Andrea Camilleri - La Excursión A Tindari

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Poseedor de las mejores virtudes del hombre mediterráneo, el comisario Montalbano ha sabido ganarse la simpatía de numerosos lectores con su especial sabiduría para disfrutar de los pequeños placeres y sobrellevar con elegancia el paso del tiempo, sin dejar de lado esa aguda percepción de la realidad, aderezada con la dosis exacta de cinismo, que le permite revelar la cara oculta de las cosas. Toda una filosofía de vida que Andrea Camilleri ha llevado a su máxima expresión con esta novela del inefable inspector siciliano. Nos reencontramos así con los entrañables personajes que pueblan la imaginaria localidad de Vigàta, en Sicilia: desde Livia, la novia genovesa de Montalbano, hasta Ingrid, su sensual amiga sueca, pasando por el voluntarioso Catarella y Mimì Augello, el fiel subcomisario. En esta ocasión, sin embargo, el inspector tiene que emplearse a fondo para resolver dos casos que parecen no tener nada en común: el asesinato de un joven y la desaparición de un matrimonio de ancianos durante una excursión a Tindari. Tras profundas reflexiones bajo un añoso árbol, descubre la pista que lo conducirá hasta una siniestra organización con la que más le valdría no haberse topado.

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– ¿Cuándo murió?

– No se lo puedo decir exactamente. Hace por lo menos dos años.

– ¿Sabe dónde vivía en Trapani?

– No. Aquí en casa no he encontrado nada que se refiriera a tía Giuliana. Sin embargo, sé que la casa de Trapani era de su propiedad, la había comprado.

– Sólo una cosa más: el apellido de soltera de su madre.

– Di Stefano. Margherita di Stefano.

Eso era lo bueno de Davide Griffo: era generoso en las respuestas y tacaño en las preguntas.

Dos millones al mes. Más o menos lo que ganaba un pequeño empleado en la cumbre de su carrera. Pero Alfonso Griffo estaba jubilado desde hacía tiempo y vivía de la pensión, de la suya y de la de su mujer. O, mejor dicho, había vivido, pues, desde hacía un par de años, recibía una ayuda considerable. Dos millones mensuales. Desde otro punto de vista, una cantidad irrisoria. Por ejemplo, en caso de que se tratara de un chantaje sistemático. Y, además, por muy aferrado que estuviera a la lira, a Alfonso Griffo, por cobardía o por falta de fantasía, jamás se le hubiera ocurrido la idea de un chantaje. Admitiendo que no tuviera escrúpulos morales. Dos millones al mes. ¿Para actuar de testaferro, según la hipótesis que él había formulado en un primer momento? Sin embargo, por regla general, un testaferro lo cobra todo de golpe o participa en los beneficios, no cobra a plazos mensuales. Dos millones al mes. En cierto sentido, la exigüidad de la suma complicaba las cosas. A pesar de que la regularidad de los pagos constituía un indicio. El comisario estaba empezando a hacerse una idea. Pero había una coincidencia que lo intrigaba.

Se detuvo delante del Ayuntamiento y subió a la oficina del registro civil. Conocía al responsable, el señor Crisafulli.

– Necesito una información.

– Dígame, señor comisario.

– Si una persona que ha nacido en Vigàta fallece en otro lugar, ¿su defunción se comunica aquí?

– Hay una disposición a este respecto -contestó evasivamente el señor Crisafulli.

– ¿Y se cumple?

– Por regla general sí. Pero hace falta tiempo. Ya sabe usted cómo van estas cosas. Sin embargo, debo decirle que, si la defunción se produce en el extranjero, ya no hay ni que hablar. A no ser que algún familiar se encargue personalmente de…

– No, la persona que me interesa murió en Trapani.

– ¿Cuándo?

– Hace más de dos años.

– ¿Cómo se llamaba?

– Giuliana di Stefano.

– Vamos a verlo ahora mismo.

El señor Crisafulli lo consultó en un ordenador que dominaba un rincón de la sala, y levantó los ojos para mirar a Montalbano.

– Consta que murió en Trapani el seis de mayo de mil novecientos noventa y siete.

– ¿Dice dónde vivía?

– No. Pero, si quiere, en cuestión de cinco minutos lo podré averiguar.

Y aquí el señor Crisafulli hizo una cosa muy rara: fue hasta su escritorio, abrió un cajón, sacó una petaca, la destapó, bebió un trago, volvió a enroscar el tapón y dejó la petaca a la vista. Después regresó al ordenador. Puesto que el cenicero de la mesa estaba lleno de colillas de cigarro puro cuyo olor impregnaba toda la sala, el comisario encendió un cigarrillo. Lo acababa de apagar cuando el responsable del registro le dijo con un hilillo de voz:

– Lo he encontrado. Vivía en Via Libertà doce.

¿Estaba indispuesto? Montalbano se lo quería preguntar, pero no le dio tiempo. El señor Crisafulli regresó corriendo al escritorio, cogió la petaca y bebió otro trago.

– Es coñac -explicó-. Me jubilo dentro de dos meses.

El comisario lo miró con expresión inquisitiva, sin comprender la relación.

– Soy un empleado chapado a la antigua -explicó el otro- y, cada vez que hago una gestión con tanta rapidez y no como antes, que tardaba varios meses, me entra vértigo.

Empleó dos horas y media en llegar a la Via Libertà de Trapani. El número 12 correspondía a un edificio de tres plantas, rodeado por un pequeño jardín muy bien cuidado. Davide Griffo le había explicado que tía Giuliana se había comprado el piso donde vivía. Pero quizá a su muerte el apartamento se había vendido a personas que ni siquiera la conocían y el dinero habría ido a parar con toda certeza a alguna obra benéfica. Junto a la verja cerrada había un portero electrónico con sólo tres nombres. Debían de ser unos pisos bastante grandes. Llamó al de arriba, que correspondía a «Cavallaro». Contestó una voz femenina.

– ¿Sí?

– Disculpe, señora. Necesito una información acerca de la difunta señorita Giuliana di Stefano.

– Llame al segundo piso, el de en medio.

La tarjeta que figuraba al lado del timbre de en medio decía «Baeri».

– ¡Pero, bueno, qué prisa tenemos! ¿Quién es? -preguntó otra voz femenina, esta vez de anciana, cuando el comisario ya había perdido las esperanzas, pues había llamado tres veces sin obtener respuesta.

– Me llamo Montalbano.

– ¿Y qué quiere?

– Quisiera preguntarle una cosa acerca de la señorita Giuliana di Stefano.

– Pregunte.

– ¿Así, a través del telefonillo?

– ¿Por qué, es algo muy largo?

– Bueno, sería mejor que…

– Ahora le abro -dijo la voz de la anciana-. Y usted hará lo que yo le diga. En cuanto se abra la verja, usted entra y se detiene en mitad del caminito de la entrada. Si no lo hace, no le abriré el portal.

– Muy bien -dijo el comisario, resignado.

Se detuvo en mitad del caminito de la entrada sin saber qué hacer. Después vio que se abrían los postigos de un balcón y aparecía una vieja con moño vestida de negro, con unos prismáticos en la mano. Se los acercó a los ojos y lo estudió con atención mientras él se ruborizaba inexplicablemente, como si estuviera desnudo. La vieja volvió a entrar, cerró los postigos, y al poco rato se oyó el «clic» metálico del portal que se abría. No había ascensor, naturalmente. La puerta del segundo piso en la cual figuraba el apellido de «Baeri» estaba cerrada. ¿Qué otro examen tendría que superar?

– ¿Cómo me ha dicho que se llama?

– Montalbano.

– ¿Y a qué se dedica?

Como le dijera que era comisario, le daba un ataque.

– Soy funcionario del Ministerio.

– ¿Tiene algún documento?

– Sí.

– Deslícelo por debajo de la puerta.

Con más paciencia que un santo, el comisario así lo hizo. Transcurrieron cinco minutos de silencio absoluto.

– Ahora le abro -dijo la vieja.

Sólo entonces el comisario observó horrorizado que la puerta tenía cuatro cerraduras. Y seguramente en la parte interior debía de haber un pestillo y una cadena. Al cabo de unos diez minutos de ruidos diversos, la puerta se abrió y Montalbano pudo entrar en casa Baeri. La mujer lo hizo pasar a un espacioso salón con pesados muebles oscuros.

– Yo me llamo Assunta Baeri -dijo la vieja-, y del documento se deduce que usted pertenece a la policía.

– Exactamente.

– De lo cual me congratulo -dijo con ironía la señora (¿o señorita?) Baeri.

Montalbano no rechistó.

– ¡Los ladrones y los asesinos hacen lo que les da la gana, y la policía, con la excusa de mantener el orden, se va a los campos de fútbol a ver el partido! ¡O le hace de guardaespaldas al senador Ardolì, que no lo necesita; basta con que uno lo mire a la cara para que se muera del susto!

– Señora, yo…

– Señorita.

– Señorita Baeri, he venido a molestarla para hablar de la señorita Giuliana di Stefano. ¿Este piso era suyo?

– Sí, señor.

– ¿Usted se lo compró a ella?

¡Menuda frase le había salido! Inmediatamente rectificó.

– … ¿a la difunta?

– ¡Yo no compré nada! ¡La difunta, como usted la llama, me lo dejó en su testamento! Vivía con ella desde hacía treinta y dos años. Yo pagaba incluso el alquiler. Poco, pero lo pagaba.

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