la puerta principal.
– Voy enseguida -le dijo Ingrid desde el comedor.
Entró a los pocos minutos, sosteniendo en la mano un frasquito, una venda elástica y unos rollos de gasa. Lo depositó todo encima de la mesita de noche.
– Ahora saldo la deuda -dijo.
– ¿Cuál? -preguntó Montalbano.
– ¿No te acuerdas? La primera vez que nos vimos. Yo me había torcido un tobillo, tú me trajiste aquí, me hiciste un masaje…
Ahora se acordaba, claro. Mientras la sueca permanecía tumbada medio desnuda en la cama, llegó Anna, una inspectora de policía que estaba enamorada de él. El malentendido había dado lugar a un follón descomunal. ¿Livia e Ingrid se habían visto alguna vez? Puede que sí, en el hospital, cuando él había resultado herido…
Bajo el lento y continuo masaje de la sueca, empezó a notar que se le cerraban los ojos y se abandonó a una somnolencia sumamente agradable.
– Incorpórate. Tengo que vendarte.
»Mantén el brazo levantado. Vuélvete un poco hacia mí.
Montalbano obedecía con una sonrisa de satisfacción en los labios.
– Ya he terminado -dijo Ingrid-. Dentro de media horita, te sentirás mejor.
– ¿Y el dedo gordo? -preguntó él con voz pastosa.
– ¿Qué dices?
Sin hablar, el comisario sacó el pie de debajo de la sábana. Ingrid puso manos a la obra.
* * *
Abrió los ojos. Desde el comedor le llegaba la voz de un hombre que hablaba en susurros. Consultó el reloj, eran más de las once. Se encontraba mucho mejor. ¿Acaso Ingrid había llamado al médico? Se levantó y, tal como estaba, en calzoncillos, con la espalda, el pecho y el dedo gordo del pie vendados, fue a ver. No era el médico, mejor dicho, sí era un médico pero estaba comentando desde la pantalla del televisor una milagrosa cura de adelgazamiento. La sueca estaba sentada en el sillón. Se levantó de un salto al verlo entrar.
– ¿Estás mejor?
– Sí. Gracias.
– Lo tengo todo preparado, si tienes apetito.
La mesa ya estaba puesta. Los salmonetes, sacados del frigorífico, sólo esperaban que se los comieran. Se sentaron. Mientras se servían, Montalbano preguntó:
– ¿Por qué no me has esperado en el bar de Marinella?
– Salvo, ¿después de una hora?
– Claro, perdona. ¿Por qué no has venido en coche?
– Estoy sin él. Lo he llevado al mecánico. Un amigo me ha acompañado al bar. Después, al ver que no aparecías, decidí venir aquí, dando un paseo. Más tarde o más temprano regresarías a casa.
Mientras comían, el comisario la miró. Ingrid estaba cada vez más guapa. Junto a las comisuras de los labios tenía ahora unas pequeñas arrugas que le conferían un aspecto más maduro y consciente. ¡Qué mujer tan extraordinaria! Ni siquiera se le había pasado por la cabeza preguntarle cómo se había lastimado la espalda. Comía por el placer de comer, se habían repartido escrupulosamente los salmonetes, a tres por barba. Y bebía con fruición: ya iba por el tercer vaso cuando Montalbano aún no había apurado el primero.
– ¿Qué querías de mí?
La pregunta sorprendió al comisario.
– No te entiendo.
– Salvo, me llamaste para decirme que…
¡El videocasete! Lo había olvidado.
– Quería enseñarte una cosa. Pero antes, terminemos. ¿Quieres fruta?
Después, una vez sentada Ingrid en el sillón, cogió la cinta.
– ¡Esta película ya la he visto! -protestó la mujer.
– No se trata de ver la película, sino una grabación que hay en la cinta.
Colocó el casete, puso en marcha el vídeo y se sentó en el otro sillón. Después, con el mando a distancia, la pasó en avance rápido hasta que apareció el encuadre de la cama vacía que el cámara estaba tratando de enfocar.
– Me parece un comienzo muy prometedor -dijo la sueca, sonriendo.
Salió un espacio en negro. Y después volvió a aparecer la imagen de la cama en la que esta vez se veía a la amante de Nenè Sanfilippo tumbada en la misma posición que La maja desnuda. Un instante después, Ingrid se levantó, sorprendida y turbada.
– ¡Pero si ésta es Vanja! -dijo, casi a gritos.
Montalbano jamás había visto a Ingrid tan alterada, jamás, ni siquiera la vez en que ambos se las habían ingeniado para que ella pareciera sospechosa de un delito o casi.
– ¿La conoces?
– Claro.
– ¿Sois amigas?
– Bastante.
Montalbano apagó el televisor.
– ¿Cómo has obtenido esta cinta?
– ¿Lo hablamos allí? Vuelvo a sentir un poco de dolor.
Se acostó. Ingrid se sentó en el borde de la cama.
– Así estoy incómodo -se quejó el comisario.
Ingrid se levantó, lo sostuvo y le colocó la almohada detrás de la espalda para que pudiera permanecer medio incorporado. Montalbano le estaba cogiendo gusto a tener una enfermera.
– ¿Cómo has obtenido la cinta? -volvió a preguntar Ingrid.
– La encontró mi subcomisario en casa de Nenè Sanfilippo.
– ¿Quién es ése? -preguntó Ingrid, arrugando la frente.
– ¿No lo sabes? Aquel veinteañero que murió de un disparo hace unos días.
– Sí, he oído hablar de él. Pero ¿por qué tenía la cinta?
La sueca era absolutamente sincera y parecía auténticamente sorprendida de todo aquel asunto.
– Porque era su amante.
– Pero ¿cómo? ¿Un jovencito?
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